domingo, 29 de mayo de 2016

Emilia (un episodio en Aldea del Rey)


Hay que evitar, por todos los medios posibles, que los cuentos o novelas comiencen con el tañido de un despertador. No hay que gastar más de una hoja de papel, porque la brevedad emparenta directamente con la originalidad. Hay que dejar de ser uno mismo para pasar a ser de todos… Por eso nunca me apreciarán, y sólo emplearán mis papeles para envolver mondas de fruta.
Esto ocurrió ayer mismo, en el supuesto de que se pueda decir que ocurrió algo. Fue en mi pueblo, y también soy osado al invocar tal pertenencia, por cuanto no creo que allí nadie me quiera considerar suyo. Mi familia y yo habíamos viajado hasta allí con el pretexto de una celebración familiar, que se perfilaba bastante agradable. Yo no conducía y mi mujer lo hacía, y lo escribo aposta para incurrir en una rima, hecho tan denostado por los que piensan que de este oficio de escribir conocen algo. ¡Y ya basta de justificarme!; a nadie se le pone una navaja al pecho para que me lea. Digo que nuestro coche se detuvo junto al bordillo de la acera de mi viejo hogar.  Aclaro que yo no conducía porque manifestaba los primeros síntomas de una gripe de fuera de temporada.
Entre nubes medicamentosas distinguí a las vecinas de toda la vida, y a la otra, que era más vieja que los cerros de Calatrava y que mis noticias ubicaban en Madrid, creo que en un piso no muy apartado de la boca de metro de Sainz de Baranda. Era muy mayor, como lo había sido mi madre, y las dos habían mantenido amistad por espacio de más de quince lustros. Ahora tenía el cabello blanco de desahucio y los ojos con más nieblas que una pradera andina. Me dio emoción verla, y, en cuanto me apeé del coche, me aboqué a su presencia. La saludé a ella y a las vecinas de siempre. Me dio pena hacerlo, y hube de poner freno a mis recuerdos porque, habida cuenta de mi gripe, no tenía el cuerpo para muchas celebraciones. Menos mal que mi rostro estaba oscurecido de barba mal rapada y no se me saltaron los colores cuando se puso a alabarme. Francamente, yo no lo hubiera deseado, pero lo hizo. 
—Éstas son mis hijas —dije mostrándoselas a un tiempo, ellas ya más altas que ella.
Abrió todo lo que pudo el arco de sus párpados. Las pupilas aparecían intactas pero las niñas, que en tiempos más juveniles ostentaran un azul mediterráneo, ya delataban las brumas de los días postreros.
—¡Oh, si su abuela estuviera aquí!
Repartió sendos besos a mis sonrientes hijas, lo más hermoso que he sido capaz de crear en mi vida.
—Esta señora y la abuela fueron siempre vecinas y amigas —les expliqué.
—Amigas, las mejores —concretó Emilia—. Si ahora pudiera verlas, se le saldría el corazón de felicidad.
Las rodillas se me volvieron de trapo, y tuve arrestos para clavarme de hinojos delante de la heroica mujer. Me sentía febril por la gripe en ciernes, y alguna parte de mi ser se deshizo en llanto reservado, un pálpito de las emociones que nos acompañan contadas veces a lo largo de nuestra existencia… Que el Dios vivo de la fe te proteja siempre, querida Emilia.
Se percibía prisa en el ambiente. Emilia tenía que regresar a Madrid con su sobrino Antonio, que ya estaba terminando de cargar en su Mercedes los últimos bultos. Ella se restregó los ojos con el superfluo propósito de afinar su visión y poder contemplar a mis hijas más a su sabor.
—¡Dios mío, qué hermosas que están!
Yo me calé del todo mis ajadas gafas de sol. No quería que las otras vecinas vieran (que no Emilia, puesto que la pobre poco podía ver) que yo era en el fondo un ser de emociones débiles.
—Me enteré de que su hermana Carmen había fallecido —dije por decir algo—. La acompaño en el sentimiento.
—Sí, y aún no hace un año mi Rafael. Mi Bernardo fue el primero que nos dejó, y después le siguió mi Boni. Me han dejado solica todos mis hermanos…
—¡Dios santo, cómo ha pasado el tiempo!
—A ti te veo muy bien.
El Mercedes de Antonio se detuvo un poco por delante de nosotros, siguiendo la línea marcada por el bordillo. Se escuchó el claxon accionado con sordina.
—Ya se tienen que ir —apunté sin saber qué más decir.
—Lo dicho. Me alegro de haberte visto, y que Dios guarde tus joyas. ¡Si la abuela Feli pudiera verlas ahora!
Ahogué su emoción con un abrazo, y me separé de ella antes de que Antonio se apease del coche. Luego tiré hacia mi casa escoltado por mi familia.
Una vez dentro, alcé una persiana, y, con la complicidad del visillo, vi cómo Emilia se acomodaba en el asiento del copiloto. Después resucitó el motor, y las ruedas se llevaron consigo los recuerdos y las emociones de ese hermoso día.
Me dejé caer de nalgas en la inmediata cama. Sentí, como hacía tiempo no me era dado experimentar, la fuerza de la vida, mayormente cuando yo pensaba que, en los aciagos días de mi juventud, mi presencia no dejaba huella en ninguno de los que me rodeaban.
De las nalgas pasé a apoyar las espaldas sobre la polvorienta colcha. Me quedé absorto en el trazado de la lámpara contra el techo. Acto seguido, mi mirada tropezó con el rosario que mi madre colocara alrededor de un busto de la Virgen Niña colgado en la pared; ella lo colocó ya hacía casi veinte años, a efectos de invocar el favor divino para que me ayudase a aprobar las oposiciones.
—Papá, tenemos que irnos —escuché la voz de mi hija mayor.
—Ya voy, mi vida.
Me levanté de la cama, y ya no dejé de caminar. 

