sábado, 26 de enero de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XVII) - Diálogo con el fantasma




 Una vez más, la máquina de los milagros había funcionado a la perfección. Guzmán de Arteaga emitió un murmullo de satisfacción. El cielo estaba poblado de los productos de su fantasía. Los del 15-M le contemplaban atónitos, pero no hacían ademán de aproximarse al perímetro del monumento de Chillida. Aun así, uno de ellos le dijo:

–Tío, ¿toda ésta la has montado tú solito?

Una placentera oleada de felicidad absorbió cada una de las fibras de su ser. El fruto de toda su vida se encontraba dominando los cielos, la razón de tantas renuncias y experiencias vitales que habían pasado por su lado sin apenas rozarle.

–Ya todos han visto lo que eres capaz de hacer, Guzmán de Arteaga.

Giró la cabeza, y vio por encima de su hombro el pálido rostro del fantasma de Ederita. Ella le contemplaba con amor delirante.

–Debiste haberme contado, cuando tuviste oportunidad, los sueños que cruzaban por tu mente.

–Todo lo hice demasiado tarde –confesó él–. Pero prometo que no volveré a dejar que lo hermoso de la vida pase cerca de mí sin mover una pestaña.

–Lo dices por esa joven, ¿verdad? –le imprecó el fantasma.

–No tengo nada que ocultar. Estoy seguro de que a ella le encantaría ver nevar.

El fantasma describió cinco rabiosas revoluciones en torno a él.

–No se recuerda la última vez que nevó en Gijón –pronunció con voz cavernosa.

–Hágase la nieve –dijo Guzmán de Arteaga, pulsando algunas de las teclas de la máquina de los milagros.

Por el lado más oriental de la bóveda celeste, se insinuó una cierta polvareda nacarada, que rápidamente se impregnó del oro de los rayos solares. Aquello constituía el símbolo más atinado de la belleza de la Navidad. Al cabo de pocos segundos, se definieron los primeros copos de nieve, pero se trataba de una nieve especial, así lo quiso Guzmán de Arteaga; descendía copiosa a la tierra, impulsada por un viento suave, pero no llegaba a cuajar, tan sólo a humedecer. Cada copo de nieve era portador de una gota de luz, y al precipitarse llevaba implícito el tintineo de una hermosa campanilla de plata. Guzmán de Arteaga volvió a hacer patente su satisfacción con una leve sonrisa. Aquello era lo hermoso de la vida. No le cabía la menor duda de que este espectáculo sería del agrado de Irene, allá donde lo estuviera contemplando. ¿Y ella se figuraría que todo se debía al ingenio de él? Guzmán de Arteaga había pasado la vida enclaustrado para llegar a producir esa maravilla.

–Está nevando –comentaban con entusiasmo por las calles de Gijón.

Los aleros de los edificios se coronaban, a diferencia del suelo, con una capa de inmaculada blancura. La nieve trae consigo los mejores sentimientos de la Navidad. España estaba atravesando unas circunstancias difíciles, pero no hubo un solo habitante de Gijón que en ese momento no tuviera un pensamiento amable para su vecino, un deseo de que la felicidad acabara trasplantándose en medio de tanto desánimo y melancolía. No había nubes desde las cuales se precipitara la nieve; parecía como si el mismo sol arrojara los copos. Oro y blancura unidos en un apasionado abrazo.

Guzmán de Arteaga manipuló otro de los teclados de la máquina de los milagros, y logró que en el monitor apareciera una imagen amplificada de la Torre del Reloj de la Universidad Laboral. Allí, en el balcón, se encontraba el hombre del que últimamente hablaban todos los medios de comunicación. Diego Barrientos, el líder de la revuelta que había tenido lugar en la Universidad Laboral. Guzmán de Arteaga afinó aún más la imagen. El rostro de Barrientos estaba investido de un brillo especial. No cabía duda de que había recibido el mensaje de la paloma mensajera; desviando la vista hacia su mano, podía apreciarse todavía el rollito de papel. Los ojos de Barrientos denotaban que había calado en su alma una creencia profunda. Guzmán de Arteaga sacudió la cabeza. ¡Qué paradójico el caso! Infundiendo creencias en otros, cuando las suyas no estaban del todo cuajadas. En algo había que creer. La presencia del fantasma de Ederita constituía una prueba de que existían esferas incomprensibles en el entramado del universo. Y a todo esto, ¿adónde había ido a parar Ederita?

***

En la Plaza Mayor reinaba un bullicio atronador. Nadie daba con las razones de lo que estaba pasando en las alturas, pero lo cierto y verdad es que se había tomado como un motivo de celebración. A semejanza de lo que había ocurrido en la Universidad Laboral, los representantes de la Corporación Municipal habían sido autorizados por Jerónimo Ortega para abandonar momentáneamente los rigores de su retención y poder asistir al espectáculo de los cielos desde la Plaza Mayor. Todos recibían la nieve con una fe y un entusiasmo que superan todo intento de descripción.

Sebastián Amorós no se apartaba un milímetro de la proximidad de la señora alcaldesa. Ella no entendía lo que estaba sucediendo en el cielo, y se limitaba a dirigir perplejas miradas en derredor. Su guardián la observaba a ella, y para su fuero íntimo creía que estaba ante un milagro de superior calado que el que se desarrollaba en el cielo; comprendía, no obstante, que hay milagros de los que uno jamás se beneficia y que sólo pueden ser soñados desde la lejanía de la soledad.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).