domingo, 21 de agosto de 2016

Entrevista realizada por "Creatividad Internacional"


Adjunto el enlace y el texto completo de la entrevista que me ha realizado la prestigiosa plataforma literaria "Creatividad Internacional", la cual radica en Nueva York. Para leer la entrevista en dicha plataforma pulsar AQUÍ.

Entrevista al ‘Jardinero de las Nubes’,  Julián Esteban Maestre Zapata.

—  Jardinero de las Nubes, un pseudónimo muy poético para un magnífico poeta y narrador. ¿Cómo y por qué surgió?
Primero de todo, gracias por el piropo. El pseudónimo que utilizo le encanta a mucha gente, empezando por mí mismo; de ahí que lo haya registrado en la Oficina Española de Marcas y Patentes para hacer exclusivo su uso por mi parte.
¿De dónde surgió? Tendríamos que remontarnos al verano de 1989, cuando yo contaba con 17 abriles y pasaba mis vacaciones en Aldea del Rey, el pueblo natal de mi madre. Tuve la oportunidad de ocuparme yo solito del cuidado de un jardín, y fue una labor que me cautivó, que me relajaba de tantos estudios y lecturas y que me permitía abrir los ojos al entorno y a mi propio interior. Muchas veces, regando los rosales del jardín a últimas horas de la tarde, proyectaba mi mirada a las alturas y me topaba con la vista de las hermosas nubes del cielo de La Mancha. Ahí empezó mi trance. Me pasó un poco como al escritor alemán Goethe, que fue otro ilustre admirador de nubes; las nubes son catalizadores de pensamientos profundos, y esto, en la vida de un joven solitario, suponía todo un hallazgo.
Ese mismo otoño, ya iniciados mis estudios universitarios e influido por las lecturas de las novelas y cuentos de James Joyce, empecé una novela experimental, de corte autobiográfico, a la que en un principio no fui capaz de encontrarle título. Cuando la terminé en el verano del 92, tal vez influido por las experiencias que acabo de mencionar, decidí titularla El jardinero de las nubes.
Hace diez años empecé a participar en foros de Internet, y, viéndome en la necesidad de utilizar un nick para salvaguardar mi identidad, usé el jardinero de las nubes, y tanto arraigo causó, que muchos me conocen simplemente como el jardinero.
  