Ciudad Real
 24-2 de abril de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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jueves, 12 de mayo de 2016

El sello de la sangre (poema)



Mirada esquinada,
el sello de la sangre.
Eras de mi familia,
aunque deseaste que yo
no fuera de la tuya.

Yo era pequeño,
tus pensamientos
maduraron cuando
los míos
no iban muy lejos.

Arrojó la tormenta
sus rayos sobre la llanura,
y yo no busqué el refugio
de tu torre.
Sentí dolor,
noté en mi pecho
la acibarada presencia
del rencor, concebí sueños
de sangre y mi alma
se vació.

¿Odiar para qué?
Empecé a necesitar
pocas cosas, y se debilitó
el sello de la sangre.
Yo aquí, tú allí,
las rosas de tus jardines
y los olivos de mis tardes
de soledad.

Ya mis pensamientos
maduraron
y los tuyos
retrocedieron.
Ya me buscas,
y, sin yo necesitarte,
me has encontrado.

Te quiero…

Plaza del Pilar, Ciudad Real, domingo 7 de mayo de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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martes, 3 de mayo de 2016

El maravilloso cuento de la calle de Embajadores


Este relato ha sido concebido dentro de la serie "Cuentos urbanos". Es demasiado intimista, a mí me llena de emoción por los sentimientos y recuerdos que despierta, pero no creo que sea entendido ni mucho menos guste. Se puede leer como un poema y dejarse llevar por el marasmo de palabras. El canto de las calles prevalece sobre la acción humana, al menos eso pienso.
Las fotos han sido tomadas hoy mismo. He seleccionado únicamente dos, localizadas en la parte de la calle de Embajadores que se menciona en la última parte del relato. Hoy ha hecho un día espléndido, desmintiendo el ambiente de lluvia en que transcurre la acción. Mis disculpas y gratitud para quienes tengan la paciencia de leer hasta el final.

