Malos
tiempos. La mendicidad ilegal (no
sabía que existía una legal) se hizo
tan común en los vagones de Metro, que los directivos de la empresa dieron en
perseguirla con una saña nunca antes conocida. Yo me vi muy afectado, y fue
como si me hubieran dado el tiro de gracia; en la calle (ya lo tenía comprobado
desde mis días en Toledo) no tenía el menor asomo de suerte.
Fatalidad.
Calle. Escasez de guita para hacer frente al alquiler de mi vivienda.
Expulsión. Desalojamiento. Falta de higiene. Calle. Humedad del invierno. Todas
mis posesiones en un carrito de supermercado: los libros impresos jamás
vendidos ni aceptados como regalo, y pocas cosas más. Calle. Lobreguez
creciente. Odio hacia el mundo, hacia las circunstancias de mi vida y a los que
en mi mocedad no quisieron encarrilarme a tiempo. Litronas de cerveza para
olvidar. Peleas con otros transeúntes por la mísera posesión de un cajero
automático para pasar una noche al abrigo de las inclemencias temporales.
Calle… Hambre…
Era
lo que estabais esperando escuchar, ¿verdad, chavalotes? Adivinadlo sin que os
lo tenga que contar… Hay ocasiones en que la derrota es completa.
***
Si
fuera otro, me daría corte referir lo que vino a continuación. A estos efectos,
me importa un huevo que haya quien arrugue las cejas porque yo ahora emplee la
tercera persona. Jejeje, para esto no me da corte ninguno… No entiendo lo que
acabo de decir… Bueno, sigamos…
Argote
ya no tenía una casa a la que volver, por eso dio en deambular, empujando su
carrito de la compra, por las calles de Madrid. Era invierno, y aún quedaba
lejano el tiempo de los brotes de abril. Argote tenía la ropa hecha jiras y
pasaba hambre las más de las veces, cuando nadie le daba nada y no encontraba
qué comer hurgando en los contenedores de basura.
Un
día que llovía, debió de ser por mediados de marzo, le pilló el aguacero yendo
por las avenidas del parque de la Emperatriz María de Austria, en la vertiente
que miraba a la autovía de Toledo. Argote ya no escribía en papel, pero,
mientras la lluvia le empapaba la espalda, apenas protegida por un infame
chubasquero, iba susurrando un poema de dolorosa composición.
Llegado
junto a una tapia, bajo un goteante macizo de madreselva se encontró un perro
pequeñito de raza inidentificable, que buscaba refugio del temporal y que tenía
los ojuelos con la misma expresión que Argote debía de tener en los suyos tras
las gafas tintadas.
Aunque
el perrito no dejaba de gañir, Argote lo acomodó en su carrito, bajo una tela
impermeable, y siguió caminando.
El
carrito no avanzó demasiado. Estaba situado justo debajo de un claro en las
nubes, y por eso parecía que la lluvia concedía una tregua. El perrito gañía,
hipaba y a intervalos su vagido se asemejaba al de un niño de pecho. Argote lo
examinó con mayor detenimiento, y comprobó que se trataba de un cachorro de
pocos meses, tal vez una cría bastarda de Yorkshire Terrier. No hacía falta ser
un veterinario ducho para observar que estaba muy enfermo y su pronóstico de
vida se limitaba a unos pocos minutos.
Argote
lo tomó entre sus brazos, y, olvidándose de sus otras posesiones, siguió
caminando de esta guisa. Justo en ese instante, la lluvia se reanudaba.
No
anduvo demasiado. Encontró refugio bajo la marquesina de la terminal de
autobuses de Plaza Elíptica. El animalito se quejaba cada vez más, estaba en
sus últimos estertores. Argote no sabía qué hacer; sus ojos turbios se clavaban
en la mirada que se iba apagando.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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