Con
este relato, que despacharé en muy pocos capítulos, doy por concluido el libro
de los “Cuentos Urbanos”. Los mismos han sido escritos en la calle, y, debido
al grosor del cuaderno empleado y a la búsqueda de ocasiones propicias, me han
llevado casi seis años. Se hace pesado, y a la vez apasionante, escribir en la
calle, sometido a las inclemencias temporales y a la sorpresa que puede
suscitar entre los viandantes ver a un tío ya maduro haciendo garabatos en un
cuaderno. En fin, la fiesta terminó… ¿Qué queda ya?
Este
relato está inspirado en hechos reales. Como autor, no me hago responsable del
jaleo mental y de las ideas que se le traslucen a mi personaje… Son simples
desavenencias literarias, como el título bien indica.
Quizá el lenguaje empleado desaconseje la lectura a menores de dieciocho años.
Quizá el lenguaje empleado desaconseje la lectura a menores de dieciocho años.
Se
abre la escena una fresca mañana de principios de mayo, en una de esas calles
pinas que tanto abundan en el casco antiguo de Toledo. Un hombre alto y
relativamente fornido, no sabemos si calvo (a juzgar por la boina que utiliza),
el rostro picado de barbas rojicanas, vestido como un viejo operario de
laboratorio fotográfico, y empujando un mugriento carrito de la compra, le sale
al paso a una mujer cuarentona, aún de buen ver, y la llama por su nombre.
—Tú
eres Sebastián —responde ella—. Yo leí un libro tuyo.
—Yo
nunca olvido a quien me compra un libro, y ya hace más de tres años de ello.
La
mujer no sabe qué decir. Sin duda hubiera preferido que el tal Sebastián no la
abordara en mitad de la calle. Al final opta por preguntar:
—¿Y
cómo te van las cosas?
—Empiezo
mi historia por el final. Sigo respirando, no me quejo de hambre y todavía no
visito a los matasanos.
—Una
respuesta de escritor. Te debe de ir muy bien porque escribes de lujo. Me
encantó tu novela “Los cisnes tristes”.
—Ahí
está la cuestión. Se cruzó en mi vida un golpe de mala suerte. Sigo llevando
los libros en mi carrito de la compra, y ya hasta he empezado a regalarlos.
—Bueno,
no desesperes. Muchos no saben apreciar el buen arte. —La mujer, vencida su
desconfianza inicial, se anima en la conversación. —Trabaja en otra cosa
mientras esperas tu gran oportunidad. Seguro que sacaste unos estudios
superiores.
—Jamás
fui a la universidad.
—¿Seguro?
Pues nadie lo diría; escribes como un doctor de Salamanca.
—Por
el final habría de empezar a contar mi historia —enfatiza el escritor—. Me sigo
llamando Sebastián Argote y Cencibel.
***
La escena se desarrolla ahora en una de esas
librerías de nuevo cuño que tanto proliferaron en la ciudad imperial y que
duraron lo que rastrojo en amapola (¿se dice así?). La librería “Galisteo”,
plantada a dos carambolas de la Sinagoga del Tránsito.
Cuando
inauguran donde sea una librería, los dueños pierden los piños por atraerse
clientela, y, en el caso de aquélla, por su proximidad a la mencionada
sinagoga, dieron en especializarla en tratados de cultura y tradición hebreas.
Esa
vez que decimos, un rabino de los de Jerusalén, sefardita a todas señas, estaba
enfrascado en un enjoyado tomo del Talmud que allí se exponía.
—Buenos
días.
Era
yo mismo el que emitió este saludo, pero una versión más refinada de mi
persona. Me había lavado y afeitado y vestido con un traje de los que dan el pego,
de ésos que se consiguen en Zara por na y menos. El rabino lucía unas barbas
que casi le hacían de servilleta, y yo to escamochao y con tanta crema en la
jeta que parecía una bombilla recién acabada de encender. El rabino me miró con
ojos poco amigables, e hizo ademán de seguir engolfado en ese librote.
—Buenos
días —repetí el saludo, y a continuación solté mi rollo tantas veces ensayado—:
Me llamo Sebastián Argote y Cencibel. Vivo aquí en Toledo, aunque soy
originario de Córdoba, donde hay también una judería que te cagas. De hecho,
Luis de Góngora y Argote forma parte de mis antepasados. Pues mira, soy
escritor. He escrito nada menos que cinco novelas y tres colecciones de poemas.
Las tengo ahí expuestas en ese mostrador. El dueño de la librería es colega y
me ha dejado hacerme publicidad aquí mismo. ¡Del autor al lector! ¿Te vienes a
echar un vistazo a mis obras? Vamos, tío, éste es mi medio de vida… Vender mis
libros… Yo no atraco ni sableo a nadie.
(Alma
de Dios, ¿cómo se te ocurrió soltarle ese rollo a todo un rabino?).
—Lo
siento. No interesa.
Esto
dijo el jodío. Hubiera quedado mejor si el “no interesa” hubiese quedado en un
“no me interesa”. ¡No interesa, no interesa! Esto dijo el tío, y siguió con las
napias sepultadas entre las páginas del mamotreto. Joder, ¿para esto me había
puesto de tiros largos y echado encima medio bote de Varón Dandy? Yo, antes de
ser el escritor más ninguneado de la capital del Tajo, había trabajado de
pinchadiscos (me niego a utilizar DJ, esa palabreja tan atufadamente inglesa) en
garitos de mala muerte y conocía de qué pie cojeaban las personas, pues de
noche y con el cubata en diestra destapan aspectos de su personalidad que a la
luz del día ni osarían exteriorizar. Pues, ¡coño!, ¿no era que el puto rabino
me mandaba a beber los aires? Nada, es mejor que no me tengáis al lado cuando se
me cruzan los cables.
—¡Pero
ven a ver mis libros, cacho fariseo! Te aseguro que molan más que esa mierda de
Talmud que enarbolas.
Creo
que no me entendió muy bien, aunque el rostro se le tiñó de fluido sanguíneo y
los pelos de la barba se le erizaron como si hubiera tocado la botella de
Leiden ésa.
—Déjeme
en paz —soltó con frase forzada y hueca.
—¡Qué
cojones! Lástima que no te hiciesen jabón con los micheles que te gastas, y con
esa barba tendrían para rellenar cinco colchones. Aparte de eso, ¿qué coño haces
aquí, si nuestros Católicos Reyes hace más de cinco siglos que expulsaron a los
de tu raza?
Y
no paró ahí la cosa: con la pinza totalmente ida, solté lindezas sobre los
campos de exterminio nazis y las matanzas en la franja de Gaza. El pobre rabino
no se hizo cruces porque no era cristiano, pero se puso a boquear como un
rodaballo salido del agua. Y nunca sabría que una de mis más trabajadas novelas
(“La amapola verde”) versaba sobre el heroísmo del pueblo hebreo en las
comarcas de la Extremadura. El rabino me amenazó con el puño, y no le encajé un
par de hostias porque el dueño de la librería, visto el follón que se había
armado, me echó del local con cajas destempladas, y poco faltó para que me
descalabrara con mis propios libros.
—¡Serán
hijos de puta! —exclamé tirando asqueado de mi sempiterno carrito y aflojándome
el puto nudo de la corbata, mientras ponía tierra de por medio.
Pues sí, a menudo pierdo los papeles y digo las
cosas al revés de lo que las pienso. Después de haber escrito “La amapola verde”,
ningún menda abstemio de vino hubiese dudado de mis declaradas simpatías hacia
el pueblo judío.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes).
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