Final
La
tarde acababa de caer. El mar tanteaba rabiosamente la escollera. La aspereza
del invierno se hacía patente en el aire. Diego Barrientos tenía los ojos
perdidos en la distancia, allá en el mirador del monumento de Chillida, en la
cumbre del cerro de Santa Catalina. La celebración en las calles de Cimavilla
había ido languideciendo.
Sus
pensamientos estaban como amordazados. Le parecía mentira que todo hubiera
concluido de un modo que si no por completo satisfactorio a las pretensiones de
sus ideales iniciales, al menos había sido beneficioso para todas las partes.
—Buenas
noches.
El
saludo que sonó a sus espaldas, le causó un incómodo sobresalto. Pero enseguida
se tranquilizó al ver a su lado a Guzmán de Arteaga.
—Buenas
noches, amigo.
Durante
un buen rato ambos permanecieron en silencio, absortos en las evoluciones del
mar. Las estrellas conferían a las aguas un tono cerúleo. El viento se
desgajaba en sus reyertas con las aristas de las rocas.
—Es
un lugar hermoso —dijo Barrientos al cabo.
—Siempre
lo pensé desde la primera vez que lo contemplé —dijo Guzmán de Arteaga.
El
mar, levemente tocado con las brasas del crepúsculo agonizante, ejecutaba un
susurro de melancolía.
—El
director del colegio —dijo Guzmán de Arteaga— me ha dicho que puedo regresar a
mi puesto después de las vacaciones.
—¿Le
sentó mal que una alumna del colegio y tú os améis? —preguntó Barrientos.
—El
que le siente mal o no me es indiferente. No volveré al colegio tras las
vacaciones.
—¿Eso
a qué se debe, Guzmán? Yo sí que volveré a mi puesto tras las vacaciones. Es lo
único que me queda por hacer en esta vida.
—Tengo
que irme. Y lo haré por ella, la muchacha que amo.
Las
olas de la base del acantilado iniciaron un estertor lúgubre.
—¿Quieres
decir, Guzmán, que vas a dejar de ver a la muchacha?
—La
amo con todo mi ser —dijo él con tono desgarrado, apoyándose de espaldas contra
el monumento—. Si no la amara tanto, no me importaría que siguiera a mi lado.
—No
comprendo.
—Ella
es joven, y tiene todo por hacer y vivir. Yo ya tengo mi vida hecha. Siento que
no me quedan metas por alcanzar. Mi egoísmo podría imponerse y aprovecharme de
los goces de su juventud. Volvería a vivir, gracias a ella, lo que en mis
verdes años perdí. Cuando me enfrento a la soledad de mi alma, me siento lleno
de amargura. Todo ha sido un sueño, cada cosa que imaginábamos. No se
presentará otro horizonte más hermoso. He conocido la dicha del amor, y no hay
invención que la supere. Debo irme para que Irene sea feliz.
—Te
vi dentro de una burbuja, mi amigo —dijo Barrientos contagiado por la emoción
de su compañero—. Supe enseguida que eras alguien muy especial. Ahora que te
escucho, no consigo concebir la razón por la que rechazas la felicidad a que
tienes derecho en esta vida… No te vayas de tu hogar, de la presencia de esa
muchacha sencilla, que te ama más que a su propia vida; pude comprenderlo bien
cuando vi cómo te miraba.
—Yo
soy un lastre en su vida. Si permanece conmigo, sus alas no podrán levantar el
vuelo.
—Tal
vez se las cortes si te vas de su presencia.
—¡Oh
fatalidad!
Todo
lo que pudiera decirse en esa ocasión, causaba notoria aflicción al alma de
Guzmán de Arteaga. Se imponía la despedida. La noche ya ondulaba sobre el mar.
—Guzmán,
tengo que irme. En una hora parto a Madrid.
—No
te olvidaré, amigo mío.
—Yo
tampoco a ti.
—Y
hazme caso. No huyas de la felicidad; llevas toda la vida haciéndolo.
Sellaron
la despedida con un abrazo fraterno. Barrientos se fue por donde había venido,
sabiendo cuál era su camino. Guzmán de Arteaga aún debía encontrar el suyo. Su
mirada traspasaba el horizonte. En todas partes veía el rostro de Irene.
—Te echaré de menos, amor de mi vida. Mi
sangre derramaría si con ello asegurase tu felicidad. Tienes derecho a rodearte
de una vida joven y pasional, no de la vieja y caduca mía.
El
viento de la noche se enredó en la oquedad del monumento de Chillida. En muchas
decenas de metros a la redonda, Guzmán de Arteaga era la única persona presente
en esos pagos.
Su
soledad era manifiesta.
***
Pasaron
seis meses desde los últimos acontecimientos. Ya era verano. Guzmán de Arteaga
se había ido a vivir a la isla de Menorca, en una pequeña masía situada en un
enclave idílico, perfumada por un lujuriante jardín, casi en los aledaños de
Citadella.
La
tristeza presidía su existencia. Por más que lo había intentado, no había
conseguido acallar los requerimientos de su corazón. El recuerdo de Irene era
un tópico imborrable en sus pensamientos.
Ese
mismo día se iniciaban las fiestas de San Juan en Citadella. Por eso Guzmán de
Arteaga había optado por encastillarse en la masía los próximos días. El
jolgorio, las apretadas multitudes, los recuerdos de otro tiempo, le traían
antojos de aislamiento, de desaparecer por un tiempo del escenario del mundo.
