Otra
vez puesto de pechos en el parapeto del Puente Nuevo, por el lado cuya vista se
abre a las ahora soleadas casas colgadas. Un momento delicioso de la mañana, si
bien el calor estival empezaba a hacerse insoportable. La blancura solar de las
casas colgadas formaba un armonioso contraste con el verdor y la aridez del
tajo, y con la cinta azul del río Guadalevín. No es de extrañar que Ronda esté
hermanada con la ciudad de Cuenca por el asunto de las casas colgadas, y me
sería difícil decidir cuál de las dos se lleva la palma en este caso, ya que
por las maravillas de sus respectivos entornos compiten reñidamente en belleza;
por ello, la solución más factible es un amistoso hermanamiento entre las dos
ciudades, una manchega y la otra andaluza. Justo debajo de mí contemplaba la
terraza de un restaurante que tenía el aliciente de la proximidad del Puente Nuevo
y el hecho de estar asentada junto al mismo filo del abismo. Se veían algunos
grupos de turistas disfrutando de un desayuno tardío. A media distancia, la
curva del río y sus farallones no permitían distinguir otra porción importante
de Ronda, donde están tendidos sus puentes más antiguos.
La
última parte de mi visita me llevaría a tratar de descubrir la belleza de los
lugares que había soslayado la víspera. A este tenor, crucé por enésima vez el
Puente Nuevo, ahora todo él bañado por el sol, y tiré hacia la plazuela donde
se ubica el monumento a los viajeros románticos. Desde ahí bajé por la cuesta
de Santo Domingo (no la de Pamplona, por cierto). No creo que exagere al
afirmar que se trata de una de las calles más bellas de Andalucía, y por
extensión de toda España. No es que haya mucha anchura, pero en ese breve
espacio se aprietan tentadores restaurantes, terrazas en sombra y coquetos
jardincillos. Las fachadas muestran la solera del paso de los siglos. En el
primer recodo de la cuesta, por así decirlo, me topé con un cartel anunciador
de la proximidad de la Casa del Rey Moro, junto a una pintura que recreaba la
figura de una religiosa, ya desvaída por el paso del tiempo y los ultrajes de
la intemperie. En la misma fachada, a escasos metros, sobre el dintel de una
puerta de no mucha altura, aprecié otra pintura, en mejor estado que la
anterior, que por las trazas se correspondía con el retrato de un árabe de
estirpe real; posteriormente me enteraría de que se trataba del rey musulmán
Abomelic, de la estirpe de los benimerines.
A
cosa de cuarenta metros, me situé junto a la entrada de la Casa del Rey Moro.
La casa en sí estaba sometida a obras de restauración, y el acceso a la misma
quedaba vedado al público. En cambio, sí que era visitable lo que se llama La
Mina Secreta, y también los Jardines Colgantes de Forestier. Me hice con la
entrada, al módico precio de 5 euros, y me dispuse a visitar la Mina.
Por
mi lectura de la noche anterior, yo ya sabía que la tal mina era una escalera
en zigzag que se adentra varios metros en la roca viva que integra las paredes
del abismo. La obra se realizó a comienzos del siglo XIV, bajo los auspicios
del mencionado rey Abomelic, y fue concebida como una estructura militar, que bien
podía servir de defensa y abastecimiento de agua en caso de asedio a la ciudad.
Yo no lo vi, pero dicen que en uno de los muros de adobe de la escalera hay un
proverbio que reza de la siguiente forma: “En Ronda mueras acarreando zaques”.
Es necesario aclarar que los zaques eran una especie de pellejos que se
utilizaban para contener el agua que se subía desde el fondo de la mina
mediante el método de la cadena humana. La escalera está techada en todo su
recorrido por un ingenioso sistema de bóvedas encabalgadas, donde alternan los
adobes con los ladrillos. De cuando en cuando se abren huecos en los rellanos,
que en su día fueron mazmorras o salas donde la imaginación del vulgo situaba
el acceso a baños de reinas o palacios subterráneos, en los que se llevaba a
cabo todo tipo de actividades misteriosas. Queda, no obstante, corroborado el
carácter militar de este lugar, que salva un desnivel de 80 metros desde las
alturas de la ciudad hasta la orilla del río Guadalevín, en el fondo del tajo.
Mientras
acometía el descenso por los empinados escalones, me vino a la memoria los de
las torres de Notre-Dame, que en la ocasión de mi viaje a París se me antojaron
interminables. En contraposición, la humedad desempeñaba un papel capital en
esta ocasión. Llegué a un ensanchamiento conocido como Sala de los Secretos, y
mi mente se predispuso a apariciones fantasmales. Pisé un extenso charco de
agua, aunque por fortuna de unos milímetros de profundidad tan sólo. Unos
ventanales de función imprecisa creaban la sensación de hallarse entre los
nichos de un camposanto. El silencio y la oscuridad despertaban pavor. A saber
a qué fueron destinadas estas salas en tiempos de antaño.