— ¿Cómo te sientes mejor, en tu faceta de poeta o de narrador?
Mi andadura literaria, iniciada a la tierna edad de nueve años, fue por los senderos de la prosa. Con dieciséis años conocí un hermoso poema de Federico García Lorca (Pequeño vals vienés) a través de una no menos bella canción de Leonard Cohen, y ahí me surgió el prurito de emborronar papeles con versos. Escribí muchos poemas, pero la poesía no me llenaba; no me agradaba tener que estar encorsetado por la para mí incómoda estructura de los versos y las reglas de la métrica, independientemente de la posibilidad de cultivar versos libres. La prosa (Cervantes, Víctor Hugo, Oscar Wilde, Marcel Proust y James Joyce lo demostraron; y antes Bernadin de Saint-Pierre en Pablo y Virginia) tiene un poder lírico que abruma. La prosa es el factor literario que mejor ejemplifica la grandeza y la libertad, y puede alcanzar, a mi juicio, unas cimas que están vedadas al arte poético como habitualmente se le concibe. Los versos son una apariencia; el fondo, la musicalidad de las palabras, no necesitan del seguimiento de las rígidas pautas que en ocasiones exige la composición de un poema. La palabra es en sí hermosa, pero más hermosos son los sentimientos que puede sugerir, y, que yo sepa, no hay reglas por las que se rijan los sentimientos.
Habiendo sido un ferviente cultivador de la prosa, me han aplicado en muchas ocasiones el sobrenombre de poeta, lo cual viene a apoyar la tesis de la potencialidad expresiva de la prosa. Si ser poeta supone escribir versos según las leyes de la métrica, o simplemente escribir versos, yo no soy poeta… Es bueno que cada escritor escoja su cauce de expresión, sea con la poesía, la narrativa, el teatro o el ensayo, pero tiene que ser consciente de que la literatura, en términos generales, constituye un perfecto ejercicio de libertad.  No merece la pena escribir si pende un yugo de esclavitud sobre la pluma del escritor. En cierto modo, me horroriza que ya hasta existan aplicaciones de Smartphone para componer poemas e incluso textos en prosa. La literatura, al menos como yo la concibo, se asemeja al viento: rotundo, imprevisible, hermoso… La literatura que merezca la pena sólo puede surgir de la matriz de una pluma manchada en tinta y de un corazón que desea expresar algo… Lo que venga después es capricho del viento, el mismo viento que altera las formas de las nubes.
Últimamente, he vuelto a cultivar lo que más se podría aproximar a la poesía convencional. Pero aun así se diría que cometo una especie de fraude: simplemente escribo un texto todo de corrido, y después cerceno las frases dándoles la apariencia de versos. Podrían calificarse de poemas en verso libre, pero en el fondo son textos en prosa disfrazados de poemas. Estos textos son muy útiles para plasmar las impresiones y sentimientos del momento, y ahora, en mi ya franqueada madurez y mi oficio de soledad, me viene muy bien para seguir manteniendo la locura de escribir.
En resumen, no me considero ni poeta ni narrador. Soy un hombre solitario, acrisolado en las pruebas de la vida, que huye de lo monótono y que está muy lejos de ser perfecto. Me encanta escribir en las calles, bajo la bóveda del cielo (a poder ser, decorado con hermosos macizos de nubes), con mis plumas estilográficas, que crean un roce especial al deslizarse sobre el papel. Soy un hombre que escribe… Quizá esto es todo lo que sé de mí mismo.

—¿Cuáles son tus escritores preferidos?
¡Uf, una pregunta con enjundia! He leído obras de muchos autores clásicos y modernos. Cuando entro en una librería, literalmente salgo despechado y muerto de aburrimiento, debido al predominio de la literatura elaborada según los dictados de la fórmula bestseller, algo que pertenece al momento pero, salvo honrosas excepciones, no está llamado a prevalecer. Para mí la literatura es un arte antes que un negocio, y me gusta lo que da alimento a mi alma y no lo que, en aras de un abuso de tramas absorbentes y efímeras, descuida otros aspectos importantes del arte literario: la belleza de las construcciones sintácticas, los valores imperecederos de la especie humana, la profundización en el detalle psicológico de los personajes, la libertad de no depender de las variables del mercado editorial. Sólo en las librerías de viejo me siento como pez en el agua.
En base a esto, y si me tuviera que llevar dos libros a una isla desierta, serían éstos sin lugar a dudas: Los miserables, de Víctor Hugo y El doctor Zhivago, de Boris Pasternak.
Víctor Hugo creó en mi interior una conmoción inexplicable la primera vez que leí su obra Los miserables. ¡Ojalá pudiera volver a leerla sin saber nada de ella! No voy a entrar en un análisis pormenorizado de la novela, pero quiero destacar un rasgo de Víctor Hugo que admiro y que hoy no sería aceptado en el mundo editorial: la libertad de componer un relato según las apetencias y dictados de la conciencia del autor. Libertad para ascender a los cielos de la belleza o a las tinieblas del fraude; libertad para romper el hilo narrativo intercalando reflexiones y ensayos; libertad para sustentar una opinión en contra de las conveniencias; libertad para ser uno mismo por encima de la cortesía debida al lector.
En cuanto a Boris Pasternak, poeta que (sin dejar de serlo) en El doctor Zhivago navegó por los océanos de la narrativa, me ha seducido siempre el acierto con que tejió su gran epopeya: la historia de un hombre triste que estaba rodeado de felicidad sin ser apenas consciente de ello y que gozó de lo bello de la vida sin poder librarse del sufrimiento. Destaco asimismo las bellas descripciones de la Naturaleza y de los escenarios moscovitas. Merece la pena adentrarse en la biografía de tan insigne autor.
No quiero extenderme más, pero asimismo hay una extensa nómina de escritores con los que me considero en deuda: Cervantes, Balzac, Kazantzakis, Cortázar, Unamuno, Homero, Tagore, Verne, Dante, Dostoievsky, etcétera. 

