Melody se sentía feliz navegando en la barca de su padre. Ya contaba más de dos años, y una frondosa melena de color miel enmarcaba sus preciosas facciones, una melena que sufría las torpezas de su padre a la hora de componer peinados que delataran una mínima destreza femenina. Pero Melody adoraba a su padre, y le entusiasmaban los paseos por mar. El sol daba una interesante tonalidad a su piel infantil, y el aire salado colmaba de vigor sus jóvenes pulmones. Su padre le enseñó que había que estar muy atentos a los lugares donde se reunían grupos de aves, puesto que era señal inconfundible de que abundaban los cardúmenes de peces. Aprendió también a manejar el timón un tanto rudimentariamente, a ayudar a izar las bonetas de gavia y a remendar las redes de pesca. Los atunes, con sus escamas plateadas, semejaban calidoscopios con los que jugaban los rayos del sol. Ésa era la vida que a Melody le gustaba.
Había
veces, ya en tierra, en que veía apiñamientos de niños que jugaban, y sentía
deseos de agregarse a ellos; pero su padre no se lo permitía. Vivían en un
pueblo lleno de gente, y eran muy pocas las personas que hablaban con su padre.
Y eso no le gustaba. Su deseo era verse rodeada de gente, aún no conocía el
concepto de soledad, pero intuía que era bueno tener a mucha gente alrededor.
Por otra parte, su padre era un encanto de persona, pues la hacía pasear por el
mar y siempre estaba atento a todas sus necesidades. Preparaba unos guisos muy
ricos con atún, cebolla y patatas, y cuidaba de que no faltase leche en casa.
Melody
vivía en una atmósfera de alegría y protección, aunque le hubiera agradado
mucho jugar con otros niños y no entendía por qué su padre no se lo permitía.
Si él no quería que se juntaran con nadie, ¿para qué la gente vivía junta, para
qué se reunían en familias numerosas, para qué se edificaban las ciudades?
Aunque todavía era muy niña, contaba con el suficiente discernimiento para comprender
que las personas necesitan estar juntas. Entonces, ¿por qué su padre evitaba el
trato humano? Esto, con franqueza, no lo entendía. Finalmente, viendo que todas
las personas que la rodeaban se llevaban bien entre ellas, dio en pensar que su
padre era el equivocado, y, por lo tanto, digno de ser aborrecido.
Jem
empezó a ser consciente de un cambio en la actitud de su hija, que no podía por
menos de causarle honda turbación. La niña ya tenía dominio del lenguaje, de
tanto como había hablado con ella; y ese dominio implicaba que ya comenzaba a
hacerse preguntas, bastantes de las cuales su padre se veía en un compromiso
para responderlas acertadamente.
–¿Por qué no puedo ir a ese sitio al que van
todos los niños?
–Hija,
ese sitio es peligroso para ti.
–¿Por
qué?
–Si
yo fuera otra vez niño y tuviera que ir allí, sé que sería muy peligroso para
mí.
–Pero
dime por qué.
–Todavía
eres muy pequeña para que puedas entenderlo.
–¡No
soy pequeña y sí puedo entenderlo!
La
niña se enojaba cuando se apelaba al argumento de su corta edad, mayormente
porque contaba con una perspicacia, una inteligencia y unos pensamientos que no
se correspondían con la mentalidad infantil. En tanto que su padre no
satisfacía las cuestiones que ella consideraba de capital importancia, empezó a
sentir en su interior una corriente de animadversión hacia aquél.
–Quiero
hablar con otras personas.
–Ya
hablas conmigo, Melody.
–Los
otros niños tienen madre. ¿Por qué yo no?
–Tú
también tienes madre.
–¿Y
dónde está?
–Volverá
pronto –respondía Jem, con un cierto halo de tristeza empañándole la mirada.
–¡Me
estás mintiendo! –se enojaba entonces Melody.
Jem
agachó la cabeza, y calló. Las lágrimas rompieron en los ojos de su hija. Cerró
sus propios ojos, y notó centuplicada la onda de dolor que partía del pecho de
la niña. ¡Cuánta razón tenía ella! Jem se encontraba inmunizado frente a las
aflicciones que ocasiona la soledad, no tenía ningún anhelo de ser apreciado o
reconocido por el mundo en el que había vivido; había obtenido más beneficios
de su aislamiento que de los ratos que había pasado con la especie humana. Bien
era cierto que podía establecer algunas excepciones, cual era caso de Rebeca y
el añorado Hugh Carter. Y, por supuesto, su propia hija, carne de su sangre y
de la hondura de sus sentimientos. Si amaba a Rebeca, al fruto del vientre de
ésta le tributaba una ciega adoración. La niña estaba sufriendo por saberse
sola. A la primavera no le convienen las hojarascas del invierno.
Jem
abatió aún más la cabeza, hasta casi tocarse el pecho con la barbilla, y las
lágrimas derramadas por su hija se acumularon como piedras negras en lo más
profundo de su ser.
–Melody,
no te estoy mintiendo. Te prometo por los vientos más sagrados del océano que
tu madre volverá a estar pronto contigo.
Jem
no tuvo la certeza de si su hija le había escuchado. Ella no paraba de llorar.
CONTINUARÁ…