Esas alas formando escuadrón, punta de lanza mellada, que intentan borrar el gris del aguanieve. Las ventanillas del cercanías que conduce a Atocha, atravesadas por lágrimas de cellisca. Mal tiempo en el día de los ramos de claveles de los enamorados. Se han ido ya, la tarde se las llevó hasta el Sur crepuscular. Este lado de la ventanilla tendría otras lágrimas, más calientes, de mayor estrofa pasional, todas ellas pura ternura. Los túneles…
El cercanías alcanza el andén de Atocha. Las portezuelas se abren, los techos se distancian. Luminarias y pasos elevados que han suprimido la melancolía del invierno. Los que del Sur se alejan, aquéllos que sufrieron el espanto del Norte. Comercios de estación, papel de estaño, bombones en la fantasía. Las tortugas en una selva de diseño, entre helechos manchados de vapor y centimillos desperdigados. Atocha, hoy como en el futuro, distinto de los días del ayer. Los recuerdos, los madrugones de rostros universitarios…
Las ráfagas desatadas. Pasos de cebra ignorados a consecuencia del turbión. Méndez Álvaro ya engulló a Palos de la Frontera. Aquellas palomas ochenteras posándose en los techos de los autobuses. El 55 sigue teniendo la parada en el mismo sitio: calle Tortosa, ortogonal con el Paseo de las Delicias. Los ojos que no quisieron mirar y se abajaron, en signo de desprecio, hacia los baldosines de la acera. Caen mantas de agua, y la portezuela está cerrada. ¿Por dónde parará el conductor? ¿Tal vez un café, un cigarrillo de marquesina? Ahí viene, hollando charcos y absorbiendo, con las últimas caladas, nubes de humo malsano. El tiempo de la salida, algo después pero nunca un poco antes. Zumba la tarjeta del abono transportes, la misma que franqueó los torniquetes de la estación de Atocha. Arranca el viejo motor de dos años. Irá por los mismos sitios, a las mismas horas, bajo un cielo distinto, bendecido por los que temen al calentamiento global. Arranca, pero no se pone en marcha. Nada de antelación o puntualidad. Algo después, siempre un poco después. Las ruedas se apoderan del silencio de los charcos. Lágrimas en las ventanillas, incluso por el lado de dentro. Tres pasajeros no más. Ya no se ven alas recortándose en la bajura del gris pluvial.
Una rueda sigue a la otra en la mejor sincronía de bituminoso asfalto mojado. A la izquierda la mole de la estación de Atocha, mientras acontece el giro de bisagra hacia la calle de Rafael de Riego… Árboles desahuciados, tiesos como cipreses, y manzanas opuestas muy cerca unas de otras. Pavimento donde las bocas de alcantarilla cobran un desagradable protagonismo.
Calle Áncora, otra vez el cruce con Delicias y al poco… he aquí el Palos de la Frontera muy alejado de las costas onubenses, y aún más lejos del claustro de la Rápita. Todo distinto desde los tiempos del scalextric de Atocha. De aquí partían antes las rutas hacia el Sur; ahora, aunque se limpie con mano fúlgida el vaho de la ventanilla, apenas si puede columbrarse el letrero que anuncia la dedicación de la antigua estación de autobuses de línea. ¡Qué demonios será! (Centro de no sé qué de Arganzuela). Otra vuelta de bisagra al encuentro de la calle de la Batalla del Salado, si fuera posible.
¡Oh emoción de todas las emociones! Los altos de la calle Canarias frecuentados por las ateridas palomas de la plaza de Luca de Tena.
