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a corriente me arrastraba río abajo. La decisión de
arrojarme al Támesis para zafarme de mis perseguidores se había saldado con
resultados positivos. Sir Herbert y sus secuaces no se vieron con muchos deseos
de secundarme, y tan sólo pudieron dirigirme terribles amenazas.
Yo siempre me tuve por buen nadador, y gracias a
ello pude alejarme rápidamente, aprovechando el favorable discurso de las
aguas. He de señalar que mi nueva impedimenta me dificultó en gran manera el
libre ejercicio de la natación; empero, pude encontrar una forma de asumir el
control de mi situación. La capa, sobre todo, no me permitía mover las piernas
a mi gusto, por lo que uno de mis primeros propósitos fue tratar de quitármela,
cosa que al final pude realizar tras no pocos intentos.
Me había alejado ya un buen trecho en el río, cuando
tomé la decisión de aproximarme a la orilla izquierda. Después habría de
improvisar un plan para reunirme de nuevo con Peter y emprender nuestra empresa
de salvar a lady Jane.
Nadando con toda la lentitud que me imponían mis
mermadas fuerzas, llegué a tierra. Los álamos proyectaban la imagen de sus
ramas sobre la superficie de las aguas. El cielo comenzó a encapotarse de nubes
de color pizarra, anunciando la inminencia de un chaparrón. A todo esto, se
levantó un helado vientecillo proveniente del Oeste.
Salí del agua y me tumbé sobre un colchón de hojarasca.
Toda esa absurda persecución me había dejado completamente agotado, y, en medio
de mi cansancio, aprecié con total evidencia la dura realidad de mi situación.
¡Y pensar que al principio me invadieron las dudas sobre mi viaje en el
tiempo!... Que se lo dijeran ahora a mi derrengado cuerpo. Para colmo de males,
el número de piezas de mi atavío personal se había visto apreciablemente rebajado.
No sólo perdí la espada, sino que también me
apercibí de que la capa y el sombrero debieron habérseme extraviado en el río.
¡Pues sí que comenzaba bien la que se me antojaba mi mayor peripecia!
Cuando consideré que había tenido un aceptable
descanso, me incorporé y me puse a caminar. Frente a mí se alzaba una fronda
casi impenetrable, los matorrales no hacían muy transitable el camino y en más
de un momento mis ropas sufrieron el desgarro de las zarzas que crecían a ras
del suelo. Aquel solitario paraje estaba ubicado en uno de los más aislados
arrabales de Londres, extraños lugares que encerraban un melancólico aire de
misterio.
Mi marcha se prolongó diez minutos hasta que vi una
humareda de color verde ascendiendo sobre las copas de los árboles.
Resultaba hasta extraordinario hallar indicios de
vida teniendo en cuenta lo deshabitado de la zona. Así que me interné entre esas
fragosidades y, tras unos minutos de dificultoso caminar, alcancé un ancho
calvero.
El suelo mostraba hierba agostada y embarrada y
algún que otro tocón podrido. En el centro podía verse una choza de ramas
perfectamente ensambladas entre sí. El humo verdoso que había avistado antes
salía del interior de la choza.
Al momento se verificó algo asombroso. Se escuchó
una explosión que hizo saltar por los aires la choza, dispersando sus ramas en
todas direcciones. Yo, azorado, perdí el equilibrio y caí al suelo. Entonces vi
cómo a través del aire se desplazaba una especie de mole hacia mí. En el último
segundo esquivé el anunciado choque, y el extraño bulto colisionó con gran
estruendo en el suelo. Fijándome con mayor detalle, puede apreciar que se
trataba de un hombre rebozado de hollín y barro.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las
nubes).
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