Peter quedó huérfano a la temprana edad de dos años, en
tiempos del reinado de Enrique VIII. Pasó enseguida a la tutela de Richard
Johnson, un tío suyo en grado lejano.
Por entonces, este hombre ya estaba metido en la
cincuentena. Durante su juventud había profesado como monje benedictino, pero pronto
descubrió que la vida monacal no se correspondía en modo alguno con sus
aspiraciones, y tomó la decisión de abandonar el monasterio. Los años
posteriores a su ruptura con los votos eclesiásticos los consagró al estudio y
la práctica de la alquimia, tan condenada en aquellos entonces por la
Inquisición. Pero, según me participó Peter, Richard Johnson nunca estableció
contacto con las potencias infernales, sino que por el contrario centró sus
intereses en el lado bueno de la magia, llegando a culminar en asombrosos
descubrimientos. Este honrado varón acogió al huérfano como si fuera su propio
hijo, le dio una educación estrictamente humanística y durante largos años lo
orientó en todas las cuestiones de la vida.
Al cumplir Peter los nueve años de edad, su tío le consiguió
una genial ocupación en el palacio de Hampton Court: ser el chico de azotes de
Jane Grey.
Los chicos de azotes eran bastante comunes en
aquellos tiempos. Como a cualquier miembro de la realeza no se le podía
castigar físicamente la falta de aplicación en los estudios, entonces el
castigo correspondiente era infligido al chico de azotes. El duque de Suffolk,
padre de lady Jane, quiso que su hija se imbuyera de las costumbres de la Corte
y dispusiera de su propio chico de azotes.
Peter, con Jane Grey, jamás tuvo ocasión de recibir
castigo alguno. Por el contrario, entre los dos se estableció una mutua
corriente de simpatía. En definitiva, la sobrina nieta de Enrique VIII fue una
verdadera hermana para el pobre huérfano.
Muy a menudo, Peter podía ir a visitar a su tío, que
cada vez estaba más inmerso en el estudio de las ciencias ocultas. Un día,
cuando el niño llegó a casa del alquimista, vio que éste estaba ausente y
decidió esperar su vuelta. Para no dar curso al aburrimiento, se puso a
curiosear por todos los rincones de la casa, donde se amontonaban en abierto
desorden todo tipo de instrumentos extraños. Al abrir un baúl, Peter descubrió
un delgado libro encuadernado en piel de vaca, el cual le llamó poderosamente
la atención. Empezó a leer las primeras páginas, y ya no pudo soltar el libro
hasta concluirlo. Yo no llegué a saber, en aquella primera toma de contacto, el
asombroso misterio encerrado en esas desgastadas hojas de pergamino. Peter no
supo explicármelo; tan sólo sabía que leyendo en voz alta unas palabras del
libro, se operaba una especie de sortilegio mediante el cual un determinado
individuo adquiría la facultad de desplazarse en el tiempo. A este tenor, Peter
siempre tuvo la querencia de conocer las alejadas épocas del futuro. Esta
curiosidad le salió cara; ahora se veía incapacitado para regresar a su tiempo
de origen; que él supiera, el hechizo no surtía efecto una segunda vez.
Como es de suponer, yo no terminé de creerme la
historia de mi joven amigo. Cuanto más me hablaba de sus increíbles aventuras,
más convencido me encontraba de sus desvaríos mentales y con mayores motivos me
encontraba dispuesto a dispensarle mi protección.
Pero aún no había sucedido lo más curioso. Peter me
mostró un viejo códice asegurando que se trataba del mismo libro cuyo secreto
le había colocado en esa situación tan azarosa. Observándolo detenidamente,
pude apreciar que, en efecto, se trataba de un volumen muy ajado que con toda
certeza rebasaba los seis siglos de antigüedad. Su encuadernación era perfecta,
pese a que la piel de su cubierta estaba percudida de suciedad en casi toda su
superficie. Lo abrí, y paseé mi vista rápidamente por las enmohecidas vitelas.
Como era de esperar, el texto estaba manuscrito y profusamente ilustrado,
detalle que despertó mi admiración. Peter era propietario de una verdadera joya
de antigüedad; aquel libro, sin la menor duda, costaría una fortuna. Es
importante destacar que no presentaba título alguno ni en la cubierta, ni en
las guardas, ni en las páginas interiores. Ciertamente se trataba de un libro misterioso.
La atención prestada por mi parte al códice no me
permitió apreciar cómo el rostro de Peter se serenaba y cómo sus ojos emitían
un breve y cristalino brillo a la luz de la vela, que en muchos casos viene a
significar que una ingeniosa idea ha alumbrado nuestro cerebro, al mismo tiempo
que en sus labios se esbozaba una perspicaz sonrisa.
−Escúchame, Raúl –me dijo mientras yo abandonaba el
recién iniciado examen de las páginas del libro−. ¿Sabes que acabo de recordar
la única forma mediante la cual me sería posible regresar a mi tiempo?
CONTINUARÁ…
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes).
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