jueves, 26 de marzo de 2015

Cuentos urbanos: El lado pornográfico de la vida (III) - La noche de verano


Apto para todos los públicos, a pesar del título. Estaremos de vuelta después de Semana Santa.

Aunque cerca del muelle disponía de un galpón que malamente podía calificarse de domicilio, decidió pasar esa noche al sereno, bajo el nítido resplandor de las estrellas. Se encaminó, pues, al sitio donde estaba amarrada su barca, y sin más preámbulo se tumbó sobre los tablones del fondo.
Poco a poco, se le iba yendo la embriaguez. Las brumas de la insensatez y la desfiguración se fueron disipando paulatinamente, y adquirió una clara certeza de su entorno. El cielo semejaba un lago de cirios perfumados, el viento mecía los cordajes del aparejo, las aguas se aquietaban con la calma chicha. Jem sintió, en el duermevela de su reposo, que se apartaba de alguna especie de pesadilla. Había sido un necio; ojalá se hubiese amordazado la boca en el momento en que le soltó tan temerario discurso a la bonita Rebeca. Debía hacerse a la idea de que albergar sueños inalcanzables no constituye ninguna clase de derecho. Rebeca tendría mejores horizontes hacia los que caminar; ¿qué iba a hacer con un viejo como él? Ahora sería un buen momento para quedarse completamente dormido y así poder descansar.
–Hola, ¿estás despierto?
¡Que le asparan si no era la voz de Rebeca! Se incorporó con la presteza de un muelle liberado de tensión. Y ella estaba allí, plantada sobre los tablones del muelle, robando el brillo a las estrellas y a la luna escasa que palpitaban en el firmamento.
–¡Por todos los atunes del océano! –exclamó Jem, creyendo que soñaba todavía.
Un rayo de suave penumbra iluminó los dientes de Rebeca. Ella estaba allí, acaso por un motivo peregrino pero determinante. Jem no podía analizar lo que estaba pasando; se conformaba con sentirlo muy profundamente.
–¿Es ésta tu barca?
–Sí, con ella voy a pescar atunes.
–¿Tienes alguna luz?
De un modo torpe y trémulo, Jem prendió el farol que colgaba del mástil; a su resplandor acudió enseguida una pareja de polillas. El mar apenas susurraba.
–¿Me dejas subir?
¡Qué hermosa es!, pensaba Jem mientras le tendía una mano para ayudarla a embarcar. Era liviana como la danza que las polillas ejecutaban en torno al farol, las cuales habían acabado transformándose en joviales luciérnagas de verano.
–Perdóname –dijo Jem contrito–, no hay mucho orden aquí… ni yo huelo bien.
Ella le pasó una mano por su mejilla, rasposa por la barba de varios días.
–Créeme, eso no importa.
–¿Qué quieres entonces de mí?
En los ojos de Rebeca oscilaba el fulgor de las estrellas. Jem quiso creer que había un lenguaje más allá del de las palabras; ella estaba aquí por alguna razón, en ese punto de la noche en que las almas se apaciguan, los ánimos se ofrecen a los sueños y los sentimientos se revisten de especial intensidad.
–Quiero traerte las más hermosas palabras que el mundo ha conocido –dijo Rebeca con la voz investida de dulzura.
–Hoy me fijé en ti por primera vez –dijo Jem.
–¿Sí? Pero hace tiempo que nos conocemos. Alguna vez te he servido el desayuno.
–No me di cuenta. Yo no miro mucho a la gente a los ojos.
–Ni yo me fijé especialmente en ti hasta que te has puesto a hablar conmigo, hasta que has dicho…
–¡No lo repitas! Estaba como poseído. Sé que he dicho muchas palabras de las que debo arrepentirme.
–Ninguna, por lo que a mí respecta. Bien, quiero traer consuelo a tu vida.
Jem tragó saliva y sintió asco al apercibirse de que le sabía a bilis. ¿Rebeca pretendía traerle consuelo a su vida? El corazón se le puso en suspenso, para acto seguido redundar en latidos incontrolados. Dejó que los instintos le guiasen, y, con la rapidez de un vuelo de pájaro, plantó un beso en los bellísimos labios de Rebeca.
–¿Qué has hecho? –inquirió ella endureciendo su tono de voz.
–Me has dicho que venías a traer consuelo a mi vida –se excusó Jem, sintiéndose un estúpido.
–Te quería traer el consuelo de la palabra de Dios, porque veía en ti un alma que sufría. Pero ahora se me han quitado las ganas.
–¡Oh fatalidad!
–¿Me vas ayudar a desembarcar?
–Claro que sí, pero antes quiero que me perdones.
–Tu atrevimiento ha ido demasiado lejos.
–Tienes razón. Pero soy tonto, no entiendo la mitad de lo que me dicen… Y además una cosa más…
–¿Qué?
–Aunque estuviera borracho en el diner, lo que dije, lo que te dije, es del todo cierto… Me he enamorado de ti.
Rebeca, a quien de ordinario no le fallaba el recurso de la palabra, no fue capaz de responder nada; como una autómata, permitió que Jem la ayudase a abandonar la barca. Ella no sabía que otros ojos la estaban observando al claro de luna. Antes de que enfilara el muelle, Jem reunió el valor suficiente para decirle:
  –Mañana me lavaré y me afeitaré. Nunca volverás a verme con aspecto indecente. Oleré bien, me cepillaré los dientes e incluso me untaré de crema toda la cara. No me olvidaré de ponerme ropa limpia. Quiero ser digno de ti.
–Nadie puede enamorarse de mí –dijo ella como un susurro de la brisa, invocando con su acento toda la tristeza de las inalcanzables estrellas.
–Te equivocas, Rebeca, es de mí de quien nadie se puede enamorar –dijo Jem, y rogaba por que ella no le hubiese escuchado estas últimas palabras.

