Recuerdo que cuando empecé a escribir la segunda parte de Lady Jane, en el invierno de 1989, me encontraba muy influido por la lectura del Ulises de James Joyce. Fue un desafío leerme ese libro, y más con los verdes años que yo entonces me gastaba. Mi profesor de Lengua sostenía que era un libro no al alcance de todas las inteligencias, denso y hasta aburrido. A mi me fascinó; gracias a ese texto descubrí que podía existir un cauce de comunicación entre la prosa y la poesía, y que la libertad podía tener las alas abiertas en el mundo literario.
Estas ideas inficionaron de alguna manera mis siguientes escritos, llegando a truncar en ocasiones el discurso narrativo de Lady Jane.
Ahora se me presentan las opciones de darle un buen afeitado al texto o respetar el delirio creativo del joven que fui. Al final me he decidido por destacar entre cursivas lo que yo ahora, ya cargado de madurez literaria, consideraría superfluo. Pueden prescindir de su lectura o soltar una sonrisa de condescendencia ante las especulaciones románticas de un artista adolescente, que diría el mismo James Joyce.
Una simpática sonrisa de niño. Un enardecido abrazo
de gratitud.
−¡Gracias, muchas gracias, gracias te sean dadas
ahora y siempre hasta el final de los tiempos!
Peter lloraba de alegría en mis brazos. ¡Qué poquito
cuesta hacer feliz a un alma esperanzada! ¡Qué maravilloso placer se
experimenta después de realizar una buena acción a un semejante!
En principio, el gran agradecimiento que el niño
sentía hacia mí, me causó una extraña turbación. Raras veces había visto en mi
vida a alguien tan satisfecho por mis servicios. Peter fue, y lo seguiría
siendo en años sucesivos, el gran artífice de esa sensación de paz surgida en
medio de las borrascas de mi vida interior. Aquel abrazo suyo fue como la lava
de un volcán, cuyo ígneo fluido representa el combate entre la vida y la
muerte, entre el amor y la aversión. ¡Oh!, cuánto daría por volver a ver al
joven Peter. Él hizo que renaciesen en mí las ganas de vivir y de volver a
sentir la acibarada alegría del amor. Todavía no estoy seguro de si Peter
existió en realidad; tal vez fue sólo una imagen onírica, pero estoy seguro de
que fue quien me condujo hacia el objeto de una gran veneración pasional y que
hoy sólo son cenizas de un poderoso y melancólico amor platónico: la hermosa
Jane Grey. ¡Oh!, desconocido lector, no
podrías imaginarte lo buena y sencilla de corazón que ella era. Se conmovía por
cualquier motivo: por las violetas que la primavera hacía brotar en las
grisáceas márgenes del Támesis, por los tiernos cantos de las aves matutinas,
por las voces de los niños (aunque ella todavía seguía siendo una niña), por
los versos que los poetas cantaron en los comienzos del mundo civilizado. Ella
era lady jane, sin más. ¿Por qué tuvo que morir? ¿Por qué me siento tan solo?
Cuando la vi por primera vez, comprendí que me sería difícil encontrar mejor
objeto de adoración. Quizá me esté adelantando al curso de mi relato; siempre
dejé volar mis sentimientos con la pluma. Recibe mi más sincero reconocimiento,
mi estimado Peter. ¡Oh, queridos seres! ¿Por qué razón la vida os llevó siempre
tan lejos de mi lado? ¡Oh, desesperación!
El que Peter pensase que habíamos viajado casi
cuatro siglos en el pasado dio lugar a una escena emotiva. Entonces me hice
cuenta del inmenso poder de la imaginación. Peter era el claro exponente de la
persona que encuentra su felicidad particular recurriendo al amparo de la
fantasía para transformar la realidad en una figuración de ésta más saludable
al individuo.
Cuando el alborozo de Peter cesó y pudimos tranquilizarnos
lo suficiente, reparé en el broche de cabeza de unicornio. Aquella pausa de
silencio constituía la ocasión adecuada para interrogar a mi joven amigo acerca
del peculiar adorno que aún conservaba en mi helada mano.
