A poca distancia había un grupo de hombres en el más
acusado estado de embriaguez. Sin abandonar nuestro asombro, pudimos ver que
pertenecían a uno de los estratos de la nobleza, sus lujosas ropas así lo
evidenciaban. Uno de aquellos hombres tenía un ojo cubierto con un pedazo de
cuero. En conjunto, ofrecían una imagen bastante repulsiva.
Peter y yo pasamos entre ellos. Tras un leve intervalo
de silencio, algunos soltaron unas carcajadas en tono macabro.
−¿Qué os parece? Un caballero y un pequeño infante
vienen a que les invitemos a un trago. ¡Jajaja!
−¡Jajaja! ¡Vive Dios que tienes razón, Jimmy!
−Aguardad, caballero, no os marchéis –dijo uno de
esos borrachos, al tiempo que se levantaba del suelo y colocaba groseramente
una mano sobre mi hombro.
−¿Qué deseáis? –pregunté tratando de adecuarme a los
registros idiomáticos de aquella época.
Observé que mi interlocutor tenía grandes bigotes
pelirrojos. Peter se quedó pálido del susto.
−¿Qué habéis venido a hacer aquí? –inquirió el
pelirrojo.
−Respondedme primero vos, puesto que yo he sido
quién ha preguntado primero.
−¡Vaya! ¿Os dais cuenta? –comentó dirigiéndose a sus
compinches−. Tiene carácter este alfeñique; quiere que le responda primero.
Pues bien, caballerete –volvió a mirarme−, os respondo que sólo busco
satisfacer mi curiosidad.
−Pues yo os respondo –dije con afectada firmeza− que
hemos tomado esta calleja para evitar la aglomeración que se ha formado en las
vías principales.
−Sí, la joven reina ha llenado las calles con la
noticia de su detención. Buscado se lo tiene, su gobierno ha sido demasiado
sensiblero; sólo se preocupaba de pobres diablos en lugar de nosotros, los
nobles. James, ¡pásame el pellejo!, me ha entrado sed con esta plática.
−¿Eso pensáis? –le pregunté, mientras el tuerto le
cedía el pellejo de vino.
−Sí. ¿Y vos qué idea tenéis acerca de un perfecto
gobierno? –me preguntó a su vez, antes de ponerse a trasegar vino.
−Bueno –dije adoptando un aire filosófico−. Yo
comparto las ideas aristotélicas. Pienso que el buen funcionamiento de un
gobierno reside en el hecho de que los gobernantes busquen el bien colectivo
del pueblo y no el beneficio propio.
−¡Excelente! –exclamó ofreciéndome el pellejo−.
Trasegad un buen trago en honor a ese formidable discurso.
−No, gracias −rehusé−. No bebo.
Al momento pude ver cómo sus facciones se endurecían
y sus ojos emitían un brillo enojado.
−¿Habéis oído? –preguntó con acento furioso,
dirigiéndose a sus compinches−. ¡Me ha rechazado un trago, pero vive Lucifer
que lo va a lamentar!
−¡Sí, sí! –exclamaron a coro los borrachos−. Ha
rechazado un trago nada menos que de la mano de su excelencia sir Herbert
Bradock, baronet por gracia del Rey, señor de “Walken House” y descendiente de
valerosos antepasados. ¡Oh!, no hay alternativa… ¡Merece ser castigado!
Peter, al colmo de su espanto, se aferró a mi
cintura. Realmente, aquélla no era una situación para infundir alegría. No pude
por menos de lamentar mi falta de diplomacia y pensé que, de haberlo sabido
antes, me hubiera bebido todo el vino del pellejo si fuera preciso. Pero ¿quién
podría predecir las reacciones de gentes en un ambiente tan extraño a mí? Ya
era tarde para arrepentimientos.
Enseguida se escuchó el sonido de espadas y dagas al
ser sacadas de sus vainas. Acto seguido, un bosque de amenazadoras hojas de
metal se cernía hacia nosotros.
−¡Esperen! No fue mi intención molestarles.
−¡Fijaos! –masculló sir Herbert−. Ahora trata de
disculparse, pero éste no se va a ir sin probar el sabor de mi acero.
Comprendí la inutilidad de tratar de infundir calma
a esos borrachos, así que empujé a Peter hacia la cercana pared y desenvainé la
espada lo más rápido que pude, gesto que hizo retroceder un tanto a nuestros
agresores. Yo sabía que entre mis conocimientos el esgrima brillaba por su
ausencia, y por ello el compromiso en que me veía envuelto no era baladí por
cierto.
No obstante, el estado ebrio de mis antagonistas
suponía una considerable ventaja a tener en cuenta. Podría ser que al final del
todo consiguiésemos salir airosos de tan feo asunto.
El baronet fue el que en primer lugar avanzó hacia
mí, con paso tambaleante y la espada a su vez desenvainada. Con su acción
estimuló al tropel de borrachos. Peter se cubrió los ojos y la boca con las
manos, a fin de sofocar un grito acuciador. Yo comencé a agitar la espada en
amplios molinetes. Sonaron los primeros choques con el acero. El baronet, en un
arrebato de furia, dirigió su espada hacia mi pecho, embestida que con gran
fortuna pude desviar mediante un acertado golpe en su cazoleta. El impulso de
mi contraataque ocasionó la caída de sir Herbert y dos de sus secuaces,
arrastrados por él en tan brusco aterrizaje.
Aprovechando el paréntesis de confusión causado por
la derrota momentánea del baronet, dirigí la vista a otro lado y vi que el
caballero tuerto, cuyo nombre era James, se aproximaba a mi tembloroso
compañero. Mi más inmediata intención fue acudir en su auxilio pero, como si
una maldición se ensañase conmigo, tres nuevos borrachos acudieron a mi
encuentro con sus espadas erguidas amenazadoramente. Sintiéndome frustrado, me
arrojé a luchar contra ellos con gran derroche de coraje.
Entretanto, el tuerto intentaba quitarle la
escarcela a Peter. Éste se defendía de la mejor manera posible: mediante
intentos de mordisco, con débiles patadas de niño y abundante provisión de
arañazos. Empero, tales esfuerzos no fueron suficientes para impedir que el
tuerto aferrase finalmente con su enorme manaza la escarcela de color carmesí.
Los dos tiraron de ella en sentidos opuestos, con muy diferente grado de
fuerzas. Al final se escuchó el característico sonido de paño rasgado, y el
grimorio de Richard Johnson y el broche de cabeza de unicornio cayeron al
barro. Peter consiguió hacerse con el broche, y al momento requirió mi
atención.
−¡Raúl, ahí va el broche! ¡Atrápalo, rápido!
Me lo arrojó a través del aire, y yo, en medio del
fragor de la pelea, conseguí agarrarlo.
Sin embargo, Peter no pudo impedir que el libro le
fuera sustraído por el tuerto, el cual se alejó de aquel hostil escenario
tirando hacia el final de la callejuela.
−¡Peter! –grité mientras intentaba hacerme con el
control de la espada−. ¡Aléjate de aquí!
El niño obedeció mi indicación; se fue tras los
pasos del tuerto. Yo confiaba en que no se alejase demasiado y pudiera
encontrarlo más tarde, si lograba salir con bien del trance en que me veía implicado.
A este respecto, me encontraba débil, jadeante, con
mi espalda casi rozando el muro inmediato, acosado por esos diestros aunque
borrachos espadachines, con ausentes conocimientos de esgrima. En verdad, la
situación no pintaba nada bien para mí.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las
nubes).