***

Rebeca no sabía que alguien la había estado observando desde un rincón resguardado del muelle. Se trataba de Shana Merton, la que a bombo y platillo se confesaba su amiga del alma en la parroquia. No lograba explicarse el motivo de la visita de aquélla a la barca de ese mugriento pescador, pero enseguida se activaron en su cerebro los engranajes del mal pensar, y encontró suficientes motivos para bajar del pedestal a la que hasta ese momento considerara dotada de atributos celestes. No hacía falta haber cursado un doctorado en Harvard para averiguar lo que Rebeca había ido a hacer a la barca del pescador. ¡Qué atrevimiento, qué decepción! Todo ello revestía mayor carácter de escándalo por cuanto Shana Merton era una vieja solterona a quien le habían tirado los tejos muy escasas veces en su vida. Este escándalo no podía permanecer impune; el párroco debía ser informado tan pronto apuntase el día, y también todas sus amigas, tan solteronas y amargadas como ella. Se hacía necesario investigar la verdadera procedencia de Rebeca Evigan; de eso se encargaría el párroco, que era el que disponía a este respecto de los recursos necesarios. De momento, lo auténticamente relevante era que Rebeca había estado a solas con ese descastado de Jeremías Sandoval.
***
Arthur Seyfried tenía una estrecha amistad con el sheriff del condado, y decidió apelar a la misma para averiguar lo que se pudiera acerca del pasado de Rebeca Evigan. No podía ocultar nada bueno quien se rodeaba de amistades como la de Jem Sandoval, ese pescador de vida tenebrosa.
Todos los pasos necesarios serían andados. 

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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sábado, 21 de marzo de 2015

En busca del arrebol de las nubes



No pude asistir a la sesión del taller de escritura creativa, correspondiente al 11 de marzo del actual. Estuvieron trabajando la creación de personajes, y enviaron de trabajo un relato donde apareciera "el hombre de rosa", y a este fin se ofrecían las imágenes que aparecen más abajo para llamar a la inspiración.

Últimamente, el ánimo no me acompaña, de ahí que haya tardado más de lo que acostumbro en escribir el relato. Quizá me haya salido una cursilería, quizá yo sea así en el fondo... Pero la escritura es mi pasión.

