LECTURA NO RECOMENDADA PARA MENORES DE 18 AÑOS.
Desde
hace varios años (tantos que se me saltan las lágrimas al considerar lo poco
que, tras tanto esfuerzo, he avanzado en aras de mi bienestar económico), monto
mi puesto en un ángulo de la Catedral, en la misma plaza del Ayuntamiento:
extiendo, a estos efectos, un trapo verde por el suelo, de ésos que se utilizan
en las timbas clandestinas, apilo dos o tres rimeros de libros, sitúo al lado
el cutre letrero que pone “Escritor de esta ciudad” y el cestillo con unos
pocos euros para estimular posibles donaciones (no las llaméis limosnas); despliego mi taburete de
tijera y asiento en él las posaderas, en espera de que algún incauto le dé por
acercarse a conocer mis obras. Así suele ocurrir los días laborables por las
mañanas, llueva o truene o haga una chicharrera de asar morcillas en el suelo;
las tardes las dedico a escribir y las noches a cultivar mi segunda gran
afición: echarme al coleto jarras de cerveza en baruchos de mala nota. Y es
deplorable que la experiencia me haya enseñado una cosa: los verdaderos
bibliófilos suelen ser personas tímidas hasta la patología, y les suele imponer
bastante tener al lado al autor de los libros que pretenden hojear; así que ni
se acercan. Los que sí lo hacen suelen ser más tontos que un helado de croquetas,
pero me da lo mismo con tal de que apoquinen los euros de sus abultadas
carteras. Otros se acercan, miran el género, me aguantan el rollo
pseudofilosófico, y, echándose la risita, se excusan diciendo que se han dejado
el monedero en casa y que enseguida vuelven a comprarme el libro; si tuviera
que estar esperándoles, mi gaznate no cataría la inexcusable cerveza nocturna.
Quieras que no, en la calle se aprende bien lo pestífero de la raza humana. Y
los kinkanfú (así denomino a los
excursionistas chinos y japoneses) sólo se acercan para echarse fotos conmigo,
me sueltan en el cestillo algún eurejo y no me compran el libro porque está
escrito en un idioma que no comprenden… Total, ¿para qué vamos a hablar?
Con
el tiempo aprendí a reconocer a unos fachuzos que se reunían todos los sábados
para ir a misa matutina en la Catedral. Al principio actué con ellos como con
todos, tratando de enjaretarles algunos de mis libros. Pero me acabaron echando
tales miradas de desprecio y suficiencia, que se me volvió a hacer
cortocircuito en las neuronas. Así, cada vez que pasaba uno de esos mendas,
solo o en familia, con los bigotes dados de gomina y aspecto de haber guardado
cola en la capilla ardiente del Generalísimo Franco, yo empezaba a arrojar
pullas por la boca.
—¡Eh,
tío! Aquí estoy yo, más rojo que un cangrejo río, y tú más facha que un mechero
de la División Azul. ¿Ande vas con esa corbata palomera y tu mujer con to el
bote echao de L’Oréal porque yo lo valgo?
Por las noches me cuenta en mi lecho la picha flojita que te gastas…
Y
solía concluir semejante diatriba entonando los primeros versos de La Internacional. No me calzaron ningún
guantazo porque tengo reflejos más rápidos que el lagarto de Los Yébenes, pero
sí que me causaron algún destrozo a los libros y al cestillo de los euros.
A
ver, ¿me vais a decir que yo le tiro las barbas al Garzón y al Pablemos? Pues
no, porque habéis de saber que los domingos por la mañana se reúne en el
Zocodover la flor y nata izquierdosa de la capital. Algunos lucen barbas
harapientas como las mías, y en sus rojas camisolas se les ven cercos de sudor
a la altura de los sobacos. No son gentes para andarse con bromas porque saltan
a la que na y te pueden hacer rico al dentista de turno. A éstos intenté
también venderles mis libros, y como quien oye llover. Casi igual que con el
facherío, porque algunos de esos libertarios piensan que los derechos de autor
son un atentado directo contra la dignidad del proletariado. Pues nada, que no
me toquen los cojones… ¡Otro cortocircuito neuronal!
—¡Eh,
rojeras! Mucho decir de boquilla pero no renunciáis a los lujos que criticáis.
Sois la izquierda pija. ¡Anda que os den! ¡El Alcázar no se rinde!
Y
aquí me ponía a entonar el Cara al sol,
cambiando en plan humorístico, eso sí, la palabra “cara” por “caga”. En esta
ocasión sí que me corrieron a hostias y gorrazos. Acabaron con una edición
completa de mis obras, cuyas hojas tapizaron tristemente la plaza del
Zocodover. Y el carrito me lo devolvieron hecho un destrozo, y, para rematar la
faena, no me dejaron un solo euro en el cestillo… ¡Hay que joderse!
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
1 comentario:
Una buena historia que todos los escritores sienten cuando inician, y de la realidad que hay en la calle. Saludos desde Venezuela
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