−A propósito, Peter, quería habértelo preguntado
antes pero con tus insistencias casi lo olvidé. –Entonces le mostré el broche−.
¿Es tuyo esto? Lo encontré hace unos momentos sobre la mesa y, a pesar de mis
vagos conocimientos en joyería, he podido constatar que se trata de una pieza de
gran valor.
El niño asintió a mi afirmación. Sus ojos, todavía
húmedos, mostraron un destello de inteligencia. ¿Cómo era posible que brillaran
de esa forma? Y eso que sus ojos no eran azules ni verdes, sino tan oscuros
como una noche sin luna. Más adelante él me dijo que los ojos de lady Jane eran
muy verdes; cuando los vi, no pude recuperarme de la impresión que me causaron.
En mis sueños todavía hay una luz cegadora de color verde, y entonces, en esos
momentos, parece como si ella guiara mi camino. ¡Oh, luz resplandeciente! Eres tú, porque verdes fueron tus ojos, tan
verdes como esmeraldas en una jungla de helechos. Antigua amiga, no permitas
que el brillo de tus ojos se apague en mis pensamientos.
Peter me pidió el broche y, cuando lo tuvo entre sus
dedos, comenzó a acariciarlo con unción y dulzura.
−Sí, este broche –dijo ella− me lo regaló lady Jane
una lluviosa mañana de primavera. Habíamos estando jugando y leyendo cuentos
desde que levantó el sol. Raúl, tenías que haber visto lo hermosa que estaba
cuando la brisa que subía del río refrescaba su rostro y éste se sonrojaba
ligeramente.
−Me lo puedo imaginar –dije yo, y creo recordar que
experimenté una peregrina sensación de gozo.
−Desde que me regaló el broche, siempre lo he
llevado conmigo. Gracias por haberlo encontrado. No me hubiese perdonado el
perderlo.
Mi dicha interior se duplicó. Ya no podía dudar de
las palabras de Peter. Simplemente me dejé arrastrar por las ondas de su
juvenil e inspirado pensamiento.
−¡Bueno! –exclamó Peter−. Creo que ha llegado el
momento de volver al lado de lady Jane.
«¡Oh, pensamientos racionales y mundanos! –dije en
mi interior−. No aparezcáis todavía. Dejad que me refugie en las palabras de
este niño. Entonces es verdad, potencias
celestiales: ella existe, la buena y hermosa lady Jane está en el mundo.
Felicidad, no me abandones. ¡Qué maravillosos son estos pensamientos! Lady
Jane, quiero conocerte.»
Pese a mis poéticas cavilaciones, aún me quedaba un
resto de duda acerca de nuestro viaje en el tiempo, por lo que no vacilé en
pedir a mi amigo una prueba fehaciente que diese feliz testimonio de nuestra
transmigración.
−¡Cómo no! –me respondió él−. No tienes más que
abrir la ventana y mirar.
No recuerdo si desperté de mi ensueño y volví a ser
invadido por el gran escepticismo que me provocaron las primeras palabras
escuchadas en boca de Peter. Lo cierto es que me acerqué a la inmediata
ventana, tiré de la falleba, abrí los postigos y una fuerte brisa me golpeó el
rostro.
Cuando dirigí la vista al exterior (¡Oh, cielo
santo!), aquél no era el Londres que yo conocía, sino la ciudad que debió ser
cuatro siglos atrás.
Peter, perdóname si dudé de ti en un principio.
¡Tenías razón! De una forma u otra, habíamos viajado al pasado. Ya no me cupo
duda de que todo lo que me dijiste era cierto.
Londres era ahora un amasijo de toscas y austeras
construcciones de madera, exceptuando las catedral de San Pablo, la fortaleza
de la Torre, la abadía de Westminster y otras casas de la alta nobleza.
Nosotros nos encontrábamos en Southwark, entonces una pobre barriada
londinense. La gente vestía humildemente (la primera que vi), con jubones y
rudimentarios vestidos de lana sin abatanar.
−¿Te convences ahora? –me preguntó Peter un tanto
sarcástico.
Pese a la evidencia, aún me resistía a creerlo. Era
algo inimaginable, por no decir imposible. En ese momento, creí volverme loco.