No
sabiendo en qué emplear la ociosidad de sus horas, dio en hacer un escrutinio
de los libros y revistas que había en la masía cuando la tomó en alquiler hacía
ya algunos meses. Le agradó sobremanera descubrir una colección de viejos
números del National Geographic.
Sus
ojos se pasearon por un reportaje fotográfico que desvelaba las maravillas de
la Rusia soviética. Se demoró especialmente en una imagen del ballet del teatro
Bolshoi… Irene, tú también bailabas como los cisnes del lago… Sintió la ya
familiar punzada de nostalgia en medio de su pecho. En todo este tiempo no
había hecho por saber del amor de su vida, con la vana pretensión de poder
olvidar. Se cruzó algunos correos electrónicos con Barrientos, tal era el leve
cordón umbilical que le sujetaba a las jornadas gloriosas de Gijón. Procuraba
deshacerse de todos los vínculos del pasado. Ya sabía que Barrientos estaba
bien en su nueva vida tras los sucesos de la Universidad Laboral de Gijón. Para
su fuero íntimo lo bendijo, y decidió orientar su mente por otros derroteros.
Pero esa imagen del teatro Bolshoi le significó lo vano de sus intentos.
Durante
muchos años había ahorrado dinero, y podía permitirse el lujo de refugiarse en
la soledad por un tiempo casi indefinido. Sólo la soledad podría reportarle el
olvido. Olvidar como había olvidado a su otrora reverenciada Ederita.
Siguió
pasando las páginas de la revista, y se topó con una imagen de fulgurante
belleza. ¡El lago Esmeralda, en la Columbia Británica! Sus ojos descansaron
viendo esa extensión de agua verde y montañas boscosas. Se dijo que ése tal vez
fuera el único lugar del globo donde no le importaría morir. Después de todo,
¿qué nuevas metas le quedaban a su vida? Morir en el agua como héroe de novela,
arropado por el reflejo azul del cielo y las montañas. No veía otra
alternativa.
—Hola.
Levantó
la mirada presa de un impactante sobresalto. Nunca había tenido costumbre,
desde que habitaba en este lugar, de cerrar las puertas de la masía. La visión
estaba a contraluz, le costaba precisar los detalles; pero el oído dio una
información capital a su corazón, lo suficiente para que éste redundase en
latidos. Irene estaba delante de él.
—¿Qué
haces aquí? —preguntó abruptamente.
—No
puedo vivir sin ti —dijo ella, abandonada a sus sentimientos.
—¿Cómo
sabías mi paradero?
—Me
lo dijo el señor Karpovitch. ¿Recuerdas? Aquel hombre que pronunció un discurso
en Cimavilla y te pidió que usaras tu máquina por última vez.
Guzmán
de Arteaga se llevó las manos a las sienes. ¿Karpovitch sabía dónde paraba él?
—Lo
he intentado; debes creerme, Irene. Quise olvidarte por tu felicidad y la paz
de mi espíritu… Pero no he podido.
—Me
amas.
—¡Más
que a mi propia vida! —exclamó con pasión arrebatada.
—Yo
no podré amar a nadie más que a ti, querido profesor. No te vayas de mi vida.
El
sol inundó la estancia con las doradas exaltaciones del verano. Guzmán de
Arteaga se puso en pie. Su corazón desistía de presentar más resistencias. Ni
ella ni él alcanzarían la felicidad si no pasaban el tiempo juntos. Puso los
brazos en cruz para recibir al amor de su vida.
—Decidas
lo que decidas —dijo ella, refugiándose en el pecho de su amado—, yo quiero
estar a tu lado. Nos quedaremos aquí o nos trasladaremos a otro lugar…, pero
siempre contigo.
Estuvieron
mucho rato abrazados, recreándose en el candor musical de sus silencios. A sus
oídos llegaba el murmullo entusiástico de las multitudes en la cercana
Citadella.
La
revista que leyera poco antes Guzmán de Arteaga, yacía en el suelo. Estaba
abierta en la página del ballet del teatro Bolshoi.
***
Karpovitch
guardó en una caja de aluminio la túnica verde que Guzmán de Arteaga hubiera
vestido, de no haber sido más importantes para él los deseos de su corazón. Las
cosas debían hacerse bien, y las piezas incompatibles no deben forzarse a que
encajen unas en otras. Karpovitch no podía decir que no lo lamentase, pero
tampoco le suponía motivo de aflicción. Guzmán de Arteaga estaba en el lugar
que le correspondía.
El
mundo había perdido un gran inventor, pero el mundo también necesita grandes
amantes.
En
cualquier otro momento, cuando menos se esperara, aparecería otro que podría
vestir la túnica verde.
FIN
Ciudad Real, 2 de octubre
de 2011- 25 de junio de 2013
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)
He aquí el cuento que acabó convertido en pequeño
libro, escrito íntegramente en la calle, conforme al espíritu que subyace a los Cuentos Urbanos.
Casi tres años han pasado desde que vi aquella casa en ruinas en Gijón, que me
inspiró la historia que acaba de concluir. Yo sabía que no iba a contar con
seguimiento, pero mi necesidad de escribir y expresar las borrascas de mi
interior se impuso a cualquier otro interés social. Quiero expresar mi gratitud
a quienes, a pesar de lo evidente, me animaron a seguir adelante con esta
historia. Los caminos inciertos son los que la esperanza impulsa a emprender, y
este camino ya lo he recorrido.