Entonces se verificó algo que me dejó el alma sobrecogida de terror. Sucedió en una fracción de segundo: de las manos del desconocido pareció surgir algo así como un relámpago rectilíneo, vagamente similar a los que estaban vomitando las nubes. El bastón que portaba no era sino la vaina camuflada de una mortífera espada de buen acero toledano, cuya buida punta se posó diestramente en el pecho de Genaro, aunque sin llegar a hundirse en su carne. Viendo su vida peligrar, Genaro hubo de retroceder hasta el pretil del puente, sin que la punta de la espada se le despegara una sola pulgada. Si bien yo deseaba anhelantemente acudir en ayuda de mi maestro, no fui capaz de mover uno solo de mis miembros; y mi garganta tampoco logró emitir el más leve grito de alarma. Genaro se quedó mirando imperturbable a su agresor, mientras la lluvia les calaba a entrambos, hasta el extremo de difuminar las facciones de sus respectivos rostros.
–La vida no me preocupa tanto como te puedas imaginar –manifestó Genaro, señalando la hoja de la espada merced a un leve movimiento de cabeza.
–No suelo salir de mi casa sin llevar conmigo este “juguete” –explicó el desconocido sardónicamente–. Además he de añadir que soy un diestro espadachín.
–Yo también recibí en mi juventud clases de esgrima –dijo Genaro, y sus ojos parecieron proyectarse a una época muy lejana en el pasado–. Podría demostrártelo...
–No se trata de medir nuestro manejo de la espada –repuso el desconocido–; se trata simplemente de arrancarte la promesa que no quieres pronunciar por propia voluntad.
–Un hombre íntegro no modifica su palabra bajo ninguna coacción.
–Pues tienes para elegir la integridad... o la fría losa de la sepultura –razonó el desconocido lúgubremente.
–Entonces, si he de entregar mi vida, permite que me plante de rodillas para que el Supremo Hacedor me encuentre en la otra vida en digna postura de veneración.
Sin aguardar a que el desconocido se lo autorizase, Genaro se acuclilló adoptando la postura por él señalada. La punta de la espada hubo de adaptarse esta vez al arranque de su cuello. Se sucedió un opresivo silencio, roto únicamente por el crepitar de la lluvia y el restallido de los truenos. La temperatura ambiental comenzaba a acusar un apreciable descenso, y yo notaba que cada vez eran más frecuentes los escalofríos que azotaban mi delgado cuerpo.
–No me voy a echar atrás en mi resolución –informó el desconocido con voz vacilante.
La espada delataba la poca firmeza de su pulso; el número de oscilaciones que la misma dejaba traslucir era fiel indicador del azoramiento que embargaba el alma del desconocido.
–Podrás llevar contigo una espada –manifestó Genaro sin levantar la mirada del suelo–, pero no tendrás redaños a usarla en mi perjuicio.
Entonces actuó con la velocidad del rayo. Esquivó la punta de la espada ladeándose sobre su rodilla derecha, en un giro tan imprevisible que le hizo perder estabilidad al desconocido, quien terminó midiendo el suelo con la parte anterior de su cuerpo. A todo esto, Genaro tuvo ocasión de apoderarse de la espada y arrojarla por encima del pretil del puente. Luego se incorporó cuan largo era y le dijo a su antagonista:
–Siempre se me ha dado bien darle esquinazo a la muerte... Te repito lo de antes: haré lo que tenga que hacer.
Una vez expresado esto, empezó a bajar por las escaleras del puente con sentido a la margen izquierda del Gran Canal, sin preocuparle la inundación que de forma inexorable estaba engullendo las calles y los canales laterales de Venecia.
De súbito, el cuerpo del desconocido se estremeció como si se lo recorriera una corriente galvánica. Se puso en pie en cuestión de una décima de segundo, sacó de entre sus ropas un afilado puñal y se abalanzó con ligereza felina hacia el encuentro de Genaro. Los dos hombres chocaron ruidosamente y se trabaron en una lucha desesperada, en tanto que descendían rodando por las empinadas escaleras del puente de Rialto. Yo me alarmé lo indecible, y logré por fin imprimir algún movimiento a mis piernas y brazos. Pude observar que los dos hombres habían llegado al final de las escaleras y que uno de ellos estaba completamente inmóvil, mientras que el otro se iba incorporando dolorosamente.
Entretanto, yo no pude conservar por más tiempo mi casual inmovilismo. Bajé las escaleras todo lo rápido que me permitieron mis piernas adormecidas por el continuo despliegue de tensiones. Genaro asistió a mi llegada con los ojos desencajados y los labios trémulos. A su lado yacía el cuerpo del desconocido rodeado por un charco de sangre en imparable expansión; podía apreciarse con total verismo la manera en que el puñal le había atravesado el corazón.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
–La vida no me preocupa tanto como te puedas imaginar –manifestó Genaro, señalando la hoja de la espada merced a un leve movimiento de cabeza.
