domingo, 29 de enero de 2017

Lady Jane (1ª Parte - IV): La historia de Peter


Peter quedó huérfano a la temprana edad de dos años, en tiempos del reinado de Enrique VIII. Pasó enseguida a la tutela de Richard Johnson, un tío suyo en grado lejano.
Por entonces, este hombre ya estaba metido en la cincuentena. Durante su juventud había profesado como monje benedictino, pero pronto descubrió que la vida monacal no se correspondía en modo alguno con sus aspiraciones, y tomó la decisión de abandonar el monasterio. Los años posteriores a su ruptura con los votos eclesiásticos los consagró al estudio y la práctica de la alquimia, tan condenada en aquellos entonces por la Inquisición. Pero, según me participó Peter, Richard Johnson nunca estableció contacto con las potencias infernales, sino que por el contrario centró sus intereses en el lado bueno de la magia, llegando a culminar en asombrosos descubrimientos. Este honrado varón acogió al huérfano como si fuera su propio hijo, le dio una educación estrictamente humanística y durante largos años lo orientó en todas las cuestiones de la vida.
Al cumplir Peter los nueve años de edad, su tío le consiguió una genial ocupación en el palacio de Hampton Court: ser el chico de azotes de Jane Grey.
Los chicos de azotes eran bastante comunes en aquellos tiempos. Como a cualquier miembro de la realeza no se le podía castigar físicamente la falta de aplicación en los estudios, entonces el castigo correspondiente era infligido al chico de azotes. El duque de Suffolk, padre de lady Jane, quiso que su hija se imbuyera de las costumbres de la Corte y dispusiera de su propio chico de azotes.
Peter, con Jane Grey, jamás tuvo ocasión de recibir castigo alguno. Por el contrario, entre los dos se estableció una mutua corriente de simpatía. En definitiva, la sobrina nieta de Enrique VIII fue una verdadera hermana para el pobre huérfano.
Muy a menudo, Peter podía ir a visitar a su tío, que cada vez estaba más inmerso en el estudio de las ciencias ocultas. Un día, cuando el niño llegó a casa del alquimista, vio que éste estaba ausente y decidió esperar su vuelta. Para no dar curso al aburrimiento, se puso a curiosear por todos los rincones de la casa, donde se amontonaban en abierto desorden todo tipo de instrumentos extraños. Al abrir un baúl, Peter descubrió un delgado libro encuadernado en piel de vaca, el cual le llamó poderosamente la atención. Empezó a leer las primeras páginas, y ya no pudo soltar el libro hasta concluirlo. Yo no llegué a saber, en aquella primera toma de contacto, el asombroso misterio encerrado en esas desgastadas hojas de pergamino. Peter no supo explicármelo; tan sólo sabía que leyendo en voz alta unas palabras del libro, se operaba una especie de sortilegio mediante el cual un determinado individuo adquiría la facultad de desplazarse en el tiempo. A este tenor, Peter siempre tuvo la querencia de conocer las alejadas épocas del futuro. Esta curiosidad le salió cara; ahora se veía incapacitado para regresar a su tiempo de origen; que él supiera, el hechizo no surtía efecto una segunda vez.
Como es de suponer, yo no terminé de creerme la historia de mi joven amigo. Cuanto más me hablaba de sus increíbles aventuras, más convencido me encontraba de sus desvaríos mentales y con mayores motivos me encontraba dispuesto a dispensarle mi protección.
Pero aún no había sucedido lo más curioso. Peter me mostró un viejo códice asegurando que se trataba del mismo libro cuyo secreto le había colocado en esa situación tan azarosa. Observándolo detenidamente, pude apreciar que, en efecto, se trataba de un volumen muy ajado que con toda certeza rebasaba los seis siglos de antigüedad. Su encuadernación era perfecta, pese a que la piel de su cubierta estaba percudida de suciedad en casi toda su superficie. Lo abrí, y paseé mi vista rápidamente por las enmohecidas vitelas. Como era de esperar, el texto estaba manuscrito y profusamente ilustrado, detalle que despertó mi admiración. Peter era propietario de una verdadera joya de antigüedad; aquel libro, sin la menor duda, costaría una fortuna. Es importante destacar que no presentaba título alguno ni en la cubierta, ni en las guardas, ni en las páginas interiores. Ciertamente se trataba de un libro misterioso.
La atención prestada por mi parte al códice no me permitió apreciar cómo el rostro de Peter se serenaba y cómo sus ojos emitían un breve y cristalino brillo a la luz de la vela, que en muchos casos viene a significar que una ingeniosa idea ha alumbrado nuestro cerebro, al mismo tiempo que en sus labios se esbozaba una perspicaz sonrisa.
−Escúchame, Raúl –me dijo mientras yo abandonaba el recién iniciado examen de las páginas del libro−. ¿Sabes que acabo de recordar la única forma mediante la cual me sería posible regresar a mi tiempo?