-EN BUSCA DEL ARREBOL DE LAS NUBES-
Hizo de su palacio un invernadero de cristal. Se obsesionó con el arrebol de las nubes y la tierna fragancia de los rosales. Se hizo llamar el príncipe Pinker, y dijo adiós a los lujos de la vida palaciega. Se fue al Valle Escondido, donde mandó levantar su invernadero, y pasó los días de su juventud tratando de lograr una rosa que tuviera en su corola el tierno arrebol de las nubes. Ensayó todas las mezclas de tierra, practicó en los rosales los más aventurados injertos, rezaba cada día mirando al sol del atardecer. Pero el príncipe Pinker no lograba lo que quería. En el reino ya le daban por desaparecido, y si alguna vez lo mencionaban era con el apodo de el hombre de rosa. El príncipe miraba el rocío de las flores, y se decía que era el mismo que de vez en cuando caía de sus ojos. Como no lograba lo que quería, en sus últimas oraciones venía diciéndole a Dios: "¡Qué fácil dudar de tu existencia, pero qué difícil dejar de amarte!".
Acabó enloqueciendo. Daba en pasearse con un simple taparrabos entre los rosales de su invernadero. Abandonó los experimentos. Lo único que le apaciguaba eran los colores vivos de las nubes con los rayos del sol poniente. Perdió la esperanza de lograr una rosa que tuviera una tonalidad parecida.
Un día oyó un golpe en la puerta del invernadero. Acudió a abrir, y se topó con una joven cuyos cabellos eran semejantes a las rosas amarillas y sus ojos a los jacintos que bordean las orillas de un lago.
–¿Qué quieres? –preguntó el príncipe.
–Hombre de rosa, soy Sigfrid, tu hermana pequeña – dijo ella con una voz tan dulce y argentina como el tañido de una campana en una ermita del mar.
–¿Qué quieres? –insistió el príncipe, poniéndose nervioso.
–Nuestro padre ya no está. Quieren coronarte rey.
–No quiero ser rey.
–¿Ni siquiera si yo te lo pido? –inquirió Sigfrid con un brillo suplicante en la mirada.
–Pídeme otra cosa.
–Dame una de tus rosas, pues. La que más te guste.
–Ninguna de ellas es mi preferida. Coge la que tú quieras.
Sigfrid tomó la primera que le vino a mano: una rosa de pétalos de nieve. Echó una última mirada a su hermano, y le descorazonó leer el mensaje que alentaba en el fondo de sus ojos.
–Adiós, hermano. Adiós, hombre de rosa.
–Adiós, Sigfrid. El reino te necesita.
Ella montó en su corcel, y se perdió más allá de las cumbres del Valle Escondido. El principe Pinker trató de reanudar sus tareas. Ni un asomo de emoción palpitaba en su interior.
Pasaron así muchos años. Todos se olvidaron en el reino de el hombre de rosa. Ya no trabajaba con la ilusión de antes. Su barba se había confundido con sus cabellos, y la tenía teñida de color siena debido al contacto con los jugos de las rosas. Los temporales habían abierto infinidad de agujeros en los cristales del invernadero, pero el desánimo del príncipe no permitió repararlos. Cada noche miraba a la lejanía del valle; por allí se esfumaba el hermoso arrebol de las nubes, su ilusión frustrada.
–Debo volver con mi familia –se dijo uno de esos atardeceres sagrados.
Y lo hizo. Caminó hasta la ciudad donde la reina Sigfrid tenía su corte. Allí todo era prosperidad y esplendor, la gente llevaba alegría en el rostro. Las cosas habían cambiado mucho desde los tiempos del anterior rey.
Una onda de amor y nostalgia hizo trepidar el cuerpo del príncipe Pinker. Se apoyó en un guardacantón cercano, y dirigió su mirada a las nubes. Pensó en su hermana, tan cercana para todos, tan lejana para él. Presa de una vergüenza absurda, se sentía incapaz de darse a conocer a ella. Él iba vestido de harapos, y allí, el más humilde usaba trajes de terciopelo.
–Te quiero, hermanita –murmuró en medio de su tristeza–. Pero ya no soy digno de ti. Es mejor que me vaya.
–Tú no te vas a ninguna parte –se oyó una voz a un lado del guardacantón.
Al girar la mirada, el príncipe se llevó la sorpresa más grande de su vida. Junto a él se encontraba su hermana, la reina Sigfrid, con el rostro resplandeciente, los ojos más vivos que nunca y ataviada con un vestido guarnecido de deslumbrantes pedrerías.
–Yo no debería estar aquí –dijo el príncipe con la vergüenza ardiéndole en las orejas–. No soy digno.
De repente, como cosa de magia, apareció una rosa entre los dedos de la reina Sigfrid. Tenía la corola tintada del arrebol de las nubes. Los ojos del príncipe, salidos de sus órbitas, se quedaron helados de estupefacción.
–¿Cómo lo has logrado? ¡Llevo toda la vida intentándolo!
La reina le dirigió una mirada cargada de dulzura.
–Vuelve a casa conmigo, hermano. Regresa al sitio que te corresponde. Descubrirás cosas que no creerías saber.
Teniendo la rosa de arrebol de las nubes en las manos, el príncipe se emocionó y no supo negarse a la petición de su hermana. Tomó la mano que ella le ofrecía, y se dejó guiar.
Al cabo de un tiempo, volvió a ser el que una vez fuera. Seguían llamándole el hombre de rosa, pero sus hábitos habían cambiado por completo. Vivía sólo para ayudar a los demás y honrar el buen nombre de su hermana, la reina Sigfrid. Había descubierto que el amor no florece en los lugares solitarios y que la familia es el verdadero regalo que nos otorga la vida.
Una tarde de estío, el príncipe Pinker se encontraba solo en sus aposentos. El sol caía al horizonte, repartiendo sus colores en las panzas de las nubes cercanas. El príncipe tenía una rosa blanca sujeta con sus manos. Aspiró su aroma, cerró los ojos, pensó en el amor de que su vida estaba bendecida, sus labios rozaron los pétalos... El amor consigue milagros, ahora lo sabía.
Al abrir de nuevo los ojos, observó que la blancura de la rosa se había cambiado por el hermoso arrebol de las nubes.