Presa de una especie de desvarío nervioso, comencé a pasearme de arriba abajo
por la estancia. En una de las esquinas había una palangana de agua con una
lámina de polvo en su superficie. Sujeto a conatos de desesperación, introduje
mis manos en el líquido y humedecí copiosamente mi rostro; esperaba que el agua
operase en mí algún efecto favorable. Volví a acercarme a la ventana y me
cercioré de que cualquier otro intento referido a despertar de esa especie de
sueño sería en vano: el Londres del siglo XVI seguiría siendo el Londres del
siglo XVI. Lo mejor que podía hacer era rendirme a la evidencia. ¡Mi compañero
y yo habíamos viajado al pasado! Ya no cabía ninguna duda al respecto, y sería
vano cualquier otro intento por demostrar lo contrario.
Al parecer, habíamos llegado en un momento crucial
de la historia de Inglaterra. La gente iba gritando por las calles: “¡Han
detenido a lady Jane!”. La noticia se propagaba con la rapidez de la pólvora.
La historia se repetía ante mis ojos.
La muerte de Eduardo fue sentida por el pueblo
londinense. Su reinado supuso un alivio tras el caprichoso reinado de su padre,
Enrique VIII.
Recurriendo a mis superficiales conocimientos de la historia
de Inglaterra, ya sabía que el siguiente paso sería la coronación de Jane Grey
y de su consorte Guilford Dudley, quien en un principio no estaba enamorado de
ella, ni ella de él. Pero al final sus vidas concluirían en medio de una bonita
historia de amor.
(¡Oh, lady
Jane! Como te amé entonces, pero, ¡triste de mí!, tu corazón pertenecía a
Guildford. Tú le amabas locamente, e imaginé qué hubiera sido de nosotros si te
hubiese conocido en otro lugar y en otro tiempo. ¡Qué maravilloso hubiese sido
tenerte de compañera! Sin embargo, tú te merecías alguien mejor que yo y
encontraste el amor en Guilford. Al final sólo podía pensar en quién era yo
frente a tu gloriosa persona, y encontré una única respuesta: nada, nada, nada…
tal era yo. ¡Oh, viejo amor de mi vida! Mil imperios conquistaría sólo por
volver a verte.)
−Bueno, Raúl –dijo Peter−. Creo que ya hemos estado
bastante tiempo aquí. Debemos irnos de inmediato, necesito ver a Lady Jane. La
echo tanto de menos…
−De acuerdo, marchemos –dije casi tartamudeando.
Cuando ya estábamos frente a la puerta de la
habitación, escuché de nuevo la voz de Peter con tono de mandato:
−¡Espera!
−¿Qué es lo que sucede? –pregunté.
−No pensarás salir afuera vestido de esa forma.
Llamarías demasiado la atención.
Peter tenía razón. Casi pude imaginar qué hubiera
ocurrido si la gente me hubiese visto con las prendas originarias de mi tiempo.
Seguramente me hubiesen confundido con un hechicero, y entonces podría
considerarme carne de hoguera.
−¿Qué hacemos entonces? –le hice otra pregunta.
Peter me llevó junto a un vetusto arcón y lo abrió.
Empezó a revolver entre un amontonamiento de trastos viejos. Al final encontró
lo que buscaba: un arrugado traje de algodón de color almagre, unas desgastadas
polainas marrones y una capa de franela roja, en estado más o menos aceptable,
que como afuera era invierno me prestaría un servicio inestimable. Completamos
el atavío con un sombrero a juego con el traje y, lo que más me llamó la
atención, una espada de bien templado acero toledano envuelta en una ajada
vaina de cuero.
Una vez mudados mis atavíos, nos dispusimos a
abandonar la estancia. Peter cogió el libro de su tío y se lo guardó en una
pequeña escarcela junto con el broche de unicornio. Yo me encontraba al colmo
de mis emociones. Parecía mentira pero iba a conocer por mis propios ojos una
de las etapas cruciales de la historia de Inglaterra, y también era posible que
conociera a lady Jane.
CONTINUARÁ…
Por
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).