CONTINUARÁ…

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


Safe Creative #1701290471738

domingo, 22 de enero de 2017

Se marchó (poema)



Se marchó
sin que supiera cómo,
del modo que la rosa
lo hace ante la tristeza
del invierno;
ni sus pétalos quedaron,
ni el vestigio de su presencia
ayer, en este mismo lugar.

Se marchó antes de que mi vida
terminara;
quizá supiera que yo
no volvería a contemplar
los atardeceres imaginando
el lugar de su morada.
No podría encontrar
sus huellas en la nieve,
pero en mi retina tendría
atrapados los colores
de su juventud.

Se marchó sin yo desearlo,
mirando sin temor al mañana
y dejando en la cuneta
tantos dolores sin motivo.
No quise imaginar que la pena
quedaba conmigo,
que el error de un momento
se puede pagar toda una vida.

Sólo sé que se marchó,
que el cielo la bendiga.

Plaza Tarifa, Madrid, jueves 29 de diciembre de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


Safe Creative #1701220423936

domingo, 15 de enero de 2017

Lady Jane (1ª Parte - III): Un compañero inesperado


Casi desesperadamente, cerré la ventana y me dejé caer sobre la inmediata silla. Al momento fui presa de un pesado sopor que me abocó a un sueño consolador, agradable a mi lastimada sensibilidad.
Nunca supe el tiempo que permanecí en ese estado de duermevela. Sólo sé con certeza que me desperté gradualmente debido a un llanto infantil que se escuchaba en el rellano de la escalera.
Tan inesperada circunstancia no dejó de sorprenderme; el dueño de la posada me había especificado claramente que yo era el único huésped esa noche. ¿De dónde podría provenir, pues, ese dolido llanto? Esto no dejaba de ser extraordinario. En un santiamén poblaron mi fantasía viejas historias de fantasmas, casas encantadas y aparecidos, con las cuales era propenso a asustarme en el transcurso de mi niñez.  Pero ahora, ya metido en la edad adulta, mi raciocinio se negaba a admitir cualquier acción o presencia sobrenatural. Superado el pasmo inicial, me dispuse a investigar tan singular misterio.
Salí al rellano y, con andares sigilosos, me dejé guiar por el sonido del llanto. Llegué al final de un tétrico pasillo, donde vi una puerta entreabierta, por cuyo hueco se deslizaba el titilante resplandor de una vela. Haciendo acopio de valor, terminé de abrir la puerta y lancé una mirada inquisitiva al interior.
Al momento se interrumpió el llanto, y me cercioré de que mi asombro no había hecho más que empezar.
El llanto lo había emitido un niño, que al primer golpe de vista me pareció un ser bastante peculiar. Tenía un rostro de gran belleza, que aparecía enmarcado por una cabellera tan rubia como un trigal en el mes de junio; sus ojos eran muy negros, pese a lo cual ostentaban una ardiente expresividad. Lo que más me llamó la atención fueron sus ropas. Sin duda no pertenecían a nuestra época; eran, eso sí, de rico brocado de raso azul, aunque ahora tenían huellas de suciedad, sin restar por ello un ápice de decoro a la conmovedora imagen que el niño ofrecía. Una imagen que constituyó para mí el símbolo de toda aquella gran aventura que me fue dada vivir. Yo aún ignoraba el sincero afecto que llegaría a cobrarle a ese niño. Hoy sigo bendiciéndole. Siempre sentí una gran sensibilidad hacia la infancia, y por ello no me causó incomodidad tan inesperada presencia.
−Hola –dije en un tono alegre.
El niño me miró con sus ojos arrasados en lágrimas. La irritación provocada por el copioso llanto había enrojecido sus párpados. En un principio se asustó de mí y corrió a esconderse debajo de la mesa situada en el centro de la habitación.
−¡Oh no, amiguito! No temas nada, no deseo hacerte ningún daño. Simplemente pensaba que no había nadie más en todo el piso, y tu presencia me resulta inesperada. Así que puedes abandonar tu escondite, si lo deseas. Yo sólo quiero ser tu amigo.
Mis palabras debieron de tranquilizar al niño, y éste salió de debajo de la mesa. Se podría decir que me devoró con la mirada. Yo me esforzaba por mostrar una apariencia bondadosa y alegre, a pesar de mi tristeza interior.
−¿Cómo te llamas? –le pregunté mientras me sentaba en una silla.
El niño se acercó, y tomó asiento a mi lado.
−Mi nombre es Peter Hawkins –se presentó−. Yo era el chico de azotes de lady Jane Grey, que ahora está casada con lord Guilford Dudley, el hijo menor del duque de Northumberland. Ser chico de azotes es un oficio muy reposado, porque nunca hizo falta que me pegaran por causa de la poca aplicación de lady Jane. Ella siempre ha sido muy estudiosa, y además me quiere mucho. ¡Me lo dijo una vez, antes de que se casara!
−¿Qué disparate me estás contando, hijo? –dije haciendo auténticos esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas.
El niño pareció ofenderse.
−Tú no me crees; es cierto. Yo no tengo la culpa de haber leído en el libro de mi tío Richard Johnson la fórmula mágica para viajar en el tiempo. Yo deseé venir a esta época, y ya no podré volver. ¡Oh! –Peter reanudó el llanto interrumpido−. Nunca más podré jugar con la hermosa lady Jane.
Desde que escuché las primeras palabras de Peter, ya me dio la impresión de que padecía alguna especie de trastorno mental. Se apoderó de mí una compasión sin parangones, tanto es así que ya no me acordaba de mi particular desgracia, cosa que en el fondo agradecí. Si las palabras de Peter tuviesen algún fundamento, estaría mencionando a Jane Grey, prima del joven rey Eduardo VI de Inglaterra. Sus ropas, no obstante, me hicieron sospechar algo; desde luego no se correspondían con los estilos de nuestro tiempo, sino más bien con las modas que debieron imperar en Inglaterra hacía casi cuatro siglos.
Yo me acerqué al niño, lo tomé en mis brazos y, mirándole fijamente a los ojos, le dije:
−No te preocupes, Peter. Yo también me encuentro solo y si lo deseas, te vendrás conmigo y te protegeré. Tú no te imaginas la gran alegría que me darías si aceptaras venir a vivir conmigo. ¡Ah!, por cierto, me llamo Raúl y soy español. Estoy completamente seguro de que te encantaría España. Podríamos pasarlo muy bien. Sería genial tener un amigo con el que dialogar en las solitarias noches de invierno, con el presenciar las suaves puestas del sol en el verano. En definitiva, alguien con quien compartir las pequeñas pero grandes de la vida. Pero antes de contestarme, háblame un poco de ti y dime cómo has viajado en el tiempo. Tus palabras de antes no tienen sentido para mí, así que cuéntamelo todo detalladamente.
Mis palabras, aunque de una rematada cursilidad en el fondo, hicieron que Peter adquiriera la necesaria confianza en mí para ponerme al tanto de sus peripecias. Por motivos de claridad, me veo en la precisión de narrar yo mismo la historia de Peter. Mi joven amigo me la refirió de forma inestable. Muchas veces interrumpía su relato para ahogar sollozos inoportunos. Por ello, no considero de ley reproducir fielmente su diálogo, porque de lo contrario éste presentaría demasiadas incoherencias.