—¿Cuál es el último  libro que has leído?
Me confieso un lector voraz, compulsivo. Siempre tengo en danza varios libros, compaginando el ensayo con lo propiamente literario. No le hago ascos a nada de la literatura, mientras que a lo que al ensayo se refiere, me fascinan los textos referentes a temas de ciencia, historia y filosofía.
Deduzco que el sentido de tu pregunta va encaminado a mi última lectura desde el punto de vista literario. Se trata de Los hijos del Arbat, de Anatoli Ribakov. Este autor tuvo cierto renombre en mi país a finales de los 80, coincidiendo con la llamada Perestroika. A fecha de hoy, sus libros están descatalogados en España y sólo se pueden encontrar rebuscando en mercadillos y librerías de viejo, que es lo que yo tuve que hacer en el caso de Los hijos del Arbat. Cuando quise leer la novela en su momento, estaba un poco alejada de mis economías de estudiante y no la adquirí entonces. A modo de reseña, independientemente de la trama, es toda una crítica al estalinismo; una novela de mérito pero que en mi humilde opinión no alcanza las cimas gloriosas de El doctor Zhivago. Con todo y con eso, constituye una sabrosa lectura veraniega.

—Eres profesor de materias de ciencia, ¿no es una profesión un poco alejada de la literatura?
Desde mi punto de vista, todo está alejado y todo está cerca de la literatura. Una especialidad en humanidades no garantiza un mejor estro literario, y, asimismo, tener una profesión científica no implica una ausencia de destreza literaria. Disponemos de muchos ejemplos en la historia de la literatura: Leonardo da Vinci era inventor, Dostoievsky ingeniero (lo mismo que Ludwig Wittgenstein), Conan Doyle médico, Bernard Shaw matemático y filósofo…
Tengo unos planteamientos un tanto renacentistas en lo que al conocimiento se refiere. Desde joven me apasiona la Física y siempre he tenido latente el gusanillo de la enseñanza, por lo que me siento muy cómodo en mi profesión. Impartir una clase de Física y Química no es muy diferente a contar una buena historia, es necesario tener capacidad de abstracción y poner en palabras sencillas alambicados conceptos científicos. Aunque hay momentos y momentos, mis alumnos no suelen quejarse de aburrimiento. Si las historias están bien contadas, surge el placer y la diversión. Pero el camino del aprendizaje suele estar constelado de escollos y decepciones. La Física es una ciencia que admite muy mal las infidelidades, aunque al final reporte muchas satisfacciones.
Me considero desposado con la ciencia pero siendo en todo momento un amante apasionado de las humanidades. Siento la misma emoción ante una lectura de filosofía que una de ciencia. Es placentero tener una base de todo, aunque a veces eso conduce a la vertiginosa sensación de saber muy poco en relación a la bastedad del conocimiento. Aprendiz de todo, maestro de nada, que dirían por ahí…, o tal vez no.

