miércoles, 26 de marzo de 2014

Microrrelatos

En la sesión del día 12 de marzo, trabajamos en el Taller de Escritura Creativa la técnica del microrrelato. La monitora nos puso en la pizarra cuatro ilustraciones y nos dio un tiempo relativamente breve para confeccionar los microrrelatos que aquéllas nos sugirieran. A mí sólo me dio tiempo a escribir tres, y a continuación presento los textos acompañados de las respectivas imágenes:




PRESENTACIÓN
Llegó por fin el día de la presentación de su libro. Los invitados hablaron maravillas, extendiéndose en temas y detalles que jamás hubiera imaginado. Sonrisas y asentimientos por doquier.
Cuando le llegó el turno de hablar, subió a la tarima, miró al techo y dijo con rápido pensamiento:
―Yo no conozco al autor que ha escrito este libro.




VOYEUR
―¿Qué estás mirando, enanito? ¿Te gusta mi chumino?
―Para nada, es que tengo sed y tu chuminito me tapa la máquina de agua.




CUESTIÓN DE TAMAÑO… Y DE PRIORIDADES
Su memoria era como la de un elefante, y tan grande parecía, que cuando le llegó el turno de pagar sintió que le entraban ganas de evacuar.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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domingo, 23 de marzo de 2014

Por el artífice de la libertad en España


Por Adolfo Suárez González, primer presidente del gobierno de la democracia de España.

La gente de mi generación se acostumbró a la palabra LIBERTAD, y el hombre que hoy ha fallecido abrió el camino a la misma en medio de grandes dificultades.

Estemos o no de acuerdo con su ideario, no se le puede escatimar el mérito de ser el artífice de un país nuevo y libre. Por desgracia, poco queda de aquel país que con tanto trabajo consiguió levantar. Hoy el consenso en las fuerzas políticas, que era su buque insignia, brilla por su ausencia. Hoy la democracia, independientemente del gobierno de turno, es una dictadura encubierta.

Hay y ha habido muchas dificultades en este país, pero reconocer el mérito de los grandes hombres es de justicia y necesidad.

Descanse en paz, PRESIDENTE...



Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


domingo, 16 de marzo de 2014

Cuentos urbanos: El inventor (XXIX) - El último milagro


Muy pocos de los allí congregados sabían quién era el autor del espectáculo de los cielos el día de Navidad. Diego Barrientos lo sabía, y también le asaltó la intriga de por qué el extraño orador reclamaba la presencia de aquél sobre el estrado.
—Aquí estoy —dijo Guzmán de Arteaga, con voz inusualmente sonora, abriéndose un hueco entre la multitud.
—Aproxímese acá, si es tan amable —dijo el orador—. Dentro de este estrado tengo un objeto que le pertenece.
La misma intriga que experimentaba Guzmán de Arteaga, se hizo extensiva al resto de la concurrencia. El orador hacía señas al interpelado para que apresurase su paso. Por un instante, sólo pareció escucharse el canto de ausentes gorriones. Guzmán de Arteaga se encaramó a lo alto del estrado.
—Aquí estoy —repitió fijándose con asombro en la multitud desde esa posición.
El orador abrió una trampilla, oculta en el centro del estrado. Haciendo un relativo esfuerzo, sacó a la luz un objeto que no le resultaba desconocido a Guzmán de Arteaga.
—¿Lo reconoces?
—Empleé muchas horas de mi soledad en esta invención —dijo Guzmán de Arteaga—. Pero se destrozó y desarticuló por completo al caer por los acantilados.
El diálogo lo mantenían en voz baja. La multitud no se enteraba de lo que estaban hablando.
—La máquina se cayó, pero yo la volví a montar.
Guzmán de Arteaga extendió al máximo el arco de sus cejas.
—Nadie más que yo sabía cómo armarla.
—Tu conocimiento, aunque no lo creas, dimana de una fuente poderosa que queda más allá de las palabras escritas en todos los libros que han sido publicados y en los que no lo han sido.
—Habla como si todo aquello que aprendí me hubiera sido revelado por causas no naturales.
—Muchas causas naturales permanecen tras el velo del desconocimiento.
—No soy un hombre tan complicado.
—Eres simplemente un hombre especial, aunque de aquí a no mucho tiempo estarás alegre de ser un hombre sin más.
—Ya tengo edad para sentarme y descansar de mi camino, gozando de los frutos que haya podido cosechar.
—Pero antes de que eso ocurra, se espera que hagas una última cosa.
—No entiendo.
—Tu máquina está preparada para un último servicio. Una vez concluido éste, volverá a ser tan inútil como cuando se descompuso en los acantilados.
 —¿Un solo uso más?
—Eso te he dicho. Y sólo tú puedes elegir el uso que has de darle.
—¿Y tengo que saberlo, así sin más?
—¡Cuántas cosas sabes de las que no te das ni cuenta!
—Entonces, después de este uso, la máquina no volverá a funcionar más —meditó Guzmán de Arteaga.
—A menos que construyas otra igual.
—Me llevó años fabricar la máquina, reunir las piezas, hacer pruebas innumerables, privarme de muchos momentos hermosos… Ahora quisiera pasar el resto de mi vida disfrutando de lo que antes no disfruté.
 —Estás en tu derecho.
—Lo que no deja de sorprenderme, es que usted haya recompuesto la máquina en unas horas escasas, cuando a mí me llevó años montarla.
El anciano dejó entrever una sonrisa caballuna, que formaba grotesco contraste con su seriedad de poco antes.
—Amigo Guzmán, aunque tu mente sea portentosa, hay dominios que aún no ha tanteado, porque nadie le ha facilitado los medios y el camino. Tú mismo has perfilado cuál habrá de ser el resto de tu vida. Podrías haber sido un buen candidato para andar el camino que no está marcado en ninguna parte del mundo creado por la humanidad. Tienes, no obstante, una oportunidad de ser feliz, y la sabiduría no puede mostrarse egoísta. Vive en paz, y hazlo intensamente. Te queda mucho tiempo por recuperar.
—No entiendo todo lo que me dice, pero le quedo muy agradecido.
—No puedes caminar por la vida queriendo entenderlo todo. La Creación es un rompecabezas muy complejo, y una sola persona no puede tener la vana pretensión de encajar todas las piezas… Ahora procede.
—¿Sin saber aún qué uso darle a la máquina?
—Tampoco lo sabías la mañana de Navidad, cuando desplegaste el milagro en los cielos. No lo sabías, y, sin embargo, todo lo que ahora está sucediendo en esta plaza es por causa del milagro de los cielos. El no saber lo que se puede hacer, no implica que no se puedan lograr cosas importantes.
—De acuerdo —dijo Guzmán de Arteaga, con una mirada arrebatada por la emoción—. Daré un último uso a la máquina.
—Estamos esperando —repuso el anciano, señalando a la multitud que se agolpaba en la plaza.
La máquina emitió un siniestro zumbido cuando Guzmán de Arteaga pulsó la tecla de puesta en función. Un raro pánico se adueño de todos los que contemplaban la operación, excepción hecha del anciano, que parecía estar bastante acostumbrado a los prodigios.
