Tal vez éste sea el primer
libro que escribí con todo el deseo de convertirme algún día en escritor. Con
el mismo, traté de experimentar y forjarme un estilo. Lo inicié en Aldea del
Rey en la Nochebuena de 1988, y lo concluí año y medio más tarde. Mi edad
estaba comprendida entonces entre los diecisiete y los dieciocho años.
La inspiración surgió al ver
una película que tenía el mismo título, allá por noviembre de 1988. Estaba protagonizada
por Helena Bonhan Carter. Me conmovió sobremanera conocer la historia de Jane
Grey (1537-1554), su efímero reinado y el modo en que murió. Esto último lo
consideré una terrible injusticia, y traté de repararla con las armas de la
literatura. Una empresa tan ambiciosa que ni siquiera hoy, ya en mi adentrada
madurez, hubiera osado acometer.
Durante años este libro permaneció
oculto en un cajón de Aldea del Rey. Recientemente abrí ese cajón y me apercibí
del estado de deterioro del papel, que ya era amarillo cuando lo utilicé para
escribir mi novela. Por tal motivo, he decidido pasarla a ordenador para
salvarla y para rendir un pequeño homenaje al chico triste y solitario que fui,
a quien he tenido que ayudar un poco, lo menos posible, con la destreza
literaria que otorga el paso del tiempo.
Esta novela tiene la audacia,
la frescura, la indagación, la ignorancia de la vida y los defectos del
escritor juvenil. Comprende seis partes y un epílogo. Espero no agotar la
paciencia de quien desee leerla. Sólo recuerdo que sentí que mi corazón se
ensanchaba cuando acabé de escribirla; lo recuerdo como si hubiera sido ayer.
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asta entonces sólo conocía su nombre y algún que
otro dato superficial sobre su vida, de ésos que aparecen en los libros de
historia. Yo, al principio, creí que su presencia en tales textos era
injustificada; ¿quién podría perpetuarse en las crónicas de la humanidad por el
simple hecho de haber poseído el trono de Inglaterra durante unos pocos días,
siendo destronada y condenada a muerte posteriormente, por la gran avaricia que
el poder del trono traía consigo? En mis tiempos de estudiante jamás hice estas
reflexiones; tal vez se debiera a su escasa presencia en los libros o quizás a
su corta edad. ¿Quién iba a preocuparse de una reina adolescente que ni
siquiera tuvo tiempo de gobernar?
Ahora han transcurrido tres años desde mi insólita
experiencia, tres años profesando amor a una sombra del pasado, bastante
alejada de mi tiempo. Muchas veces me he preguntado si todo aquello fue una
historia que inventó mi mente a raíz del desengaño amoroso que padecía mi
corazón, pero me resisto a aceptar semejante hipótesis; todo fue demasiado
real, y creo que no tengo otra opción que considerar verdadero lo que me
sucedió.
Ella estará ahora en los lejanos paraísos celestes.
Es posible que me esté observando en este momento tratando de dar forma escrita
a estos dolorosos recuerdos. A pesar de mi esfuerzo, tengo la completa certeza
de que cuando finalice mi labor, muchos amigos dirán que he inventado una
historia fantástica… Nada más lejos de mi intención.
Hace tres años me encontraba en Londres. Era el día
de Nochevieja de 1899. Quedaban escasas horas para que el siglo XIX le cediera
el testigo al XX. No creo necesario referir el jolgorio que se respiraba en mi
derredor; no todas las Nocheviejas coincidían con el comienzo de un nuevo siglo
lleno de esperanzas. Las calles se presentaban a mi vista armoniosamente
decoradas, y me hicieron sentirme alegre pese a las bajas temperaturas
reinantes. Había dejado de nevar una hora antes, lo que consideré un hecho
afortunado, ya que en mi España natal no he tenido ocasión de acostumbrarme a
climas tan severamente fríos. Sin embargo, yo no reparaba demasiado en todo ese
ambiente, por cuanto mi pecho se estremecía de felicidad: pronto podría volver
a abrazar a mi prometida, Constance Bradford.
Era triste que nuestras respectivas ocupaciones, las
de ella en Londres y las mías en Madrid, nos tuviesen separados durante
prolongados períodos de tiempo. Cuando nos enamoramos, no calibramos demasiado
esta triste realidad; sencillamente nos sentíamos felices el uno al lado del
otro. Pero cuando nos vimos obligados a separarnos la primera vez, pudimos
paladear el sabor de la verdadera nostalgia. Ni que decir tiene que cuando
volvíamos a reunirnos, en contadas ocasiones, nuestras almas no podían
encontrar espacio para albergar tanta felicidad.
Pero aquella vez las cosas iban a ser distintas,
bastante más distintas.
El ramo de rosas que compré para Constance en una
floristería del West End, estaba húmedo por el rocío provocado por las frías
nieblas londinenses. Antes de que pudiese reparar en este último detalle, la
casa de Constance se encontraba enfrente mío.
Con gesto impaciente, tiré de la aldaba y, mientras
lo hacía, un sonido producido por multitud de campanillas de latón se propagaba
por todo el interior de la casa. Medio minuto después, la puerta se abría y
pude ver el rubicundo rostro de James, el mayordomo de la familia Bradford.
