martes, 2 de diciembre de 2008

La expedición ornitológica (IV): Curiosidad creciente


Así fue transcurriendo lo que restaba de verano, y llegué hasta poner en el olvido a Genaro Andolini. Mis mayores preocupaciones se centraban entonces en darle esquinazo a la banda de los pérfidos calabreses.

Una luminosa tarde de jueves del mes de noviembre me encaminé al puerto. Esa misma mañana acababa de arribar un barco que hacía la ruta de Egipto, y mi padre ponderaba lo repleto que venía de mercaderías de las distantes tierras de Oriente, lo cual iba a redundar en prosperidad para nuestra familia. Desde lo alto del promontorio que dominaba el puerto, contemplaba yo las maniobras de descarga, y hete aquí que mi corazón dio un salto en el pecho al reconocer a Andolini entre los estibadores. Mi padre, que estaba a mi vera, había notado la causa de mi desconcierto, y me dijo:

–Tiene que vivir de algo. De vez en cuando le ofrezco trabajo en la descarga de los barcos. No es muy hablador, pero es hombre de buen corazón.

En un momento dado, después de depositar un pesado fardo en uno de los carros que allí había dispuestos al efecto, Andolini se me quedó observando fijamente. Seguía tan mal vestido como cuando me lo encontré la vez primera, pero esto no parecía suscitar el interés de la gente que tenía a su alrededor. Sin despegar mi mirada de la de Andolini, le pregunté a mi padre:

–¿Te has dado cuenta de que cuando habla no mueve la boca?

–Hace tiempo que va diciendo que sus labios fueron objeto de pecado, y para él es como si fuesen carne muerta –repuso mi padre.

–Pero ¿qué es lo que hizo?

Medió un intervalo de silencio antes de escuchar la respuesta de mi padre.

–Es difícil que lo comprendas a tu edad –y ya no me quiso aclarar nada más.

Sea como fuere, por unas y otras circunstancias, nunca me llegué a enterar de la verdadera raíz del misterio que tan rotundamente había marcado la vida de Genaro Andolini.

Después de aquella tarde, volví a hacer numerosas excursiones a los alrededores de la gruta, con la tranquilidad que me procuraba el saber que mi padre no se escandalizaría en caso de que tales salidas llegasen a su conocimiento. Ya era invierno, hacía frío y muy frecuentemente llovía. Yo iba bien abrigado; y cuando percibía que Andolini iba a salir de su encierro voluntario, yo regresaba a Ancona a pie enjuto.


CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

2 comentarios:

magaoliveira dijo...

atenta a tus creaciones mi Gran Jardinero.

lanochedemedianoche dijo...

Sigo firme como Andolini... jjj.

Besitos