−¿Qué hacéis vos aquí? –me preguntó atónito,
haciendo esfuerzos por incorporarse.
−La verdad es que pasaba por casualidad −respondí−
cuando esta repentina explosión me ha sobresaltado.
−No entiendo cómo ha podido salir mal, no logro
entenderlo –dijo aquel extraño personaje en tanto que gesticulaba con las
manos−. En fin, veo que tendré que acercarme al río y limpiarme toda esta
mugre.
−¿Estáis herido?
−Para nada. De peores trances he salido. Como podéis
observar, ni siquiera sangro y noto todos mis huesos en su sitio. En cuanto me
limpie, mejorará mi aspecto.
−Si no os importa, desearía acompañaros.
−En absoluto. Será un placer.
Era un hombre corpulento, de estatura algo menor que
la mediana. Lucía una barba que le llegaba hasta la mitad del pecho, ahora toda
cubierta de légamo y medio chamuscada. Sin embargo, la impresión que me causó
no era por cierto desfavorable. Mientras caminábamos hacia el rio, principiamos
una amena conversación.
−¿A qué se ha debido esa explosión? –pregunté con
visible curiosidad.
−Bueno –principió acompañándose de un suspiro−. Todo
comenzó con unas verrugas que tengo en las plantas de los pies. Llevaban tiempo
causándome molestias al caminar, y decidí elaborar una pócima que consiguiese
eliminármelas. Pero al cabo me di cuenta de que sería mejor preparar un
ungüento y aplicarlo sobre la zona afectada; la ingestión de pócimas y
bebedizos puede llegar a ser muy peligrosa. Entonces me vine a este lugar donde
tengo (mejor dicho, tenía) una choza para mis experimentos, y empecé a preparar
el ungüento... En un caldero introduje una medida de agua. A continuación añadí
hulla molida, después un buen puñado de salitre y, cuando la mezcla comenzó a
hervir, la espolvoreé con azufre… ¡Uf!, aquello se inflamó y, sin saber cómo,
acabé saltando por los aires. Suerte que en el último momento me protegí la
cara del fogonazo… Sigo sin comprender cuál ha sido el fallo.
A duras penas traté de contener la risa. Yo ya sabía
en qué consistía su error. El buen hombre había elaborado algo completamente
distinto de lo que esperaba.
−Jajaja. Ya sé dónde habéis fallado. Eso que habéis
preparado no es nada más ni nada menos que pólvora común.
−¿Qué decís? ¿Pólvora? ¿De ésa que se utiliza para
deflagar en los cañones?
−Claro, lo sabré yo bien, que soy químico, algo parecido
a alquimista –puntualicé−. Sin duda, habréis equivocado las proporciones de la
mezcla.
−¿Quién iba a suponerlo? –dijo el desconocido casi
para sí−. Bueno, cada día se aprende algo nuevo. La fórmula de la pólvora la
guarda el ejército celosamente. Si fuera del dominio público, el reino tendría
suficientes problemas con sus conflictos internos.
−Sin lugar a dudas. Por otra parte, conozco el modo
de elaborar un explosivo considerablemente más potente que la pólvora. Se logra
a partir de la reacción del agua fuerte con una sustancia de naturaleza
orgánica que es conocida como nitroglicerina.
−¿Así que vos también sois alquimista?
−Nada de eso, amigo mío. Lo que os estoy contando no
tiene relación con la magia.
A todo esto, alcanzamos la orilla del rio, y,
aprovechando que había amainado la lluvia y en el cielo lucía de improviso un
sol espléndido, nos desnudamos y nos metimos en el agua para lavarnos. Poco a
poco se fueron desvelando las facciones de mi casual amigo. Tenía unos ojos de
un azul profundo, y la barba, medio chamuscada, le confería un aspecto un tanto
triste.
−Por cierto, me llamo Raúl Álvarez –dije
presentándome.
−Un nombre español –puntualizó mi acompañante.
−¿Tendríais la amabilidad de decirme vuestro nombre?
−Richard Jonhson –respondió lacónicamente.
No pude por menos de quedarme atónito. Dejé de
chapotear en el agua y fui a sentarme sobre un tocón. Entonces, casi
balbuciendo, volví a preguntar:
−¿Tendríais la amabilidad de repetirme vuestro
nombre?
−Sí, por supuesto –dijo sonriente−. Me llamo Richard
Johnson.
−Entonces sois vos… −marqué una pausa sin saber cómo
seguir.
−¿Qué ocurre? –preguntó Richard Johnson, mirándome
con extrañeza−. ¿Qué encontráis de raro en mi nombre? Sabed que no tolero que
se burlen de mí.
−¡Oh, por favor, no os ofendáis! Entonces vos sois
el tío carnal del joven Peter Hawkins.
−Sí, en efecto –confirmó mientras me miraba con ojos
cargados de sorpresa−. ¿Conocéis acaso a mi sobrino, hijo de mi difunta hermana
Embeth? ¿Sabéis dónde está? Exijo respuestas prontas y claras.
Por lo que pude apreciar, Richard Johnson era
persona de carácter excitable. Comprendí que era mejor no darle motivos para
que se enojara. Procedía ponerle al tanto de cada una de mis peripecias.
CONTINUARÁ…
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