—Buenas tardes, James. ¿Cómo está usted? Hace un
tiempo apropiado para esta época del año. ¿Tendría la amabilidad de informar de
mi llegada a miss Bradford?
James me dirigió una mirada de recelo e inclinó
levemente la cabeza a modo de saludo. Este hombre, a fuer de buen londinense,
siempre hizo gala de cierta frialdad hacia mí, pero en aquella ocasión noté que
me mostraba una abierta displicencia.
—Para su información, mister Álvarez, he de decirle
que miss Bradford no se halla en Londres. Los motivos de su viaje no he tenido
ocasión de averiguarlos, pero no dudo que podrá conocer más detalles al
respecto, puesto que antes de su marcha me entregó una carta lacrada dirigida a
usted, encargándome que se la entregara. Así, si tiene la amabilidad de
aguardar un instante, iré a buscarla.
—¿De manera que no está en Londres?
James no respondió a mi pregunta, que quedó flotando
en el aire; había ido en busca de la carta de Constance dirigida a mí. No es
difícil imaginar la gran perplejidad en que me hallaba. ¿Qué podría significar
todo aquello? ¿Por qué Constance no me informó con anterioridad de sus intenciones
de emprender un viaje? Yo esperaba encontrar en la carta las respuestas
oportunas. Momentos después, James me la entregaba y, sin más, se despidió
cerrándome la puerta en las narices. En el anverso del sobre se podía leer,
escrito con la bella caligrafía de Constance: “Para Raúl”.
Temiéndome algún mal suceso, me hice llegar a una
taberna cercana, pedí un café y me senté junto a una mesa apartada. Rompí el lacre, extraje la
hoja de papel que contenía el sobre y sin más dilación comencé a leerla. Estaba
concebida en los siguientes términos:
Londres, sábado 9 de diciembre de 1899
Querido Raúl:
Puedo imaginarme la sorpresa que mi ausencia te va a
causar. Es una larga historia, y creo que te va a producir un gran dolor
conocerla, pero habrás de superarlo; no te queda más remedio.
Verás, como ya sabes, yo recibía en mi casa clases
de danza clásica. En un primer momento me las impartía miss Dean, mi antigua
institutriz. Pero la pobre mujer murió hace unos meses víctima de una pulmonía.
Por este motivo, hube de procurarme los servicios de
un profesor de danza clásica. Encontré uno, de nacionalidad norteamericana (no
te quiero decir su nombre).
Desde la primera vez que lo vi, sentí hacia él una
gran atracción, y, más tarde, pude comprobar que él sentía lo mismo hacia mí. Tal
es la razón por la que he estado tanto tiempo sin escribirte. Él es el hombre
de mi vida, y sólo puedo decirte que en mí hallarás siempre una sincera amiga.
Nos casamos la semana pasada, y ahora nos marchamos
a vivir a San Francisco. A mi madre no le pareció bien esta boda, pero tendrá
que resignarse, lo mismo que tú.
Le entrego a James esta carta; él te la dará cuando
vengas a Londres. Lamento haberte hecho hacer el viaje en balde, pero no me
parecía bien recurrir al correo ordinario.
Disculpa mi mala expresión en el lenguaje escrito.
No me pasa lo que a ti, que escribes con gran belleza y propiedad.
Espero que algún día puedas llegar a perdonarme.
Quizá, si el tiempo lo permite, nos encontremos alguna vez.
Con todo cariño,
Constance Bradford.
Me sería imposible reflejar en la blancura del papel
el desasosiego que me acometió ante tan triste e inesperada noticia. Constance
se había casado y la manera con que me lo expresaba, alejaba la posibilidad de
que fuese un cruel sarcasmo. ¡Mi adorada Constance estaba casada! Al pronto
supe que la había perdido para siempre. ¿Qué es lo que ahora yo podría esperar
de la vida? Era seguro que no volvería a ver más a Constance; se había ido a
Norteamérica. ¡Qué triste me encontraba en aquel instante! Tantos proyectos,
tantas alegres ilusiones, se me venían abajo.
Al momento pensé que en Londres yo ya no tenía nada
por hacer; así que mi siguiente paso sería tratar de obtener un pasaje para el
barco que zarpaba ese mismo día rumbo a España. Pero la mala suerte me acompañó
en esto también, tal como me dijo el empleado de la compañía naviera:
—Sí, señor, por muy poco margen habría podido
adquirir un camarote en ese barco que baja por el Támesis.
—¿No podrían acercarme mediante una lancha?
—supliqué—. Es muy importante y preciso que navegue hoy rumbo a España.
−¡Dios nos libre, señor! Usted no conoce al capitán
Thomson. Una vez que su barco desamarra, no conseguirían detenerlo ni todos los
demonios del infierno. Lo lamento de veras, señor.
−¿Cuándo sale el próximo barco? –pregunté con amarga
resignación.
−El que sigue la ruta hacia Santander –dijo el
empleado, consultando un estadillo y quitándose de mi vista−, no zarpará hasta
dentro de cinco días.
−¿¡Cómo!?
Ahora entendí la precaución que llevó al empleado a
apartar el rostro de la ventanilla. Al momento descargué un furioso puñetazo
sobre la garita de la compañía naviera.
CONTINUARÁ...
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)
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