Y allí, en el número 28 de la calle Canarias, no demasiado lejos del habitáculo rodante, hace muchos años (seguro que más de veinte), ¡allí!, hay que reafirmarlo, existió una mañana de frescor con algunas sílabas de verano, cuando la uva ya caía de la parra. Hubo un botón de portero automático con cámara de vídeo (¡vaya moderneces para la época!); lo pulsaron, y ante la pregunta formulada, se oyó la respuesta de que era traído el periódico del día. ¡Adelante! Arriba en el ático que no visitan las palomas de la plaza de Luca de Tena. Pero no fue llevado en las manos ningún periódico; no fue comprado en ninguno de los kioscos de Atocha… No, aquí dejaron de entrar las palomas porque hay retículas con afiladas púas de alambre. Las palomas son las ratas del aire, se alimentan de bazofias y traen consigo miasmas de enfermedad. Motivo sobrado de exterminio. Ninguna de las palomas de la plaza de Luca de Tena portó en el pico el menor brote de olivo. Hay manchas de sangre en las losetas de la terraza. ¡Cuántos libros por las paredes! ¿Cierto?... Y ahora, ¿dónde queda el anunciado periódico?
Las ruedas en los charcos de la calle de la Batalla del Salado, si fuera posible. Por allí marchaba el autobús 47 con la raya roja terciada (actual 247). En la unión de la calle Áncora con la del Ferrocarril se decide el destino de una borrascosa tarde de invierno: seguir recto hacia el remate con la calle de Embajadores, o derivar hacia el paseo de Santa María de la Cabeza. Sucede esto último, tal vez se tomó el autobús equivocado. Valga el arrepentimiento, sin llegar a distinguirse las gotas de sangre de paloma en la terraza del ático de la calle Canarias.
Pero no es así, la realidad se esfuma lejos de la calle de la nostalgia… Seguir por el tal vez olvidado economato de Batalla del Salado, callecita en cuesta que busca una desembocadura de luz en los atardeceres de la calle de Embajadores. ¿Quién llora por lo que no existió y se esperó que ahora existiera? Ese cielo turbio pertenece a Santa María de la Cabeza, pero igualmente se cierne sobre la calle de la senda de los árboles torcidos.
No, las ruedas no pueden ir tan lejos. Cuando se dio la oportunidad, el autobús debió haber tirado por Batalla del Salado hasta el final de la misma. Allí la mirada, en los pisos altos, hubiera encontrado toda posible culminación. Allí, en el entrante de la calle Aldea del Fresno, podrían haberse petrificado los resplandores de un sol poniente de finales de primavera. El autobús holla el puente sobre el río de los patos tristes, que nadie conoció con manzanos bordeando sus orillas… Atardecer en la calle de Embajadores, el sol desembocando por la calle Aldea del Fresno, cuyas hojas el viento barría hasta más allá de Fernando Poo. Iglesia de San Basilio el Grande. Una tarde oscura de funeral, abril nevado de hace treinta años. Detente, autobús, da la vuelta, ve adonde te fue indicado. Párate, y si fuera posible, encarámate a la crestería de los árboles torcidos, con cuidado de no tronchar sus ramas. En sus inicios y en sus finales, mucho después de la época de los mecheros de gas. Borneando en un mar de tráfico y multitudes. La zona azul que marca el comienzo de la almendra central (hoy la llaman así). “Atardecer de primavera, ¡oh atardecer!, dime cuándo de convertirte has en atardecer de estío”.
Luces de otro viejo edificio de economato, ya pasado el puente y bien adentrado el paseo de Santa María de la Cabeza. La promesa de los bosques de Toledo, que no se verá cumplida. Llueve tristemente, y no desciende el mismo rocío del recuerdo de Embajadores, que en otro lugar bastó para colmar de relumbres las encañadas de los bosques citereos. Aletean nuevos pájaros, se los ve más cerca, palomas de la orilla derecha del Manzanares. Ya es una certeza; las ruedas no darán un giro de ciento ochenta grados, y habrá quien olvide los colores de la calle de Embajadores de hace treinta años… Iglesia de la Beata María Ana de Jesús, jamás el arco traspuesto, pronto postergada por los nublados de la mente. Las cosas cercanas que perdieron en proximidad.