—Háblanos de tus obras y de los nos piensas brindar para el futuro.
Es muy difícil hablar de mis obras por dos razones: primera, son hijas de mi entendimiento y por lo mismo no puedo ser objetivo; segunda, no han salido del cajón y no han tenido trascendencia en el mundo editorial. Existen, sin embargo, y ha sido un largo camino el que ha conducido a su existencia. Podría hacer una lista exhaustiva, pero no lo veo procedente. En mi primera juventud escribí mucho, sin duda como modo de evasión de otras realidades. A comienzos del presente siglo, dejé atrás una dilatada adolescencia y tuve una crisis literaria. Finalmente, volví a remontar el camino hará cosa de diez años y surgieron nuevas producciones.
De mi primera etapa destacaría dos novelas: El jardinero de las nubes, ambientada en un Madrid otoñal, levemente autobiográfica, un canto a la vida y al sufrimiento del adolescente, ensayo de distintas técnicas narrativas y la primera obra cuyo final me dejó la dulce sensación de haber acabado una novela; y La sombra azul, más convencional pero fiel reflejo de mis pensamientos de juventud, una encendida declaración de amor al mar y sus trabajadores, un testimonio de admiración a la isla de Mallorca, un adentramiento en temas audaces y una disección de la sociedad española de la década de los años 80. Creo que esta novela es mi testamento literario, la justificación de mi paso por el mundo; la miro y la recuerdo con cariño; más de mil páginas escritas por un joven que al terminarla sólo contaba veinticuatro años.
Antes de abordar la crisis de principios de siglo, dejé escrito Gratitud, un cuento sobre las andanzas de un perro vagabundo, y La balada de los últimos días, que trata sobre las peripecias de un enfermo de SIDA que regresa a su pueblo natal para morir, novela corta que particularmente me encanta y que está inspirada en Manuel Piña, un famoso diseñador de moda ya difunto.
De mi segunda etapa, muy fecunda, destacaría Rasguña las piedras, que es un homenaje a los desaparecidos de la dictadura argentina y que me acarreó no pocos sinsabores. Hice también un remake del primer relato que escribí, del cual aproveché los dibujos que entonces realicé y quedó de esta manera configurado como un libro infantil; me refiero a Viaje a Polonia. También abordé la redacción de Cuentos urbanos, que se trata de relatos escritos en la calle y de los cuales gozan de mi preferencia: El resucitador, La increíble aventura de los fisgones, Lautaro vivía en las cuevas, El inventor, El lado pornográfico de la vida, Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel…
Actualmente, me encuentro en una etapa de producción poética y estoy a punto de terminar un nuevo relato sobre la amistad entre un perro y un humano… Y ya, en un plano más confidencial, llevo unos seis años redactando una novela de ciencia ficción, muy compleja, en la cual se toca el tema de la soledad como fuerza salvadora. De momento, es todo lo que puedo decir. 

—Si no fueras el Jardinero de las Nubes, ¿quién te gustaría ser?
Me enfrento a esta última pregunta con un cierto poso de melancolía. Llegar a ser un jardinero de las nubes ha supuesto seguir una senda plagada de errores, desprecios, desencuentros y no pocos sufrimientos, pero no debo dejar de anotar algunos acontecimientos favorables que ayudaron a equilibrar mi personalidad en unos tiempos en los que confesar las penas propias era tachado de cobardía. Agradezco al destino haber tenido una familia, unos pocos amigos, haber hecho de mi soledad una ocasión para levantar el endeble edificio de la personalidad; la soledad me ha dado lectura, escritura, conocimiento de la moralidad, anhelos de poeta y humildad. De hecho pienso, y a Sócrates me remito, que la humildad es la más poderosa herramienta de quien ama la sabiduría. Muchos piensan que la humildad no es el camino de los audaces y que de los audaces es el mundo. Pero yo pienso que el mundo sólo puede ser construido con el trabajo de los humildes, de ahí que tenga la humildad como principal enseña; la humildad me ha ayudado a corregir los desajustes de mi conciencia.
Ya que he superado la edad en que la vida deja de darte cosas y empieza a quitártelas, no cometeré el error de los tiempos de mi juventud al haberme menospreciado tanto a mí mismo. Me conformo con lo que la vida me ha dado, con tener salud y quiero pasar el tiempo que me quede siendo bueno. Si acaso, me hubiera gustado ser un poco más sociable y no haberme replegado tanto en mí mismo como defensa hacia las pesadumbres de la vida. Sigue latente mi sueño de ser reconocido como escritor, pero estimo que en mi mundo hay otros asuntos de mayor importancia, y todos ellos se concretan en mi familia. Me considero dichoso por tener una familia… La vida es eso y un poquito más.