Ciudad Real, 15-21 de marzo de 2014

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)



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sábado, 14 de marzo de 2015

La carta de un amigo



Mi muy querido amigo y paisano, Antonio Morena Ruedas, me envió un correo electrónico para transmitirme la emoción que le había despertado mi última entrada de blog sobre los 29 años del fallecimiento de mi hermana. Tal vez sin pretenderlo, y a cuenta de su gran talento literario, escribió un hermoso cuento en el que rescató una parte de mi pasado desconocida para mí. La vida, al final, se resume en las emociones hermosas que nos sea dado experimentar. Yo me quedé aturdido, de una pieza, oscilando entre la nostalgia y la felicidad por haber tenido en mi vida esa gran oportunidad de cariño. Le pedí encarecidamente a Antonio que me permitiera publicar su carta, y, tras un amago inicial de timidez, accedió gustoso a ello.

Gracias, querido Antonio, por el cariño que siempre has demostrado a mi familia; gracias por animarme en gran número de ocasiones, cuando la melancolía se apoderaba de mí; gracias por la talla de madera que me hiciste, en la que simbolizabas mi existencia literaria; gracias por esos jabones traídos de Francia; gracias por creer en mí, que no soy nadie, por las conversaciones con las que endulzaste la última parte de la vida de mi madre, por ese recuerdo tan precioso de mi padre y de mi hermana. Aunque yo sea indigno de tus atenciones, te aseguro que te tengo en alto concepto y cariño. Perdóname por lo que mi timidez no me permitió encarecer. Que el Señor te bendiga con largueza, a ti y a tu familia, a ese nieto tan hermoso que ha llenado de alegría tu existencia.

No sólo ofrezco al deleite de los lectores tu bellísima carta, también la adorno con la imagen de la talla que me dedicaste, a mí, el más indigno de los hombres. Un abrazo.



Querido Julián : acabo de leer la entrada de tu blog y a medida que iba leyendo,  los recuerdos de mi juventud, de Rosa y de Aldea con la pandilla se han agolpado en mi mente y ...yo también he llorado por dentro por ella, por ti, por mí y por lo pudo ser y no fue.

Verano del 75, septiembre. Acabábamos de tomar unas cervezas en un bar de la plaza. Llegaba la hora de la comida y la gente se despedía. Yo salí en dirección a mi casa y Mª Rosa me acompañó camino a la suya. La conversación brotaba con  naturalidad por su boca y me puso en conocimiento de sus proyectos. Haría farmacia. Yo humilde le dije que esperaba que me mandaran no lejos de Madrid pues me gustaría acabar filología hispánica en la Canto Blanco. Al llegar a tu puerta seguimos charlando de cualquier cosa. Le pedí con timidez su nº de teléfono para vernos por Madrid en caso de que me quedara allí. Al poco, un niño de 5 o 6 años salió de tu puerta y cogiéndola de la mano la empujaba en dirección de la misma.