La lluvia ha camuflado de gris y niebla mojada el paseo ribereño que se conoce como Madrid Río. Jardines, rosaledas, zonas de sosiego y deporte. Se ceba la mirada en lo que ha quedado detrás del autobús, un mundo que era sórdido hace años y que ahora es apacible pensil a las orillas del Manzanares. Madrid Río, enfilando la ruta de los mataderos, las arboledas de la Arganzuela, el paseo de la Chopera (altar de oscurecidas tardes de otoño ochentero), y hete aquí la plazoleta de Legazpi, a media patada del arranque de la calle de Embajadores. No confundir con la ya pujante Plaza Elíptica; las piedras irían rodando por la empinada Marcelo Usera hasta Antonio López, para llegar al puente de la Princesa y abordar los extraños conjuntos escultóricos a ambos extremos de dicho puente (algo nuevo, algo quizá no del todo acertado). Olvidar lo alto que era ese edificio de la retaguardia de la calle de Eugenio Caxes. Nunca más las equivocaciones no justificadas por las delicias del pasado. El atardecer desde una ventana de la calle de Embajadores (ni Dalí lo hubiera pintado igual), flanqueando como ojo de lluvia la senda de los árboles torcidos.
Ahora la avenida de Oporto. Otro mundo, otro barrio, calles de lluvia con polvo, soledad más incierta y poco apetecida.  Parada de la esquina con el Camino Viejo de Leganés. El viento cimbrea en esos árboles derretidos, que no echaron hondas raíces como los que atrás han quedado en Embajadores, la calle que en ascenso hubiera conducido a la plaza de la Cebada, junto a la marquesina del Teatro de La Latina.
La vida no es elegida en la mayor parte de los casos. Quieres estar cerca, y te encuentras lejos. Carabanchel no fue elegido como lugar para que sus estrechas aceras fueran meadas y cagadas por perritos de la alta burguesía. ¡Ey!, andará por aquí cerca el 47 con la raya roja terciada, aunque ya no se distinga así. La parada al inicio de la calle de Clara Campoamor, en otra edad novelada, para pasar por la plaza de Tarifa y remontar el camino hasta el barrio aquende el Manzanares. Ahora ha escampado, y es aún tiempo de tomar el 47 con la raya roja terciada.
Sí, otra vez sacuden los patos las aguas del estanque del Retiro. Aunque la vista esté lejos de ser telescópica, en cada gota posada en el parabrisas del autobús de vuelta, hay recogida una imagen de algo ya experimentado. Y pasan las calles, y ya no tienen el protagonismo de a la ida. Los patos del Retiro, las primaveras de la glorieta del Emperador Carlos V, la nube desmigándose en los tejados de la Ronda de Valencia, el supermercado Simago donde paraba un segurata calvo, con gafas y mala sombra que hostigaba a los muchachos de instituto, creyéndoles a todos rateros, el colegio que, a fuer de importantes desembolsos, admitía alumnos que en ningún otro sitio querían, el túnel del metro que permitía a los pasajeros ir caminando desde la estación de Acacias a la de Embajadores.
El nuevo autobús ha bajado por Marcelo Usera, y nadie lo ha visto. El temporal ha recrudecido, cuando en Carabanchel parecía haber amainado. Nuevas lágrimas suceden a las que han permanecido en la luna del autobús. Legazpi queda cerca.
El puente de la Princesa, antes no visto pero profundamente entrañado. Las ráfagas de lluvia han ocultado la memoria del Cine Liceo, ahora un gimnasio en apariencia. Final del barrio de Usera, remate de la calle de Antonio López, camino del Sur, celajes de la Mancha, promesas de Andalucía.
Apearse en Legazpi. Ahora que es domingo de invierno, aunque no haya paraguas para evitar la segura caladura. Y sí, ¿qué importa el hostigamiento del agua cuando lo que verdaderamente duele es el amor encerrado entre recuerdos? Por esta calle, por aquella otra, por la de más allá. Pegarse a las fachadas buscando el resguardo de los aleros de los balcones. Iglesia de la Beata, Bar Manzanares, viajes al Sur iluminados por el sol psicodélico de los años setenta. Aquí la línea recta aprontada. Realmente, los árboles no parecen tan torcidos ahora; a buen seguro, los de la Concejalía de Medio Ambiente se encargarían de enderezarlos. El gris del aguacero no puede empalidecer las impresiones de lo que llegó a sentirse pisando esta misma calle.