La imaginación de Guzmán de Arteaga se canalizó por medio de la máquina. Los habitantes de la ciudad costera de Gijón contemplaron una nueva nevada. Pero esta vez la nieve se atrevió a desafiar la ley de la gravedad, y ascendía en vez de precipitarse. Nadie fue capaz de localizar el inicio de la nevada; era como si la tierra y el mar se hubieran fundido en nubes, aunque sin mostrar la consabida apariencia vaporosa. Las pocas nubes que había en el cielo estaban desparramadas, por lo que la luz del sol repartía libremente sus brillos. Un hermoso arco iris tendió su curvatura por la ciudad, teniendo su origen en el monumento de Chillida y tocando su otro extremo la cúspide de la Torre del Reloj de la Universidad Laboral. Diego Barrientos, a la vista de este último fenómeno, acertó a adivinar los derroteros por los cuales se movía la imaginación del hombre que viera por primera vez en el interior de la descomunal burbuja transparente.
Al cabo de unos instantes, la nieve dejó de ser tal, y mudó su apariencia en una infinidad de pompas de jabón de todos los colores imaginables. Murmullos de crecido asombro se elevaban de las bocas de los asistentes al prodigio. Y el resto del mundo, por mediación de las ondas televisivas, también se estremecía ante la maravilla de las imágenes que poblaban los cielos de Gijón, y del mar Cantábrico por añadidura.
Fue entonces cuando Guzmán de Arteaga pensó que debían ser oídas las palabras que bullían en su cerebro. Aunque no se tratara de un sonido agudo e hiriente, todos los oídos habrían de escucharlo, tanto los presentes como los ausentes.
—No quiero extenderme demasiado. Sólo podré utilizar la máquina una última vez. Luego quedará el silencio de la vida. Diré lo que siempre quise decir estando tan solo en los años que me han sido concedidos sobre la Tierra… Una palabra para desear que desaparezcan las tristezas en el mundo… Una palabra para lograr que el hambre deje de existir en la especie humana… Una palabra para que terminen todas las guerras… Y finalmente una palabra para decirte que te amo… Irene.
En ese momento, las burbujas desaparecieron en un triunfo de estallidos de colores irisados. La visión del mundo desapareció por unos instantes de las retinas de los asistentes al prodigio. Aquello marcaba el fin… o tal vez el principio.
La máquina de los milagros no volverá a ser utilizada —sentenció el anciano, con un asomo de compunción en su acento.
—Ya lo sé, señor —asintió Guzmán de Arteaga, triste pero en el fondo alegre—. Sólo resta esperar que fructifique la semilla que ha sido sembrada.
Inopinadamente, alzó por encima de sus hombros la máquina de los milagros, y, como hiciera Moisés con las Tablas de la Ley, la arrojó con determinación al suelo, donde se descompuso en mil pedazos inidentificables.
Acto seguido, el anciano dijo con voz de trueno:
—Desde ahora se opera un cambio. No olviden las palabras que el inventor de la máquina prodigiosa ha pronunciado. La humanidad, en su conjunto, dispone de los medios necesarios para decir adiós a las tristezas, al hambre y a las guerras. Para esto es necesario perdonar y partir de cero. Que los poderosos olviden la desesperación de los humildes y sus actos dictados por la misma, y que los humildes sepan que, aunque no puedan olvidar el dolor, la gloria del perdón les hará ser sublimes. Desde este momento, y en virtud de las condiciones acordadas con el estado español, son todos libres. Pueden ir en paz.
Apenas se había disipado el eco de la última palabra del anciano, Guzmán de Arteaga ya bajaba premioso los escalones del estrado. Sólo tenía una vida para aprovecharla de la mejor manera posible. Su corazón albergaba el deseo dolorosamente diferido de amar, y el objeto de su amor aguardaba a pocos pasos de allí. Irene ya corría a su encuentro, con los brazos extendidos en una adorable pose de bailarina.
El amor los había unido, y no querían que ninguna circunstancia de la vida los separase. Su abrazo constituyó un ejemplo para la multitud. Realmente, sobraban motivos para perdonar y conceder un amplio margen a los buenos sentimientos.
Los padres y la hermana de Irene se quedaron atónitos al enterarse del sentimiento que mediaba entre ella y el peculiar profesor. Tendrían que asumirlo. Ese hombre le sacaba demasiados años a ella. Resultaba cuando menos incómodo imaginarlo, pero nadie dijo jamás que los caminos de la dicha y el amor fueran sencillos de recorrer. Como quiera, Irene estaba aquí, sana y salva… y feliz por añadidura.
El anciano, consciente de que su misión ya estaba cumplida, tomó la opción de retirarse discretamente, de desaparecer como un barco en la niebla, sin vaticinar un próximo regreso. El estrado vacío quedaría como única huella de su paso por tan trascendente episodio de la historia de la ciudad portuaria de Gijón.
Un júbilo inexplicable se apoderó de la multitud. A muchos les entraban ganas de bailar y gritar de alegría. Casi nadie entendía todas las implicaciones de lo que había ocurrido, pero ¿por qué había que dar margen a la tristeza cuando, según se presumía, había amplias razones para alimentar la esperanza? La gaita, que antes entonara cánticos guerreros, ahora se desgañitaba en joviales tonadas. El mundo que había al otro lado de las cámaras de televisión, se hizo eco de la grandeza que estaba contemplando. En todos los países hubo sonrisas y gestos triunfales. Eran tiempos navideños, y el barrio de Cimavilla refulgía como una gema cercada por el mar.
Diego Barrientos observó que alguien le venía al encuentro, entre medias del jolgorio de la multitud. Se trataba del coronel Bertin. Le acompañaba un contrito comandante Serrano, que a todas luces intuía los desafueros de su superior al mando. Barrientos hubiera dado cualquier cosa por evitar semejante encuentro.
