−¿De veras? –contesté dejándome arrastrar por la
inventiva de mi amigo.
−Sí. Me he acordado de que en las páginas siguientes
a aquélla en la que aparece la fórmula para viajar en el tiempo, se explica el
modo de regresar a la época propia de cada persona. Creo que debe intervenir
otra persona, que deberá leer la fórmula y decir: “Tú eres el que ha de
transmigrar a tu lugar en las arenas del tiempo”. Y si esa otra persona desea
acompañar a la primera persona en su viaje de regreso, entonces deberá decir:
“Yo soy el que ha de transmigrar contigo a tu lugar en las arenas del tiempo”.
Así que, por favor, ayúdame.
El niño me arrebató el libro de las manos, y comenzó
a buscar la página en cuestión. En ese momento me llamó la atención un pequeño
broche que estaba encima de la inmediata mesa. Lo cogí, y enseguida comprobé
con asombro que se trataba de otra valiosa pieza de antigüedad, que con toda
seguridad debería de ser propiedad de Peter. Era de oro macizo y representaba
la cabeza de un unicornio, con rubíes en las cavidades de los ojos y un ágata
cornalina engastada a modo de cuerno; ofrecía una encantadora imagen al resplandor
de la vela.
Peter no me dejó que le preguntase acerca del
broche; ya había encontrado la página donde figuraba la fórmula de viaje en el
tiempo. Decidido a seguirle el juego hasta el final, empecé a leerla. Se
trataba de un extraño poema. Lo recité en voz alta:
El tiempo sólo retrocede
para aquellos que sufren,
y adelanta
para aquellos
que olvidaron toda esperanza.
El tiempo no tiene corceles
que lo desplacen,
no tiene viento
que lo marchite.
¿Qué es el tiempo?
Lágrimas en la senectud
y sonrisas en la juventud.
El tiempo hará
lo que yo le pida…
Marqué una pausa, como si hubiera más palabras que
leer. Peter me miraba con un rostro desbordante de alegría.
−¿Has amado alguna vez a alguien? –me preguntó.
−Sí –respondí con tono melancólico, pensando en
Constance.
−¿Quieres venir conmigo a mi lugar en el tiempo? Así
sólo amarías a lady Jane.
Yo sonreí ante tan graciosa ocurrencia. Peter me
daba lástima, su razón había enfermado de tanto imaginar cosas irrealizables.
Pero hubiera sido en vano convencerle de que los viajes en el tiempo eran
imposibles; por ello le dije:
−Muy bien, iré contigo.
−¿A qué esperas entonces? ¡Pronuncia la frase final!
En ese momento aprecié el broche sobre la palma de
mi mano derecha; no me acordaba de haberlo cogido. Mientras recitaba la última
frase del hechizo, acariciaba con mi dedo pulgar la cálida superficie de la
joya.
Yo soy el que ha de transmigrar contigo a tu lugar
en las arenas del tiempo.
Recuerdo perfectamente que la luz de la vela palpitó
de manera ostensible.
-Fin de la
primera parte-
Aldea del Rey, 24 de diciembre de 1988 – Madrid, 21
de enero de 1989
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes)
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