No me quedó más remedio, pues, que reservar pasaje
para dentro de cinco días y entretanto tratar de buscar alojamiento.
Esto último quizá no resultara tan sencillo. Como he
apuntado anteriormente, era Nochevieja, de trecho en trecho se veían hermosos
árboles de Navidad decorando las plazoletas. También se avistaban grupos de
gente cantando canciones para dar la bienvenida al nuevo siglo. Yo, la verdad,
no me sentía en disposición de compartir el fervor popular, de ahí mis deseos
de encontrar rápidamente un albergue en donde pudiera aislarme de toda esa
jovialidad.
Tras dos horas de búsqueda infructuosa, un buhonero
me habló de una posada antiquísima por la zona de Southwark, casi a las mismas
orillas del Támesis. El establecimiento ostentaba en su muestra “Poplar Gate” y
estaba construido en su práctica totalidad de madera. Calculo que habría de
tener casi cuatrocientos años de antigüedad. La fachada se hallaba oscurecida
por la acción del tiempo y las frecuentes lluvias; se observaba que había sido
pintada en varias ocasiones, con el fin de evitar que la madera se pudriese,
pero ahora me di cuenta de que le hacía falta otra buena mano de pintura. En
conjunto, se trataba de una construcción sólida y bastante espaciosa. Tal
podría ser perfectamente el entorno en que me aislara del bullicio durante esos
cinco días.
Una vez entré en la posada, me encontré allí una
vociferante parroquia que disfrutaba, entre pintas de cerveza, de las últimas
horas del siglo XIX. Sentí que mi ánimo decaía, puesto que mi espíritu no
estaba para alegres acontecimientos. Mi mayor anhelo era la soledad completa.
Le pregunté a un joven camarero quién era el dueño
de la posada, y éste me indicó la barra, añadiendo que el dueño era el que la
atendía. Se trataba de un hombre robusto y entrado en años, que apenas si daba
abasto a atender las ruidosas peticiones de los parroquianos, trabajadores de
los muelles en su amplia mayoría. Me costó gran trabajo hallar un hueco en la
barra, y, ya que lo conseguí, le hice una seña al dueño. Éste se me acercó,
preguntándome al propio tiempo:
−¿Qué va a ser?
−Verá,
mister…
−Walters, Jim Walters.
−Bien, mister Walters. Desearía saber si aquí se alquilan habitaciones,
pues es lo que me parece al tratarse de una posada tan grande.
−Aguarde un momento –me dijo Walters. Acto seguido,
sus ojos recorrieron toda la sala, como si buscasen a alguien, y, tan pronto lo
localizó, soltó con fuerte diapasón−: ¡Rick! Ven aquí un momento y ocúpate de
la barra. Yo tengo que atender a este caballero.
El camarero abandonó su servicio en las mesas, y
sustituyó a su jefe en la barra.
Walters me hizo un ademán para que le siguiera. Tras
franquear una puerta, me condujo a una especie de gabinete. Luego abrió el
cajón de un amplio secreter y extrajo de su interior un ajado libro de
registros. Lo abrió hacia la mitad, se procuró pluma y tintero, y, mirándome
fijamente, me preguntó:
−¿Su nombre, señor?
−Antes de alquilar la habitación, quisiera tener la
completa seguridad de que no voy a ser molestado bajo ningún concepto. Es decir,
necesito estar solo del todo. Entiendo que a usted le parezca una petición un
tanto excéntrica, y más en una noche como ésta.
−No debe preocuparse; le llevaré a una habitación
del último piso, donde usted apenas si podrá oír las sirenas de los barcos.
Además es usted el único inquilino esta noche.
−De acuerdo, es cuanto podía esperar –dije asentando
mi firma en el libro de registro.
Tan pronto hube abonado el importe correspondiente
al alojamiento por cinco días, Walters echó mano del inmediato candelero y me
pidió que le acompañara. Empezamos a subir por unas empinadas escaleras, que
parecía que no iban a tener fin.
Ya en el último piso, Walters me llevó a una
habitación no escrupulosamente limpia de polvo, cosa que a mí, por cierto, no
me incomodó. Al menos era una estancia amplia y en su chimenea ardía una débil
hoguera que Walters se apresuró a avivar arrojando algunos trozos de leña seca;
me advirtió que siempre tenía esa habitación caliente por si aparecía un
huésped extemporáneo, como era mi caso. Acto seguido se marchó, y al cabo de
diez minutos apareció uno de sus camareros trayéndome algo de cena. Pero yo no
tenía apetito, a causa de mi ánimo afligido. Le di las gracias por todo al
camarero, y éste se retiró no sin antes desearme un feliz año nuevo. Yo estaba
tan aturdido, que no correspondí a su felicitación. En mi interior sólo veía la
imagen de Constance, una imagen que, por mi bien, tenía la obligación de poner
en el olvido.
Abrí la ventana de la habitación. Ya era de noche, y
había comenzado a nevar. Algunos copos de nieve se posaron en mi cabeza,
causándome un relativo placer al sentir su frescor entre mis cabellos. En la
calle se escuchaban gritos y manifestaciones de jolgorio por parte de algunos
grupos dispersos de borrachos. Una vez más, yo no podía aceptar la alegría
reinante; el contraste con mi tristeza era demasiado acusado.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las
nubes).
No hay comentarios:
Publicar un comentario