Había algo diferente en la fisonomía del coronel; se diría que se había borrado todo rastro de crueldad y petulancia. Pero Barrientos se puso a la defensiva, por cuanto no podía evitar el recuerdo de todo lo malo de su relación con el coronel Bertin. Su cuerpo, aún magullado, experimentó una alerta de prevención.
—Diego, vengo a pedirte perdón… Con todo lo más sincero que hay en mí.
Una isla de silencio emergió en medio de la alharaca circundante. La incomodidad de Barrientos resultaba casi insoportable. Pero en cuanto tuvo delante los ojos de su antagonista, sus facciones se relajaron y cobró arrestos para declarar:
—Si yo he sido perdonado, no tengo razón para no perdonar a mi vez. Por mí queda todo olvidado, mi coronel.
—Déjame darte un abrazo.
Sin poder reprimirse, Barrientos se vio abocado a un abrazo con el que hasta hace poco fuera su encarnizado enemigo. No quería pararse a considerar si el arrepentimiento del coronel Bertin era verdadero o fingido, movido tal vez por el temor de que salieran a la luz los malos tratos que había infligido al hombre que ahora estrechaba entre sus brazos. Barrientos no sucumbió demasiado a esa efusión, pero se dejó hacer. Tras tanta vida de sufrimientos, necesitaba dar un nuevo rumbo a su existencia… Emoción por parte del culpable, ratificada por derramamiento de lágrimas, misericordiosa indolencia por la del inocente. Las lágrimas no borran el pasado, pero contribuyen a aliviar los dolores del mismo. El abrazo duró más tiempo del que Barrientos hubiera deseado.
—Gracias, Diego.
—No hay de qué —pronunció con acento glacial.
—Me tendrás siempre para lo que necesites.
—Gracias.
Entonces, Barrientos se apercibió de que otro rostro se destacaba en medio de la muchedumbre allí apiñada. Una mujer que le contemplaba con maternal cariño. Una mujer cuya cabellera la brisa del cielo alborotaba en plateados mechones.
—¡María de la Encina!
Esta vez el nuevo abrazo se adaptó a los deseos de Barrientos, hasta el punto de que se le acabaron saltando las lágrimas.
—Querido Diego.
—¡Qué bueno tenerte aquí, María de la Encina!
La doctora Canales no quería deshacer el abrazo del amigo fiel, al que hacía tiempo consideraba su hijo querido.
—Tomé el coche y vine desde Madrid sin concederme un respiro. ¡Cuánto me alegra ver que estás bien!
—Fracasamos.
—¡De eso nada! Nuestro triunfo ha sido clamoroso.
La gaita seguía templando los aires de la fiesta, ahora apoyada por los risueños tientos de un acordeón. La alcaldesa, tras mantener un breve parlamento con el delegado del gobierno, buscó la presencia de Sebastián, su vigilante en las horas de la rebelión. Puso su mano en la de él, y un calor muy vivo se traspasó de unas venas a otras. Se miraron. Ella sonrió sinceramente, y él dejó aparcada su habitual expresión de melancolía; tenía todos los motivos para sonreír a su vez.
El padre Leandro y el macarrilla de Borja también estaban en los mejores términos.
—¡Ey, páter, qué dabuten que todo haya terminado así!
—No digas palabrotas ni blasfemes, hijo mío, o me veré obligado a negarte la absolución.
—Me la ibas a dar de todas formas.
—No estés tan seguro.
Se dieron un abrazo entre risas.
Jerónimo Ortega, tras estar tantos meses al frente del movimiento del 15-M en Gijón, se sentía como un reloj sin maquinaria. Las cosas habían terminado aparentemente bien. El tiempo diría si era necesario proseguir la lucha o empeñar otras nuevas. De momento, los del 15-M parecían bien integrados en el jolgorio general. Jerónimo presentía que sería difícil volver a convocar a sus camaradas. La soledad ya formaba un halo invisible en torno a él. El acordeón sonó muy cerca de sus oídos. Agachó la cabeza y entornó los ojos.
Irene había presentado a Guzmán de Arteaga a su familia. Los padres de ella le miraron con cierta suspicacia y prevención, no obstante la importancia y el protagonismo que toda la multitud le había adjudicado. Irene aseguró que él era el hombre de su vida y que jamás buscaría en otros jóvenes de su edad lo que había encontrado en la persona de Guzmán de Arteaga. El padre de ella no pudo por menos de preguntar:
—¿Estáis seguros de lo que estáis haciendo?
—Totalmente, papá —repuso Irene convencida.
Guzmán de Arteaga ladeó la cabeza con marcado gesto de melancolía. Era consciente del tesoro de juventud y bondad que había conquistado y de lo poco merecedor que se consideraba del mismo.
—Señor profesor, cuide de mi niña —le dijo la madre de ella.
Los lagrimales de Guzmán de Arteaga casi acabaron segregando fluido de emoción.
—Si valiera cambiar mi vida por la de Irene, no duden que lo haría con toda felicidad.
—No dudamos que así sería —dijo el padre.
—¡Amor mío!
Irene lo apretó entre sus brazos, lo cual dio mayor énfasis a la celebración que les rodeaba. Aunque por pudor Guzmán de Arteaga se había privado de besar a su amada, ésta tomó la iniciativa. La felicidad que ambos experimentaban, aventaja todo intento de descripción.
CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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domingo, 2 de marzo de 2014