Proseguí
mi descenso cada vez más intrigado. Tuve la alegría de toparme con un vano por
el que penetraba generosamente la luz del día. El agua se diría que manaba de
la roca viva, abriéndose paso entre los intersticios que dejaban los ladrillos
de los abovedamientos. Sin duda por la acción corrosiva de la humedad, algunos
tramos de la barandilla se habían desprendido de su agarre en la roca. Muy poca
gente se cruzaba en mi camino; de hecho creo recordar que sólo me di de manos a
boca con una mujer extranjera que, armándose de estoicismo, emprendía el más
que arduo ascenso por la escalera. En los siguientes vanos de luz natural se me
descubrieron agradables estampas del cauce del río y de las plantas trepadoras,
que se revelaban allí especialmente abundantes.
El
final de la escalera me condujo a una parte especialmente mágica de este viaje
que había emprendido impremeditadamente: el encuentro con el río Guadalevín. Me
vi en una especie de embarcadero de dimensiones por demás reducidas, acompañado
de dos o tres turistas. Al lado había una barca que no prometía demasiada
estabilidad, casi con su bordaje a flor de agua. El silencio nos rodeaba y
había que tener asimismo el alma silenciosa para percibirlo. Los muros cortados
a pico se elevaban como una garganta catedralicia, exhibiendo cicatrices de
agreste vegetación. Las aguas, con su pasmosa tranquilidad, pretendían hacer
una copia del cielo; había que aguzar la vista para observar algún movimiento
de peces e insectos que imitaran la proeza de Cristo al caminar sobre las aguas
del lago de Genesaret. El cauce que se podía apreciar no era excesivamente
extenso; se trataba de una zona del río que describía una curva cerrada en su
encajonamiento. Allá a lo lejos, casi en una esquina distante del cielo,
distinguí la armoniosa disposición de una casa colgada. El sol, ya próximo a
tocar su meridiano, descolgaba sus rayos por los farallones para al final
disfrutar de un baño de luz azul-verdosa. Experimenté casi el mismo sentimiento
que me produjo la vista del Lago Espejo en el Monasterio de Piedra, hacía ya
muchos años. Probablemente la sequía era causa de la inmovilidad del agua, pero
fui consciente de hallarme en un momento de lirismo paisajista que perduraría
largamente en mis recuerdos.
De
repente me di cuenta de que me había quedado a solas en ese embarcadero de
sueños y aguas de eternidad. Tomé asiento en una roca cercana, abrí mi libreta,
saqué la pluma y tracé algunas frases que trataban de capturar la belleza de
aquel instante. Pero el río de tinta se mostró tan impávido como el Guadalevín.
Mi brazo derecho dio testimonio del dolor que venía padeciendo, y mi mente se
quedó como encogida, temerosa de emprender otros vuelos incomprensibles. Sentí
que la melancolía se abría en mi interior como los pétalos de una rosa pasional
con la primera luz de la mañana. Me pregunté sobre la vida y las oportunidades
echadas a perder, registré mi memoria en busca de alguna señal de Dios, de
alguna reminiscencia de la fe que se me quedara aletargada hacía ya mucho
tiempo. El silencio de ese entorno bucólico se emparejó con el de mis
reflexiones. Cerré la libreta, guardé la pluma y me levanté de mi asiento en la
roca… Había tocado fondo, y mi única escapada vital era hacia arriba, siguiendo
el recorrido de los escalones de la Mina Secreta.
Agradecí
tener el cuerpo habituado al ejercicio físico, porque de otra forma hubiera
resultado en extremo dificultosa la ascensión a los jardines del inicio,
llamados los Jardines Colgantes de Forestier, en alusión al paisajista francés
del mismo nombre, que los diseñó por encargo de la duquesa de Parcent. Las
vistas desde los mismos eran imponentes, ahora en el momento en que el sol
repartía con largueza el oro de sus tesoros. En el tiempo que llevaba en Ronda,
pude apercibirme de los grandes privilegios que le estaban siendo concedidos a
mis ojos; ahora, sin embargo, mientras éstos llevaban a efecto un barrido de
perspectivas, me sentí aupado a una felicidad, a una satisfacción, indefinible.
Las palabras ya no podían servirme de auxilio, ahora todo era una sinfonía de
sensaciones, que buscaban un anclaje en el pasado para esbozar una eternidad de
alegre nostalgia que presidiera mis mejores recuerdos de los viajes que había
tenido la suerte de emprender en el conjunto de mi vida. Dejé algo mío,
irrecobrable, en aquellos balcones abiertos al abismo. Y llegué a tener el
convencimiento de que si me diera la vuelta, me encontraría, en un banco a la
sombra de una acacia, a Miranda Warriner y a Lucas Charnock agarrados de la
mano. El amor en Ronda había encontrado su culmen. Tal vez, justo en ese
momento en que mis pies cubrían los últimos escalones que me separaban de la
salida del recinto, un pequeño rosal estaría floreciendo junto a la tumba de
A.E.W. Mason… Un rosal de Andalucía.
