martes, 25 de noviembre de 2014

Proverbios: lo más valioso y el origen de la esperanza


Inauguro una nueva sección: “Proverbios”. Son frases que se me ocurren al acaso y que tengo la prevención de anotar antes de que se me olviden. He aquí las dos primeras:

Las cosas más valiosas son aquéllas que puedes llevar sin necesidad de transportarlas.

El universo al formarse tenía el tamaño de una lágrima.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 16 de noviembre de 2014

Continuación de "El guardagujas"


El ejercicio que Cristina Serrano nos propuso en la primera sesión del Taller de Escritura Creativa, consistía en dar un final a este fragmento de relato, extraído del cuento "El guardagujas" de Juan José Arreola:

-Y usted, ¿ha viajado mucho en los trenes?
-Yo, señor, sólo soy guardagujas. A decir verdad, soy un guardagujas jubilado, y sólo aparezco aquí de vez en cuando para recordar los buenos tiempos. No he viajado nunca, ni tengo ganas de hacerlo. Pero los viajeros me cuentan historias. Sé que los trenes han creado muchas poblaciones además de la aldea de F., cuyo origen le he referido. Ocurre a veces que los tripulantes de un tren reciben órdenes misteriosas. Invitan a los pasajeros a que desciendan de los vagones, generalmente con el pretexto de que admiren las bellezas de un determinado lugar. Se les habla de grutas, de cataratas o de ruinas célebres: "Quince minutos para que admiren ustedes la gruta tal o cual", dice amablemente el conductor. Una vez que los viajeros se hallan a cierta distancia, el tren escapa a todo vapor.
-¿Y los viajeros?
Vagan desconcertados de un sitio a otro durante algún tiempo, pero acaban por congregarse y se establecen en colonia. Estas paradas intempestivas se hacen en lugares adecuados, muy lejos de toda civilización y con riquezas naturales suficientes. Allí se abandonan lores selectos, de gente joven, y sobre todo con mujeres abundantes. ¿No le gustaría a usted pasar sus últimos días en un pintoresco lugar desconocido, en compañía de una muchachita?
El viejecillo sonriente hizo un guiño y se quedó mirando al viajero, lleno de bondad y de picardía. En ese momento se oyó un silbido lejano. El guardagujas dio un brinco, y se puso a hacer señales ridículas y desordenadas con su linterna.
-¿Es el tren? -preguntó el forastero.
El anciano echó a correr por la vía, desaforadamente. Cuando estuvo a cierta distancia, se volvió para gritar:
-¡Tiene usted suerte! Mañana llegará a su famosa estación. ¿Cómo dice que se llama?
-¡X! -contestó el viajero.
En ese momento el viejecillo se disolvió en la clara mañana. Pero el punto rojo de la linterna siguió corriendo y saltando entre los rieles, imprudente, al encuentro del tren.
Al fondo del paisaje, la locomotora se acercaba como un ruidoso advenimiento. 

No es un cuento que me guste demasiado, después de haberlo leído en su totalidad. No obstante, éste es el final que yo propongo para la próxima sesión del taller, el día 19 del actual:

CONTINUACIÓN DE “EL GUARDAGUJAS”

La promesa de viajar aún latía en su interior. X era el nombre que le había dado al impertinente guardagujas, y, antes de que el tren parase en la estación, debía dejar algún testimonio de quién era en realidad. Apresuradamente, arrancó una hoja a su libreta, y a vuelapluma, cuidando que las palabras crecieran en tamaño, dejó escrito: “Yo soy Joseph Conrad”. Luego abandonó la hoja en el hueco de una ventana, adosada al cristal turbio de polvo añejo.

La locomotora frenó en seco, y mientras lo hacía soltaba serpientes de vapor. Joseph se aupó al estribo del vagón, y entró al compartimento. No se veía un alma allí, estaba enteramente solo. Se dejó caer en un frío asiento de cuero ultrajado por tantos años y viajeros. La locomotora silbó de forma perentoria, el andén de la estación desfiló hacia atrás, el bosque sumó profundidad en tanto que la última niebla del alba se fugaba en el vértice de la montaña.

Joseph sacó de nuevo su libreta, y dejó escrito: “Estoy dispuesto a sucumbir a lo que me depare el destino. Amo la humanidad, pero no espero nada bueno de ella. ‘Una muchachita’, dijo ese condenado guardagujas. ¿Qué sabrás lo que ando buscando, desgraciado pelanas?”.

