Me había llegado el turno de emprender la huida, ahora que parecía que Peter estaba a salvo. Pero los rabiosos borrachos no me lo iban a poner fácil.
El combate había llegado a un punto álgido. Los
borrachos empezaban a denotar síntomas de gran agotamiento, parecidos a los
míos, siendo únicamente el furor lo que aún les mantenía en pie.
Había llegado
la hora de sacar fuerzas de flaqueza y desembarazarme de tan molestos
agresores.
En un arranque de rabia blandí mi arma hacia el más
cercano de mis oponentes, que, ofuscado por tan súbito ataque, fue a medir sus
espaldas con el muro opuesto. Tal maniobra me abrió un resquicio en esa barrera
humana, oportunidad que aproveché para escaparme de las acometidas de sir
Herbert y su alcoholizada caterva, volviendo sobre mis anteriores pasos.
Maldecía de mis ceñidas polainas, que me impedían
correr a mi antojo, cuando por instinto dirigí la vista atrás. Me cercioré con
espanto de que los malditos borrachos iban en mi persecución. Era evidente que
no resultaría tan fácil como pensé librarme de mis atacantes, así que aceleré
la carrera en la medida que mis oprimidas piernas me lo permitían. Volví a
mirar hacia atrás, y ahí continuaban con sus espadas en ristre. Fue entonces
cuando comprobé que había perdido la mía, lo que significaba que como llegaran
a alcanzarme me coserían a estocadas. Una perspectiva nada agradable.
Llegué trastabillando al final de la callejuela, y
accedí a una calle que tenía todo el aspecto de una arteria principal del casco
antiguo de Londres. Por supuesto, sir Herbert y compañía seguían a mi zaga. Una
gran multitud se apiñaba a las puertas de la fortaleza de la Torre de Londres,
razón por la cual en las calles colindantes reinaba un atípico ambiente de
soledad y abandono.
Me persiguieron por rincones desconocidos para mí y
que puedo asegurar que en la actualidad no existen. Salvé empedrados
irregulares, subí escalones que salvaban vertiginosos terraplenes, atravesé un
escuálido puente de madera tendido sobre un canal de aguas fétidas (los
desagües del antiguo Londres, me imaginé). A todo esto, no había casi nadie en
las calles y no podía esperar el menor auxilio.
Llevaría algún rato corriendo y echando los bofes,
cuando accedí a lo que supuse sería un pasadizo. Al internarme en el caliginoso
recinto resbalé por causa de algún fluido, y di con mis huesos en tierra. Cuando
mis pupilas se adaptaron a la falta de luz, me cercioré de que el líquido que
encharcaba el suelo era sangre. Me aterroricé al pronto. Sin embargo, al mirar
en derredor, comprobé que aquel lugar era un simple matadero de ganado.
Antes de que pudiese ponerme en pie de nuevo, oí los
pasos de mis perseguidores entrando en el matadero. Aparentemente no había otra
salida.
Gracias al cielo, justo a punto de resignarme a mi
triste suerte, advertí una escalera de caracol, de peldaños de madera, que
ascendía al piso superior. Sin pensarlo demasiado, tomé esa vía de escape. Los
que me perseguían ya habían detectado mi presencia. Al llegar arriba me topé
con un angosto pasillo con puertas cerradas con llave. Pero una de éstas cedió
a mis intentos de abrirla, y pude entrar en una estancia con una ventana que
tenía los postigos echados.
Sir Herbert y los suyos ya estaban en el pasillo.
De una patada abrí los postigos y me asomé al
exterior. Afortunadamente, justo debajo de la ventana, había una carreta
cargada de heno, y no dudé en arrojarme sobre ella, en el mismo instante que
mis perseguidores accedían a la estancia. Ellos se dispusieron a secundarme.
Anonadado por la caída, me apeé de la carreta y enfilé una calleja que era mi
única posibilidad de huida.
Me imagino lo que hubiera hecho pensar mi traje
manchado de sangre, si alguien me hubiese visto. Pero, como ya he mencionado,
casi toda la gente de los alrededores estaba a las puertas de la Torre de
Londres.
Cuando ya me encontraba al límite de mis fuerzas, alcancé
la orilla del Támesis. Mi espacio de huida quedaba de esta forma cortado.
Miré hacia atrás de nuevo. Los incansables borrachos
venían a por mí enarbolando sus espadas y dagas.
Se me presentaban dos opciones: una dejarme aprehender
por aquellos desalmados a causa de mi supuesta falta de delicadeza con sir
Herbert o…
No me dio tiempo a pensarlo. Me arrojé a las frías
aguas del río.
-Fin de la
segunda parte-
Aldea del Rey-Madrid, 5 de marzo – 17 de junio de
1989
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes)
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