Casi desesperadamente, cerré la ventana y me dejé
caer sobre la inmediata silla. Al momento fui presa de un pesado sopor que me
abocó a un sueño consolador, agradable a mi lastimada sensibilidad.
Nunca supe el tiempo que permanecí en ese estado de
duermevela. Sólo sé con certeza que me desperté gradualmente debido a un llanto
infantil que se escuchaba en el rellano de la escalera.
Tan inesperada circunstancia no dejó de
sorprenderme; el dueño de la posada me había especificado claramente que yo era
el único huésped esa noche. ¿De dónde podría provenir, pues, ese dolido llanto?
Esto no dejaba de ser extraordinario. En un santiamén poblaron mi fantasía
viejas historias de fantasmas, casas encantadas y aparecidos, con las cuales
era propenso a asustarme en el transcurso de mi niñez. Pero ahora, ya metido en la edad adulta, mi
raciocinio se negaba a admitir cualquier acción o presencia sobrenatural.
Superado el pasmo inicial, me dispuse a investigar tan singular misterio.
Salí al rellano y, con andares sigilosos, me dejé
guiar por el sonido del llanto. Llegué al final de un tétrico pasillo, donde vi
una puerta entreabierta, por cuyo hueco se deslizaba el titilante resplandor de
una vela. Haciendo acopio de valor, terminé de abrir la puerta y lancé una
mirada inquisitiva al interior.
Al momento se interrumpió el llanto, y me cercioré
de que mi asombro no había hecho más que empezar.
El llanto lo había emitido un niño, que al primer
golpe de vista me pareció un ser bastante peculiar. Tenía un rostro de gran
belleza, que aparecía enmarcado por una cabellera tan rubia como un trigal en
el mes de junio; sus ojos eran muy negros, pese a lo cual ostentaban una
ardiente expresividad. Lo que más me llamó la atención fueron sus ropas. Sin
duda no pertenecían a nuestra época; eran, eso sí, de rico brocado de raso
azul, aunque ahora tenían huellas de suciedad, sin restar por ello un ápice de
decoro a la conmovedora imagen que el niño ofrecía. Una imagen que constituyó
para mí el símbolo de toda aquella gran aventura que me fue dada vivir. Yo aún
ignoraba el sincero afecto que llegaría a cobrarle a ese niño. Hoy sigo
bendiciéndole. Siempre sentí una gran sensibilidad hacia la infancia, y por ello
no me causó incomodidad tan inesperada presencia.
−Hola –dije en un tono alegre.
El niño me miró con sus ojos arrasados en lágrimas.
La irritación provocada por el copioso llanto había enrojecido sus párpados. En
un principio se asustó de mí y corrió a esconderse debajo de la mesa situada en
el centro de la habitación.
−¡Oh no, amiguito! No temas nada, no deseo hacerte
ningún daño. Simplemente pensaba que no había nadie más en todo el piso, y tu
presencia me resulta inesperada. Así que puedes abandonar tu escondite, si lo
deseas. Yo sólo quiero ser tu amigo.
Mis palabras debieron de tranquilizar al niño, y
éste salió de debajo de la mesa. Se podría decir que me devoró con la mirada.
Yo me esforzaba por mostrar una apariencia bondadosa y alegre, a pesar de mi
tristeza interior.
−¿Cómo te llamas? –le pregunté mientras me sentaba
en una silla.
El niño se acercó, y tomó asiento a mi lado.
−Mi nombre es Peter Hawkins –se presentó−. Yo era el
chico de azotes de lady Jane Grey, que ahora está casada con lord Guilford
Dudley, el hijo menor del duque de Northumberland. Ser chico de azotes es un
oficio muy reposado, porque nunca hizo falta que me pegaran por causa de la
poca aplicación de lady Jane. Ella siempre ha sido muy estudiosa, y además me
quiere mucho. ¡Me lo dijo una vez, antes de que se casara!
−¿Qué disparate me estás contando, hijo? –dije
haciendo auténticos esfuerzos para no prorrumpir en carcajadas.
El niño pareció ofenderse.
−Tú no me crees; es cierto. Yo no tengo la culpa de
haber leído en el libro de mi tío Richard Johnson la fórmula mágica para viajar
en el tiempo. Yo deseé venir a esta época, y ya no podré volver. ¡Oh! –Peter
reanudó el llanto interrumpido−. Nunca más podré jugar con la hermosa lady
Jane.
Desde que escuché las primeras palabras de Peter, ya
me dio la impresión de que padecía alguna especie de trastorno mental. Se
apoderó de mí una compasión sin parangones, tanto es así que ya no me acordaba
de mi particular desgracia, cosa que en el fondo agradecí. Si las palabras de
Peter tuviesen algún fundamento, estaría mencionando a Jane Grey, prima del
joven rey Eduardo VI de Inglaterra. Sus ropas, no obstante, me hicieron
sospechar algo; desde luego no se correspondían con los estilos de nuestro
tiempo, sino más bien con las modas que debieron imperar en Inglaterra hacía
casi cuatro siglos.
Yo me acerqué al niño, lo tomé en mis brazos y,
mirándole fijamente a los ojos, le dije:
−No te preocupes, Peter. Yo también me encuentro
solo y si lo deseas, te vendrás conmigo y te protegeré. Tú no te imaginas la
gran alegría que me darías si aceptaras venir a vivir conmigo. ¡Ah!, por
cierto, me llamo Raúl y soy español. Estoy completamente seguro de que te
encantaría España. Podríamos pasarlo muy bien. Sería genial tener un amigo con
el que dialogar en las solitarias noches de invierno, con el presenciar las
suaves puestas del sol en el verano. En definitiva, alguien con quien compartir
las pequeñas pero grandes de la vida. Pero antes de contestarme, háblame un
poco de ti y dime cómo has viajado en el tiempo. Tus palabras de antes no
tienen sentido para mí, así que cuéntamelo todo detalladamente.
Mis palabras, aunque de una rematada cursilidad en
el fondo, hicieron que Peter adquiriera la necesaria confianza en mí para
ponerme al tanto de sus peripecias. Por motivos de claridad, me veo en la
precisión de narrar yo mismo la historia de Peter. Mi joven amigo me la refirió
de forma inestable. Muchas veces interrumpía su relato para ahogar sollozos
inoportunos. Por ello, no considero de ley reproducir fielmente su diálogo,
porque de lo contrario éste presentaría demasiadas incoherencias.
CONTINUARÁ…
Por
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
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