Binomio fantástico y la redención de Pinocho


En la anterior sesión del taller de escritura creativa, Cristina Serrano, la monitora, nos encargó que pensásemos en una palabra; en mi caso fue “Nostalgia”.
Hoy vamos a trabajar la técnica del binomio fantástico, para lo cual la monitora nos asigna a cada uno una palabra (“Ventana”, en mi caso), para que en unión con la palabra que habíamos pensado en la anterior sesión, laboremos una historia por espacio de diez minutos. En mi caso, me cupo trabajar el binomio “Nostalgia-Ventana”. Éste es el texto que produje:

BINOMIO FANTÁSTICO (NOSTALGIA-VENTANA)
Mayor que el peso de mis piernas, que no me conducían adonde quería ir, era el de mis labios sellados. Su ventana respiraba muy cerca de la mía. Tras los tiestos de geranios y aspidistras, ocultaba mis ojos para poder contemplarla a mi sabor. Era tan hermosa, que mi incapacidad no se atrevía a hollar el relicario de sus silencios. Nos hicimos jóvenes a la vez, y no logré, pese a nuestra evidente cercanía, que ella supiera cómo era el rompecabezas irreconciliable de las inflexiones de mi voz.
—Hola —me atreví a susurrarle una tarde de ese abril madrileño, cuando el nimbo de su rostro taladró por fin la dureza de mi pecho.
—Hola —respondió ella, sonriéndome.
Un viento azucarado por la gloria naciente de la adolescencia, agitó las flores de mi ventana.
Atisbé de nuevo, y ella ya se había ido.
Mañana volveré a saludarla, susurré para mis adentros; mañana mis labios no tendrán peso. Mañana aprenderé a sonreír y a olvidarme de las nostalgias.

Acto seguido trabajamos la técnica del plagio creativo, que consiste en hacer una refundición de un cuento conocido. La monitora nos puso como ejemplo el cuento de Cenicienta, y nos encargó que en casa redactásemos un cuento utilizando esta técnica. Yo he escogido el personaje de Pinocho, y éste es el texto que presentaré en la próxima sesión:  

