Hacía
ya tiempo que nadie refería en el barrio la historia de Carlitos. Es cierto que
las ciudades se transforman y las gentes que ayer estaban, hoy es posible que
hayan desaparecido. Pero me dolió especialmente, cuando regresé al cabo de los
años, que nadie se acordara de las cosas que Carlitos hiciera tras el balcón
que iluminaba la tristeza de su vivienda de estudiante… Voy a recordarlo.
—Hola
—me saludó con su vacilante sonrisa.
Era
el comienzo de la década de 1980. Yo estaba en el balcón de enfrente, y mis albas
pantorrillas recibían la caricia del sol del verano, apenas embutidas en unas
mallas de algodón azul la mar de cortas. Las campanas de la iglesia de a lo
lejos rompieron en jocosas vibraciones con ocasión del mediodía. Yo era
pequeña, y Carlitos debía de rondar el cuarto de siglo.
—Hola
—le respondí con mi escasez de dientes de leche.
Sopló
el viento áspero de las horas centrales, y a mi olfato llegó el azucarado
perfume de las plantas de terraza que Carlitos cuidaba en su balcón. Pobre
chico. En el barrio lo daban por loco y todos los niños se burlaban de él,
mayormente porque llevaba años estudiando la carrera de Físicas, sin que en
ningún momento lograra retener en la memoria nada de lo que leía en sus libros
y apuntes. Por ser tan mediocre, todos le disminuían hasta el nombre llamándole
“Carlitos”. Aunque era guapo y bien plantado, las chicas (incluida mi hermana
mayor) le desdeñaban por considerarle poca cosa. Carlitos casi no salía de su
vivienda, y cuando en el cielo no lucían las estrellas por estar nublado, se
distinguía la luz de su mesa de estudiante, especie de fanal que alumbraba
hasta las horas en que los gallos comenzarían a cantar, si en la ciudad los
hubiese habido.
Me
hice amiga suya, pero sólo nos decíamos “hola”. Salía al balcón de cuando en
cuando a tomar el aire, pero nunca permanecía allí más de tres minutos. Tenía
el rostro triste y apagado, si bien, siempre que me veía en el balcón opuesto, me
dedicaba una sonrisa de ternura. Luego mi hermana salía a buscarme, y a
Carlitos se le arrebolaban las mejillas, y acto seguido se replegaba hasta el
refugio de su santuario de estudios infructuosos.
Pasaban
los veranos. Los mosquitos acudían al resplandor de la mesa de Carlitos.
Estudiaba Físicas, eso quedaba claro. Nunca se le conocieron padres ni la
compañía de amigos. Jamás invitó a un helado a ninguna chica, e iba a por
provisiones cuando las tiendas estaban a punto de echar el cierre, justo en el
momento en que ya casi no había clientela.
Todos
se reían de él, pero yo empecé a tenerle estima y a mirarle con la admiración
que suscitaría la vista de un gigante (no en vano su balcón estaba dos pisos
más elevado que el mío). Me emocionaba comprobar cómo sus plantas de terraza se
deshojaban a la llegada del mal tiempo; y la luz de su fanal, de su nave de
estudio, entablaba melancólicos idilios cromáticos con las lluvias de octubre.
Un
anochecer primaveral, ya en el tiempo de mi adolescencia, entró por la puerta
de mi balcón un diluvio de pompas de jabón. Me asomé fuera. Era Carlitos quien
creaba las pompas por medio de una vieja cachimba de fumador. Aún quedaban
jirones de luz anaranjada en el cielo vespertino, y las pompas los atrapaban
antes de que fueran engullidos por las sombras y se encendieran las farolas de
la calle. Carlitos me sonrió con la mirada. Yo ya era una joven atractiva, y a
lo mejor ya no me veía como la niña que fui. Me pareció que cada pompa portaba
una lágrima de los ojos verdes de Carlitos. Lágrimas por haber fracasado en la
vida, por haberme visto crecer y madurar con el sol de los veranos de juventud…
Lágrimas por estar de mí aún más distante que por causa de la barrera de aire
que nos separaba.
—Ahí
está el loco —decían los que lo despreciaban— manchando con sus pompas el
pavimento de la calle.
El
incienso de sus flores se tornó viento y transportó algunas de estas pompas
hacia las alturas en las que se desperezaban los primeros astros de la noche.
—Te
quiero, Carlitos —grité con mi pecho palpitando de emociones encontradas.
Entonces
él dejó de soplar en la cachimba, y se metió dentro de su vivienda, cerrando
esta vez la puerta del balcón. Aunque aún era joven, el pelo se le caía y su
cintura engrosaba progresivamente.
Yo
me quedé en el balcón hasta que las pompas de jabón se disolvieron entre los
primeros destellos de las farolas.
***
Nunca volví a ver la luz en la mesa de
Carlitos, sus plantas se marchitaron y, antes de que transcurriese otro verano,
las persianas de su vivienda estaban perennemente bajadas, sin que nadie
volviera a alzarlas.
Me
fui del barrio, y no regresé en muchos años.
Ahora
estoy de nuevo en el balcón, imaginando la presencia de Carlitos. Creo que hace
tiempo me dijeron que lo habían expulsado de la Universidad por puro mediocre.
No consiguió nada en la vida, salvo que una persona le cobrara sincero afecto.
Esa persona soy yo, pero él ya no está aquí… y pronto yo tampoco.
Salgo
del balcón. El final perdió su principio. Ya debo marcharme. La luz se rompe en
un nuevo atardecer.
Desde
la lejanía, se escucha el repiqueteo de las campanas.
Madrid
27 de junio de 2016
Por Julián Esteban Maestre
Zapata (el jardinero de las nubes)
1 comentario:
¡Me ha encantado! Un texto precioso Julian
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