Después de un tiempo, me hice demasiado
conocido en Toledo. Ya no había quien quisiera leer mis libros. Bueno, de peras
a higos algún incauto se atrevía a comprarme alguno de mis polvorientos tomos,
lo hojeaba, atendía con pocas ganas a mi discurso y se iba como la luz del
atardecer, privándome de la opinión y la posible alabanza… Dejé la lengua
quieta y la pluma seca.
Un
sábado en que azotaba un ventarrón cargado de fúnebres presagios, coloqué un
nuevo cartel junto al montón de mis libros. Así decía:
Si te gusta la lectura y no tienes
posibles, llévate un libro gratis.
Y
ni por ésas. Ni regalados querían mis libros. No volví a cargar de tinta el
depósito de mi pluma. Me fui de la plaza de la Catedral con la amarga sensación
de que había gastado mi vida en quimeras irreverentes. Más me hubiera valido
seguir de pincha y no haberme creído más especial o iluminado que el resto de
mis congéneres.
Arrinconé
mis libros en el trastero de mi casa, y llevé mi carrito a un punto limpio. Me
sentí libre y aliviado de pasadas pesadumbres. Me miré otra vez al espejo, y
acepté lo que vi… Esa noche prescindí de las birras.
***
Lo malo de vivir en capitales pequeñas es que
como te destaques un poco, te acaban poniendo el sambenito y en la mayoría de
los casos pasan de ti como de comer mierda.
Me
fui de Toledo, no sin algún sentimiento, pues había sido mi ciudad por espacio
de diez años. Tiré hacia el norte, tan sólo unos setenta kilómetros, ya que
Madrid reunía todo lo que en aquel momento apetecía.
Alquilé
un bajo lleno de humedades cerca de la barriada de Pan Bendito, y di en buscar
un medio para reponer las pelas que aceleradamente se me iban agotando.
A
mi edad es casi imposible que te den trabajo, por lo que se me ocurrió bajar a
los vagones del Metro, a semejanza de como otros hacían. Me inventé un
melodrama con que aderezar mi vida y desperté no pocas conmociones entre los
pasajeros. Total, que me llovieron los euros suficientes para comer y cenar en
El Brillante, con el debido acompañamiento de birras fresquitas. Pero no, esta
vez fui prudente y todo lo que conseguía lo invertía de la manera que me
dictaba mi inteligencia. Al final, haber escrito tantas historias me había
tenido que servir para algo… Bueno, en uno de mis monólogos metropolitanos, un
pibe inválido me encajó un garrotazo en las corvas, aduciendo que mi
desenfrenada verborrea le ocasionaba migrañas… Pero, entre claros y nublados,
eché adelante en mi vida.
***
Tras
dos meses de una primavera lluviosa en Madrid y un pasar razonable, sentí el
anhelo de que mis palabras dieran testimonio de lo tío guay que era. En
definitiva, me entraron las ganas de empezar a escribir en la prensa.
Los
rotativos de mayor tirada no me hicieron ni puto caso; si acaso, una minúscula
parrafada en la sección de “Cartas al Director”. Pero nada, yo buscaba un
reconocimiento más directo y satisfactorio.
Tras
una inconstante búsqueda, hallé lo que se acomodaba a mis capacidades en una
plataforma digital de escaso calado, en la que sin embargo se formaban
interesantes foros de comentarios. No la busquéis, ya está desaparecida, y se
llamaba “Al día de Madrid”. Allí empecé a hacer críticas de libros que había
leído, de otros que nunca leería, a atizar mis furores en contra de los beselers (como yo digo) y a verter
alguna que otra opinión referente al panorama político y social.
He
de decir que los foreros y comentaristas se cebaron en mí. Me llamaban vago,
rancio, fachuzo, ignorante y cuantos términos contiene el más voluminoso
diccionario de agravios. Y he de confesar que entré en su juego, para lo cual
extremaba mis modos irónicos e insolentes… Total, que al final me cansé y mandé
a tomar por culo el mundo de la llamada prensa seria y digital, por añadidura.
Con
lo bueno que es no cortar árboles para fabricar papel, y muchos tontarras
afirman que sin publicar en papel un escritor no existe. Y me lo dicen a mí,
que tengo libros impresos que me costaron mis buenos cuartos y que ahora sólo
sirven para estudiar el proceso de cómo el papel pasa de blanco a amarillo.
¡Cuántas
ganas de reír me entran! Con el tiempo he descubierto que el primer mandato del
escritor es deberse a sí mismo. Arriado vas como confíes en los gustos y la
opinión de los lectores… Más vale pasar hambre con la pluma que escribir toda
la vida de rodillas.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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