Abandoné
la parte visitable de la Casa del Rey Moro con no poco pesar. Aprecié la altura
que había alcanzado el sol en la bóveda celeste, y se me despertó cierta
inquietud. Tenía que pensar en emprender sin más tardanza el viaje de regreso a
mi hogar. Por esta razón, rehusé visitar los Baños Árabes; tal vez me arrepintiese,
pero traté de confiar en que no fueran tan magníficos como los que se pueden
visitar en los Palacios Nazarís de la Alhambra de Granada. En sustitución, me
encaminé en sentido al río para vadearlo por el puente que en tiempos de los
árabes servía para comunicar las dos partes de la ciudad; me refiero al Puente
Viejo. Se me hizo bastante modesto en comparación al puente que ya hemos
mencionado y que constituye el auténtico emblema de Ronda. Sin embargo, el
Puente Viejo no está exento de encanto, por su mayor acercamiento al río y la
romántica soledad que se respira por aquellos parajes.
Había
algunos turistas dando faena a sus máquinas fotográficas. Hacia la derecha pude
vislumbrar otro puente de factura aún más modesta, conocido como Puente de San
Miguel, si bien por esos pagos le denominan mayormente “Puente Romano”.
Las
prisas se enseñorearon de mis pies, y apenas si me detuve para recrearme en
alguna bella contemplación. Además el sol caía como plomo derretido en esa
parte de la ciudad. Apenas si miré de reojo la famosa Fuente de los Ocho Caños.
Emprendí la ascensión hacia la meseta sobre la que se asienta la ciudad por una
zona de jardines y apacibles balconadas que imitaban a los de la Casa del Rey
Moro. Tuve la grata ocasión de hacerles una foto a una pareja de novios que
querían aparecer juntos sobre el sublime decorado del Puente Nuevo. Finalmente,
escaseándome los alientos y con las axilas húmedas, alcancé de nuevo las
alturas de Ronda.
Ya
no estaban a mi vista ni el Puente Nuevo ni las soberbias visiones del abismo.
El Barrio Árabe quedaba ya apartado, a mis espaldas. Las historias que el
entorno podía relatarme tocaban a su fin. La plaza de toros me ofreció su adiós
silencioso, mientras enfilaba por enésima vez la calle Virgen de la Paz. Las
imágenes y las experiencias que había tenido el gusto de vivir en Ronda, eran
desplazadas lentamente a un lugar entrañable de mis recuerdos. En algún momento
se ha de despertar de los sueños, la vida es bella mientras existan horizontes
que cubrir y los sueños nos ayuden en la dificultad del camino. Ahora volvía a
replegarme en mí mismo, y usaría el viaje de regreso para recrearme en un
dechado de nuevas y agradables sensaciones.
Adiós,
Ronda. Yo quisiera volver a ti en algún otro momento. Adiós, impulso
irreflexivo, caricia a la melancolía de un alma desarmada. Ronda existe, y yo
la he visto con mis ojos, cuando antes la viera con las palabras de A.E.W.
Mason.
Lucas
Charnock también se marchó de Ronda, llevando en sus pupilas la visión de
Miranda Warriner asomada a su terraza, emplazada en un jardín del abismo, en la
dulzura del Barrio Árabe. El tren que se lo llevaba lo conducía no sólo a
Gibraltar, sino a la nostalgia, a la separación indeterminada. Era necesario
cerrar el libro para volverlo a abrir en otra más feliz ocasión.
Por
desgracia para mí, nunca he sido capaz de dar los libros por cerrados.
***
He
de bendecir el lío que me formó el navegador de mi vehículo. Me hizo abandonar
Ronda por cañadas inhóspitas, me llevó por una carretera que me obligaría a dar
un gran rodeo hasta ponerme de nuevo en el sentido correcto a mi hogar. Me hizo
atravesar las inmediaciones de la Sierra de Grazalema, con sus montañas
erizadas de pinsapos y sus alamedas de consuelo estival. Y me hizo establecer contacto
visual con un pueblo aupado a la cima de un monte. Olvera, hermoso con sus
casas blancas, sus calles tortuosas, sus distancias de valles y montañas y su
presuntuosa iglesia con sus torres gemelas presidiendo todas las panorámicas.
Tal
vez algún día venga a verte, dije para mis adentros, y continué mi camino.
-FIN-
Ciudad Real, Santander,
julio-octubre de 2017
Por Julián Esteban Maestre Zapata
(el jardinero de las nubes)