El tren se zambulló en las sombras verdes de una cúpula de árboles. Redujo su velocidad porque la vía se acababa. En cuanto se parase del todo, Joseph tendría que improvisar un nuevo comienzo, y tenía claro cuál iba a ser: bajaría del vagón, buscaría un calvero en la frondosidad del bosque, echaría un tiento a la petaca de ginebra que llevaba en su maleta, y se pondría a escribir; entonces necesitaría otro trago, y seguiría escribiendo. No quería fundar ciudades: sabía que el tiempo termina sepultando la memoria de las ciudades, pero las palabras escritas con pasión sobreviven al olvido, cada día se renuevan, no desaparecen como las voluntades caídas.

Joseph encontró el calvero adecuado. Sentó sus posaderas sobre un tocón macerado de musgo, enarboló su pluma como pintor de palabras, echó un trago de ginebra, abrió por enésima vez la libreta. El tiempo callaba. Tras expulsar el aire de sus pulmones, se puso a escribir… y ya no paró de hacerlo.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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domingo, 9 de noviembre de 2014

Comienzos y descripción

Hemos iniciado un nuevo curso en el Taller de Escritura Creativa, en la Biblioteca Pública del Estado de Ciudad Real, a cargo nuevamente de Cristina Serrano. Se ha incorporado mucha gente nueva. En la primera sesión, correspondiente al 5 de noviembre, trabajamos los comienzos de los relatos, que se pueden abordar desde varias perspectivas: Sentidos, Reflexión y Deseos Ocultos. Cristina nos dio unos diez minutos para hacer nuestros propios comienzos. En mi caso, éstos son los textos que produje:

SENTIDOS
¡No puedo! Se me forma arena en la boca, el bolo no quiere bajar por la garganta, hay martirio en las papilas gustativas y la sangre huye de la lengua. ¡No puedo, no me obligues! Crueldad de ajos y cebollas que se han soltado de la rienda, líquido infame que sabe como la cicuta cocida, gránulos atravesados como hormigas asesinas. ¡Por favor, no me hagas comerme tus lentejas!





REFLEXIÓN
Era el mismo lugar, la misma puerta, la entrada comunicando con la salida. La temía al principio, ahora la venero, buscando su espejismo de reposo y consuelo. No recuerdo el temor del principio, pero el tan temido final me ha encontrado, y nada ha cambiado. Está aquí, ya ha venido, la palabra “fin” ha sido escrita.






DESEO OCULTO
Llegué a la mitad del ferial. La noche se vistió de lentejuelas y fuegos que nacían en el cielo sin arder. El gentío estaba en todo su apogeo. El abrigo me sobraba. Un policía se quedó absorto mirándome, como si supiera lo que yo iba a hacer. Era el mes de agosto y ya estaban avanzadas las cabañuelas. ¡Lo hice! Me arrebaté el abrigo, y los ojos del gentío se sumaron a las miradas del policía. Mi única prenda era el abrigo… y la había perdido.



Acto seguido, abordamos la cuestión de las descripciones. Cristina nos leyó este microrrelato titulado “La coleccionista”, de Isabel González:

La niña coleccionaba arena. Aislaba cada granito aislado, lo cogía con una pinza y los guardaba en un vaso de vidrio. Había miles de átomos de coral, cientos de pizcas de nácar y quién sabe cuántas partículas de cuarzo geminado albergaban sus recipientes. La gente venía de lejos a contemplar su exposición. Ella les asignaba un número y ellos transitaban los pasillos hasta que de repente, pegaban la nariz a tal o cual vaso y acariciaban extasiados la superficie del cristal. “¿Qué les ha parecido?” – les preguntaba al salir - “Son unas vasijas preciosas”, contestaban los visitantes.
La niña apuntaba en su cuaderno “trescientos cuarenta y un mil… “ Era magnífica su colección de idiotas.

Nos pidió que reformulásemos este relato descriptivo en forma de diálogo, en un espacio no superior a cinco minutos. En mi caso, mi contribución fue la siguiente:


LA COLECCIONISTA
–Sí, yo lo veo aquí. Arenisca de luz, cuarzo de cuchillo, pizarra de nube preñada de tormenta, esquistos de ladera incendiada. Tu colección es interesante.
–Sí señor –respondió la niña tragándose la sonrisa.
–Ahora, prueba a vaciar las vasijas.
–¿Por qué, señor? –la niña se quedó pálida de asombro.
–Hazlo, por favor.
Al final accedió a ello. Los distintos fragmentos de arena se dispersaron por el suelo.
–Bien –dijo el hombre suspirando de alivio–. Me encantan las vasijas. ¿Son de cristal de Murano?
La niña escribió en su cuaderno: “el primero que me hace parecer una idiota”.




Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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