—¡No
se mueva! —sonó una voz imperativa a sus espaldas.
Él
estaba tieso e inmóvil como una estaca. Notó que una mano firme le arrebataba
el fusil.
—Coloque
las manos atrás.
Obedeció
mecánicamente. Enseguida sus muñecas sintieron la fría e incómoda opresión de
unas esposas. ¿Tal era el fin de toda esa aventura?
—Dese
la vuelta.
Al
hacerlo se topó con la inflexible catadura de dos suboficiales: un brigada y un
sargento. Ambos le apuntaban con sus metralletas.
—Identifíquese
—le exigió el brigada.
—Soy
Diego Barrientos —dijo con sereno aplomo—. Soy el jefe de todos los que han
retenido a los altos cargos de Educación en la Universidad Laboral. Solicito
presentarme ante el superior de ustedes, el coronel Bertin.
—No
tendrá que pedirlo dos veces —dijo el sargento.
Adoptando
las debidas precauciones, lo llevaron al recinto del Jardín Botánico Atlántico.
Era incómodo caminar con las manos esposadas a las espaldas. Pero todo había
dejado de importarle; no le causaba la menor inquietud lo que pudieran hacer
con él.
Las
oficinas del recinto habían sido literalmente ocupadas por los militares. El coronel
Bertin había establecido su puesto de mando en el despacho del director.
Barrientos fue conducido allí a empujones; dentro de las dependencias
militares, no tenían por que andarse con miramientos con él.
El
coronel Bertin estaba sentado a la mesa escritorio. Con un gesto de su cabeza
dispuso que le dejaran a solas con el prisionero. Su mirada mostraba una
expresión particularmente aviesa. La puerta se cerró con un enérgico estampido.
Se encontraban frente a frente.
—Volvemos a estar juntos —dijo el coronel con
sorna—. Tienes el talento de resultarme fastidioso en extremo.
Barrientos
no pronunció palabra. Su rostro, si bien abatido, no traslucía el menor miedo o
aprensión.
—Sería
de educación decir por lo menos buenas tardes —insinuó el coronel Bertin.
—Buenas
tardes, buenas noches y buenos días —dijo Barrientos al cabo, sin poder
reprimir cierta mueca despectiva.
Una
carcajada sofocada deformó las apretadas facciones del coronel Bertin.
—Observo que no has perdido tus rasgos de
humor improcedente.
—Y
yo observo que su arrogancia permanece en el mismo sitio —arguyó Barrientos.
El
coronel se puso en pie y se encaminó hacia su prisionero.
—Mi
arrogancia y todo lo demás.
Sin
pensarlo demasiado, le propinó a Barrientos un puñetazo en la boca del
estómago. El agredido dobló su espinazo en reacción instintiva al dolor. Su
paladar experimentó el acre sabor de la sangre. No sabía de qué se extrañaba;
esto era lo mejor que cabía esperar del que en su día fuera su superior al
mando.
—Tengo las manos esposadas —musitó tan pronto
se rehizo del efecto del golpe.
—No
me interesa lo más mínimo —repuso el coronel Bertin, flechándole con la mirada.
—Sin
duda nuestros conceptos de la valentía varían sustancialmente.
—Por
eso opino que no eres sino un maldito cobarde.
—Ya
no sé qué decirle.
En
ese momento sonó el teléfono móvil del coronel. Escuchó lo que tenían que
comunicarle. La perplejidad fue como un tinte que se extendió por todo su
rostro. Casi en contra de su voluntad, dijo:
—Me
informan que acaban de liberar a los secuestrados de la Universidad Laboral.
—Yo
les dije que los dejaran libres —declaró Barrientos, con la voz tomada por
volutas de sangre—. Los habrán soltado por una de las ventanas traseras, puesto
que la barricada de la portada principal hace imposible el desalojo por ese
lado.
—Me
sobran tus explicaciones. Estaba todo planeado para que mis hombres entraran a
rescatarlos usando el conducto de las alcantarillas.
—Ya
no hace falta. Yo soy el responsable de haber instigado a mis compañeros.
Quiero que la mayor pena recaiga en mí.
—Tú
no eres juez para decidir eso.
—Ni
usted es quién para ver algo distinto a lo aparente.
Otro
golpe en el estómago, esta vez tan certero y contundente, que Barrientos acabó
cayendo sobre sus rodillas. Las lágrimas afloraron involuntariamente en sus
ojos. Su cuerpo acusaba el dolor, pero su alma jamás sería doblegada. Al fin y
al cabo, todo esto formaba parte de lo esperado.
—¡No
me quites las esposas! —farfulló Barrientos con el semblante alterado por un
coraje suicida—. ¡Sigue golpeándome! ¡Alivia en mí todo el peso de tu odio y
rencor! Aunque si quieres, quítame las esposas y sigue pegándome. Verás que no
te respondo. Yo ya aprendí de la vida todo lo que me hacía falta saber.
El
coronel mostró a lo primero una expresión de perplejidad. Luego emitió una
sonrisa vulpina, y dijo:
—Acabarás
cerciorándote de que tu aprendizaje no ha hecho más que empezar.
CONTINUARÁ...
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).