lunes, 15 de agosto de 2016

Las desavenencias literarias de Sebastián Argote y Cencibel (V) - MISERABLE Y COMPASIVO



Malos tiempos. La mendicidad ilegal (no sabía que existía una legal) se hizo tan común en los vagones de Metro, que los directivos de la empresa dieron en perseguirla con una saña nunca antes conocida. Yo me vi muy afectado, y fue como si me hubieran dado el tiro de gracia; en la calle (ya lo tenía comprobado desde mis días en Toledo) no tenía el menor asomo de suerte.
Fatalidad. Calle. Escasez de guita para hacer frente al alquiler de mi vivienda. Expulsión. Desalojamiento. Falta de higiene. Calle. Humedad del invierno. Todas mis posesiones en un carrito de supermercado: los libros impresos jamás vendidos ni aceptados como regalo, y pocas cosas más. Calle. Lobreguez creciente. Odio hacia el mundo, hacia las circunstancias de mi vida y a los que en mi mocedad no quisieron encarrilarme a tiempo. Litronas de cerveza para olvidar. Peleas con otros transeúntes por la mísera posesión de un cajero automático para pasar una noche al abrigo de las inclemencias temporales. Calle… Hambre…
Era lo que estabais esperando escuchar, ¿verdad, chavalotes? Adivinadlo sin que os lo tenga que contar… Hay ocasiones en que la derrota es completa.
***
Si fuera otro, me daría corte referir lo que vino a continuación. A estos efectos, me importa un huevo que haya quien arrugue las cejas porque yo ahora emplee la tercera persona. Jejeje, para esto no me da corte ninguno… No entiendo lo que acabo de decir… Bueno, sigamos…
Argote ya no tenía una casa a la que volver, por eso dio en deambular, empujando su carrito de la compra, por las calles de Madrid. Era invierno, y aún quedaba lejano el tiempo de los brotes de abril. Argote tenía la ropa hecha jiras y pasaba hambre las más de las veces, cuando nadie le daba nada y no encontraba qué comer hurgando en los contenedores de basura.
Un día que llovía, debió de ser por mediados de marzo, le pilló el aguacero yendo por las avenidas del parque de la Emperatriz María de Austria, en la vertiente que miraba a la autovía de Toledo. Argote ya no escribía en papel, pero, mientras la lluvia le empapaba la espalda, apenas protegida por un infame chubasquero, iba susurrando un poema de dolorosa composición.
Llegado junto a una tapia, bajo un goteante macizo de madreselva se encontró un perro pequeñito de raza inidentificable, que buscaba refugio del temporal y que tenía los ojuelos con la misma expresión que Argote debía de tener en los suyos tras las gafas tintadas.
Aunque el perrito no dejaba de gañir, Argote lo acomodó en su carrito, bajo una tela impermeable, y siguió caminando.
El carrito no avanzó demasiado. Estaba situado justo debajo de un claro en las nubes, y por eso parecía que la lluvia concedía una tregua. El perrito gañía, hipaba y a intervalos su vagido se asemejaba al de un niño de pecho. Argote lo examinó con mayor detenimiento, y comprobó que se trataba de un cachorro de pocos meses, tal vez una cría bastarda de Yorkshire Terrier. No hacía falta ser un veterinario ducho para observar que estaba muy enfermo y su pronóstico de vida se limitaba a unos pocos minutos.
Argote lo tomó entre sus brazos, y, olvidándose de sus otras posesiones, siguió caminando de esta guisa. Justo en ese instante, la lluvia se reanudaba.
No anduvo demasiado. Encontró refugio bajo la marquesina de la terminal de autobuses de Plaza Elíptica. El animalito se quejaba cada vez más, estaba en sus últimos estertores. Argote no sabía qué hacer; sus ojos turbios se clavaban en la mirada que se iba apagando.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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