–No suelo salir de mi casa sin llevar conmigo este “juguete” –explicó el desconocido sardónicamente–. Además he de añadir que soy un diestro espadachín.
–Yo también recibí en mi juventud clases de esgrima –dijo Genaro, y sus ojos parecieron proyectarse a una época muy lejana en el pasado–. Podría demostrártelo...
–No se trata de medir nuestro manejo de la espada –repuso el desconocido–; se trata simplemente de arrancarte la promesa que no quieres pronunciar por propia voluntad.
–Un hombre íntegro no modifica su palabra bajo ninguna coacción.
–Pues tienes para elegir la integridad... o la fría losa de la sepultura –razonó el desconocido lúgubremente.
–Entonces, si he de entregar mi vida, permite que me plante de rodillas para que el Supremo Hacedor me encuentre en la otra vida en digna postura de veneración.
Sin aguardar a que el desconocido se lo autorizase, Genaro se acuclilló adoptando la postura por él señalada. La punta de la espada hubo de adaptarse esta vez al arranque de su cuello. Se sucedió un opresivo silencio, roto únicamente por el crepitar de la lluvia y el restallido de los truenos. La temperatura ambiental comenzaba a acusar un apreciable descenso, y yo notaba que cada vez eran más frecuentes los escalofríos que azotaban mi delgado cuerpo.
–No me voy a echar atrás en mi resolución –informó el desconocido con voz vacilante.
La espada delataba la poca firmeza de su pulso; el número de oscilaciones que la misma dejaba traslucir era fiel indicador del azoramiento que embargaba el alma del desconocido.
–Podrás llevar contigo una espada –manifestó Genaro sin levantar la mirada del suelo–, pero no tendrás redaños a usarla en mi perjuicio.
Entonces actuó con la velocidad del rayo. Esquivó la punta de la espada ladeándose sobre su rodilla derecha, en un giro tan imprevisible que le hizo perder estabilidad al desconocido, quien terminó midiendo el suelo con la parte anterior de su cuerpo. A todo esto, Genaro tuvo ocasión de apoderarse de la espada y arrojarla por encima del pretil del puente. Luego se incorporó cuan largo era y le dijo a su antagonista:
–Siempre se me ha dado bien darle esquinazo a la muerte... Te repito lo de antes: haré lo que tenga que hacer.
Una vez expresado esto, empezó a bajar por las escaleras del puente con sentido a la margen izquierda del Gran Canal, sin preocuparle la inundación que de forma inexorable estaba engullendo las calles y los canales laterales de Venecia.
De súbito, el cuerpo del desconocido se estremeció como si se lo recorriera una corriente galvánica. Se puso en pie en cuestión de una décima de segundo, sacó de entre sus ropas un afilado puñal y se abalanzó con ligereza felina hacia el encuentro de Genaro. Los dos hombres chocaron ruidosamente y se trabaron en una lucha desesperada, en tanto que descendían rodando por las empinadas escaleras del puente de Rialto. Yo me alarmé lo indecible, y logré por fin imprimir algún movimiento a mis piernas y brazos. Pude observar que los dos hombres habían llegado al final de las escaleras y que uno de ellos estaba completamente inmóvil, mientras que el otro se iba incorporando dolorosamente.
Entretanto, yo no pude conservar por más tiempo mi casual inmovilismo. Bajé las escaleras todo lo rápido que me permitieron mis piernas adormecidas por el continuo despliegue de tensiones. Genaro asistió a mi llegada con los ojos desencajados y los labios trémulos. A su lado yacía el cuerpo del desconocido rodeado por un charco de sangre en imparable expansión; podía apreciarse con total verismo la manera en que el puñal le había atravesado el corazón.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
3 comentarios:
Que encanto de relato, vamos casi todos los días estoy aquí para leerte amigo, no es que este sorprendida se la calidad literaria de tus cuentos, pero realmente narras tan bien que cada capítulo me deja con ganas de seguir leyendo, estoy a la espera.
Besos
de verdad eso es suspenso tras suspenso..me ha encantado la historia y sin embargo me da un aire de tristeza en todo el conflicto que se desarrolla en los ultimos capitulos. Te seguire leyendo. Espero que termine bien
Que bien escrito y que bien llevada la historia. Sorprendente imaginación... cargado de un suspenso interesante emocionante, me parece un a característica de tus relatos ... Bueno de algunos. te sigo en la sig.Besos.
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