Y ya, la esquina del bar del Mocoso (Bar Camacho, por buen nombre), jamás reinaugurado. Aquí se paran las ruedas y los pies. Hasta la lluvia ha dejado de caer. El viento no llega aquí pero alborota las alturas. Empezó la tarde con las lágrimas adheridas a la ventanilla de un tren de cercanías. Mucho antes, hubo algo aquí, cuando las puertas de este bar estaban abiertas, cuando las piezas de latón relucían, las botellas estaban graciosamente alineadas en sus anaqueles de espejo y en verano funcionaba a todo meter la máquina de los granizados. Unas puertas más allá, estaba el acceso a las escaleras y al ascensor que conducían a la ventana por donde penetraba el glorioso sol de la calle de Embajadores, pero hoy no procede ir allá. Los planteamientos jamás se emparentaron con los resultados alcanzados. Todo se unifica en una misma sensación. Sería un error proclamar a los vientos el fracaso. Aunque ya sea tarde para nuevos intentos, no va a haber más lágrimas fuera de las de las ventanillas de tren y autobús.
¿Y qué pasa en el cielo? ¿Cómo se está abriendo ese hueco en las nubes? Si, otra vez el sol de Embajadores. Y asomarse, dirigir la vista hacia la fila de ventanas de los pisos de arriba, para comprobar que ya no es la misma luz, que los visillos están corridos en una precipitación de polvo y color de cirio apagado, cuando están bajadas las deslustradas persianas de madera de pino de la Posguerra, que hoy parece que obligan a mostrar optimismo en un mundo que se desvanece. La senda de los árboles torcidos, ya con otros tonos, con jardineras en el promedio de la calzada. Gotas de lluvia en suspensión brillan con el sol que parte del desgarrón de más allá de la calle Aldea del Fresno. Allí también habrá persianas bajadas, y en Usera, y en las inmediaciones de Antonio López. Obligan a mostrar optimismo cuando ya ha desaparecido todo lo que resultaba más querido. “Mejor me vuelvo a mi barrio —rezaba la vieja canción que tanto costó entonar en su momento—. Tu triunfo es el fracaso, las cosas mal hechas o incompletas, la pérdida de un dios que se esfumó entre los tejados de la calle de Embajadores… Mejor me vuelvo a mi barrio”.
Hay que cruzar la calle hasta la otra acera. Pasan pocos coches para esta hora mortecina de la tarde. Adiós, ya no tiene caso permanecer aquí. En busca del metro de vuelta, a la estación de Legazpi.
El final no pudo saberse. Relumbraba el pavimento de la calle con la lluvia caída. Las ruedas de los autos patinaban, y hubo cuatro ruedas concertadas que lo hicieron. Lo que tiene cruzar las calles a la ventura, ignorando semáforos y pasos de cebra. Como la guadaña que abate la mies, así le pareció a quien quedó para contarlo. Sangre de paloma en las baldosas eternas, y una sonrisa mineralizada porque ya no era necesario bajar a las penumbras de las estaciones de metro. Había pasado, y el sol de la calle Aldea del Fresno se centró en ese redondel de la calle de Embajadores.
Nos obligan a ser optimistas en un mundo que ya ha desaparecido, a creer en dioses en los que otros creyeron, a vivir sin motivaciones y sin poder escapar al Sur.
No me lleves, ya nadie me busca, me gustó recordar lo que mi memoria guardaba.
Un considerable atasco en la calle de Embajadores, ese domingo de lluvia. Tendido en el asfalto empapado de sangre de paloma… Una sonrisa floreciendo en los labios. ¡Maravilloso para quien no lo crea!
Madrid, Ciudad Real
 29 de febrero-6 de abril de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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