LA REDENCIÓN DE PINOCHO
Gepetto se sentía solo. Ya era viejo y la carcoma comenzaba a afligir sus articulaciones de madera. Tenía miedo de morir en soledad. Y ya era tarde para pedir licencia al emperador para cortar un cerezo y labrarse un hijo de madera. La tristeza de la soledad era más corrosiva que la carcoma.
Un día abrió la puerta de su cabaña y se encontró en el umbral un enorme pedazo de arcilla de amasar. Él no lo sabía pero era un regalo del hada de cabello azul: se trataba de arcilla del jardín de Edén, la misma que usara Dios para dar forma a Adán.
Gepetto se consoló, y con la arcilla modeló la figura de un niño. Desde los cielos, el viento transportó un soplo vital que hizo que la figura se transformase en carne y hueso. Gepetto se sintió emocionado, y dijo: 
—Te trataré como si fueras mi hijo, aunque no seas de madera como todos los seres que nos rodean. Te llamaré Pinocho, y serás la alegría de los últimos años de mi vida.
Gepetto amó a Pinocho, un niño de carne y hueso en un mundo de madera. A copia de grandes esfuerzos, consiguió matricular a su hijo en el grado elemental de la escuela de carpintería. Todos los compañeros de clase de Pinocho eran de madera, y él se dolía de ser tan diferente. Ni siquiera los consejos de su amigo Pepito Grillo le disuadían de sus empeños por hacerse un niño de madera.
—¿Quién me formó así? —le preguntó una tarde al regreso de la escuela de carpintería.
—Fue la hermosa hada de cabello azul —respondió Pepito Grillo—. Es de carne y hueso como tú.
—¿Dónde podré encontrarla?
—El mundo es demasiado extenso.
—Iré en su busca. Ella sabrá cómo convertirme en un niño de madera.
Pinocho marchó errante por el mundo sin decirle nada a su padre. Corrió muchas aventuras: la serpiente de cola humeante, los músicos de Génova, la hostería misteriosa, la ballena vacía… Pero la hermosa hada de cabello azul no aparecía por ninguna parte. Decidió, pues, regresar al lado de su padre.
Habían pasado muchas cosas desde su ida. La ciudad estaba sometida a la tiranía del gigante Comefuego; todo aquel que trataba de resistírsele, acababa sirviendo de pasto a su descomunal hoguera. Cada semana se convocaba a cien habitantes en la plaza del Ayuntamiento, para pasarlos por el fuego y evitar de esta forma que la hoguera se consumiera.
Cuando Pinocho arribó a casa, descubrió que Gepetto no estaba.
—Lo han capturado para alimentar la hoguera de Comefuego —le explicó tristemente Pepito Grillo.
Presa de una desesperación irreprimible, Pinocho se encaminó a la plaza del Ayuntamiento, donde la hoguera levantaba sus llamas a gran altura. Reconoció a Gepetto tras los barrotes de la jaula de los cautivos.
 —Libera a mi padre —le exigió a Comefuego, que acababa de darse un gran festín con las viandas que asaba en la hoguera.
Este último se le quedó mirando con unos ojos como los badajos de la campana de la Catedral. Su larga barba estaba constituida por llamas serpenteantes.
—¿Quién eres tú? No estás hecho de madera.
—¡Mentira! ¡Yo soy un muñeco de madera como todos los habitantes de esta ciudad!
Comefuego prorrumpió en risas demoníacas. Pinocho, enfurecido, se acercó a la cercana fuente y llenó un balde de agua. Acto seguido se encaminó hacia la hoguera.
—Arderás como todos los que lo han intentado —le espetó Comefuego.
Gracias a que Pinocho no estaba hecho de madera, pudo acercarse, no sin grandes esfuerzos y dolores, a la hoguera y arrojar sobre las brasas el contenido del balde. Las llamas emitieron un silbido agónico.
—¡Maldito! —chilló Comefuego, que tan ahíto de comida estaba, que le fue imposible ponerse en pie.
Balde a balde, Pinocho logró sofocar la hoguera. Los prisioneros fueron puestos en libertad. Gepetto y Pinocho se fundieron en un abrazo emocionado.
—Eres mi hijo, y te quiero tal como eres.
—Eres mi padre, y quiero ser como tú me quieras.
Pinocho acabó aceptándose y vivió dichoso entre los muñecos de madera. Permaneció en la ciudad hasta que la carcoma acabó con los días de Gepetto. Entonces partió para recorrer el mundo, esta vez sin un propósito definido. Su amigo Pepito Grillo lo acompañaba, posado sobre el ala de su sombrero.
Un día llegaron junto a un palacio de torres de cristal, cuyas almenas se perdían en las nubes. En los jardines se encontraron con una hermosa joven de cabello azul.
—¿Quién eres tú? —le preguntó ella a Pinocho, luciendo las perlas de su sonrisa.
—Yo soy Pinocho, un muñeco de madera.
—Siempre deseaste ser eso, ¿verdad?
—Siempre lo he sido.
De repente, Pinocho sintió que algo le estaba ocurriendo. Pepito Grillo, sobrecogido de espanto, saltó a la hierba. Se fijó en las manos y la nariz de su amigo y descubrió que eran… ¡de madera!
Pinocho, cuya nariz había crecido desmesuradamente, miró con unción a la joven, y con una sonrisa le dijo:
—De madera o de carne y hueso, yo soy Pinocho.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



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