CONTINUARÁ…

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


Safe Creative #1701150367195

domingo, 8 de enero de 2017

Parábola del pescador de almas (poema)



Te damos gracias, pescador,
por las horas ocultas en el océano,
pintando rosas en el telón del alba
y confundiendo tu pena
con las lágrimas de las olas.
Esos panes de centeno depositados
en el cesto de los peces,
mientras doblaban las campanas
de la ciudad alejada de la costa.
Recuerdas a la niña que,
bajo el cielo de domingos luminosos,
iba contigo en la barca,
su vestido de lluvia de primavera,
flores de la ribera entre las ondas de su pelo.

¿Por qué, papá, no vamos a misa
como los demás?, preguntaba ella
cuando ya los pensamientos
querían regalarle su luz reveladora.

Mira el albatros en el cielo,
allí está la cruz de mi templo;
contempla la espuma de las olas,
tal es la sábana de mi altar;
considera la mar que nunca termina,
son mis oraciones que ascienden a Dios;
esos panes de centeno floreciendo
entre los peces, son mi ofrenda de gratitud
y el alimento que sació a cinco mil bocas.

La niña miró con destellos de melancolía
las riberas distantes,
los molinos volteando en las colinas,
las cigüeñas bendiciendo los campanarios.
Apúrate, papá, llévame con ellos.

Te damos gracias, pescador,
porque lo hiciste.
Quitaste de sus horquillas los remos,
los uniste cruzados
y el sol brilló en sus extremos.
Escúchame, Dios que te escondes en la mar,
condúcenos a buen puerto,
no permitas que mi hija desconozca
las cosas que yo no aprendí,
déjame solo en la mar y evita
que yo sea causa de infelicidad
para un alma que se está abriendo
a la vida.

Y así fue en lo sucesivo.
En otros domingos de fiesta,
el cesto iba vacío,
la barca tan silenciosa
como el paso de las nubes,
su hija bajo las campanas de la lejanía.
¿Cuándo vendrás a buscarme, pequeña?
No verás que yo me mueva
de nuestro templo de las olas azules.


Plaza de San Vicente de Paúl, Madrid, domingo 18 de diciembre de 2016

Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)