- ¿ Hola, cómo te llamas?, le dije  con simpatía.
- .................................... ( silencio infantil)
- Supongo que vas al cole, ¿en qué curso estás?
- Si es muy pequeño, aún no va al cole, tiene, tiene 5 años, dice Rosa. Diles que ya voy.
El niño salió disparado. Seguimos charlando.
- No sabía que tenías un hermanito.
- Si, es que es muy pequeño y habla muy poco.
Al poco, Julianito regresó y empezó a tirar del brazo de Rosa insistentemente.
-Bueno nos vemos esta tarde y si no espero que sea en Madrid. Hasta luego, Antonio.
-Hasta luego, Rosa.

Una tarde de sábado otoñal, me armé de valor y marqué el nº de Rosa habiéndome aprendido de memoria antes, qué decir en función de quien cogiera el teléfono. Esperé tres tonos y nadie cogió el teléfono. Los acontecimientos se precipitaron y  unos meses más tarde estaba preparando mi salida para Francia. No volví a ver más a Mª Rosa. Era el mes de mayo de 1976.

Diez años más tarde, regresando definitivamente a España, mi hermana Carmen me puso al corriente del accidente mortal que sufrió Rosa en un pueblo de Burgos.

Cuando pasaba con mi pequeña familia delante de su puerta, su padre atendía mi saludo y le ponía al corriente de mi vida en Francia y ahora ya, en Griñón. Y treinta años más tarde conozco a ese niño, ya adulto, a través de su blog de literatura, y que habla de ella, que ha perdido a su padre y que cuida de su madre...Con la ayuda de Carmen supimos que ese jardinerodelasnubes era el hermano de mi amiga Rosa.

Tu madre me puso al corriente de su muerte. Le confesé mis sentimientos sobre Rosa cuando éramos jóvenes. Mejor le hubiera salido... ¡Ay!

Querido Julián, la vida te ha tratado mal pero con el bagaje moral que te habita sabes llevar con dignidad esos golpes. Sigue siendo así como eres.

Recibe un fuerte abrazo.


Antonio.


sábado, 7 de marzo de 2015

29 años



Acabo de escribir mi carta anual a mi hermana, en mi diario personal. Mi madre, que se fue el año pasado, siempre temía que se borrara la memoria de su hija fallecida en la flor de la edad. Particularmente, desconfiaba de mí, sobre todo los primeros años, temiendo que yo pudiera ponerla en el olvido.

No he llevado una vida ejemplar y no he cumplido muchas de las esperanzas depositadas en mí, pero al leer la carta de este año se han activado las fuentecillas de mis ojos. Una carta que más bien parece una despedida, pero no porque el amor y el recuerdo hayan fallado, sino porque es necesario dejar atrás los dolores y las ausencias del pasado, ya que, como ha quedado escrito en dicha carta, "las lágrimas son aguas que no se renuevan". Y la última palabra de esa carta, tal vez la última palabra que escribiré en mi vida cuando llegue el momento, ha sido un "te quiero" triste y sin esperanzas. A mi querida hermana se lo he dicho: es necesario huir de la melancolía que tu ausencia de 29 años (29 años tenías entonces) me ha producido a lo largo de toda mi nublada juventud; debo aprender a  aceptar que te fuiste hace muchos años, pero nunca, aunque ya no te rememore con tanta frecuencia, podré dejar de quererte.


Acaso una entrada de blog no sea el sitio adecuado para dejar constancia de un sentimiento tan íntimo, pero al escribir en este blog me propuse no perder mi esencia y dar salida a las emociones que me agitaran por dentro.


Hoy es 7 marzo, 29 años desde aquel viernes lluvioso en que se borraron las últimas luces de mi infancia. Y yo te agradezco, María Rosa, que tu recuerdo me quitara para siempre las ganas de ser alguien peor de lo que soy. No me puedo considerar bueno, en el sentido estricto de la palabra, pero con una incurable melancolía pagué las culpas de lo que cometí o pude haber cometido.


Que el amor sea lo último que desaparezca de un recuerdo tan antiguo y entrañable.


Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).