−En
primer lugar, sería mi deseo advertiros de la absoluta veracidad de cuanto me
dispongo a contaros. Yo mismo he dudado desde un principio de la realidad de
estos hechos. Empero, ahora estoy convencido de que todo ha sido verdad.
–Marqué una pausa, y vi cómo el semblante de mi interlocutor se iba relajando
paulatinamente−. Todo comenzó hará cosa de dos años… ¡¿Qué digo?!... ¡Ah!,
sabed que vengo del futuro, o sea, del final del siglo XIX. No me preguntéis
ahora nada; os lo iré explicando poco a poco… Yo era representante de una
compañía de productos químicos con sede en Madrid. Con ocasión de unos arreglos
de exportación, tuve que hacer un viaje a Londres. Allí me alojé en casa de un
viejo amigo. Disponía de un margen de cinco días para realizar todas mis
gestiones. Éstas se agilizaron considerablemente, y al cabo de dos días ya
tenía todo ultimado y solucionado. Mi amigo me invitó a acudir una fiesta que
ofrecía un conocido personaje de la City. Fue allí donde mis ojos se cruzaron
con los de Constance. Me enamoré de ella casi sin pensarlo. Nos hicimos amigos.
Me llegó el momento de regresar a España; pero me prometí volver a Londres a la
primera oportunidad que se me presentase. Regresé, y, para mi mayor felicidad,
Constance aceptó ser mi prometida tras una sucinta declaración de mis
sentimientos. Sin embargo, se nos presentaba un inconveniente: vivíamos en
ciudades distintas y nuestras ocupaciones eran irreconciliables. Nuestra
relación fue un noviazgo de cartas y encuentros muy contados… Ahora comienza lo
asombroso de la historia. Era el último día del siglo XIX. Yo viajé a Londres
con diez días de vacaciones. Esperando encontrar el dulce abrazo de Constance,
descubrí que sólo me aguardaba una carta suya. Una carta donde se ponía fin a
nuestras relaciones. Ella se había enamorado de su profesor de baile; iban a
casarse. Desesperado quise volver a España, y surgió un nuevo contratiempo: no
llegué a tiempo de tomar el barco que debía conducirme allí. Era el último
barco en cinco días, y entonces me vi obligado a alojarme en una vieja posada
llamada Poplar Gate. Era Nochevieja, y yo sólo quería aislarme
del resto del mundo. Mi habitación se encontraba situada en el último piso, que
estaba solitario del todo. Una vez instalado, me entregué a tristes
cavilaciones y después de un rato caí en una modorra profunda. En mi estado de
ensueño me pareció escuchar unos débiles llantos infantiles, y entonces me fui
desperezando lentamente. Cuando hube despertado del todo, advertí que los
llantos no habían sido producto del sueño; provenían del inmediato pasillo. Me
sentí acuciado a investigar la raíz de tan desconcertante misterio, por lo que
me armé de valor y salí de la habitación. Al final del pasillo distinguí una
puerta entornada que dejaba entrever débiles atisbos de luz; de ahí era de
donde partían los llantos. Más o menos frenético, me atreví a abrir la puerta
del todo. Una vez dentro me di de manos a boca con un niño de cabellos rubios
que vestía ropas anticuadas, que en nada se correspondían con los estilos de mi
época. El niño se sobresaltó al verme. Yo reaccioné e hice todo lo posible por
tranquilizarle. Él se había escondido debajo de un mueble. Le dije que nada
debía temer de mí. Como quiera que mis palabras resultaron convincentes,
abandonó su escondite y, cuando estuvo frente a mí, comenzamos a hablar. Decía
llamarse Peter Hawkins. Había viajado en el tiempo, del pasado al futuro, por
medio de un hechizo que figuraba en un libro propiedad de su tío el alquimista.
Peter era el chico de azotes de Jane Grey. La echaba de menos, mayormente
porque se veía incapaz de regresar a su época de origen. Al principio pensé que
su mente no regía bien, pero le cogí simpatía y decidí ayudarle; así se lo
manifesté a las primeras de cambio. No obstante, descubrí que no era recomendable
llevarle la contraria, por lo que me vi precisado a seguirle la corriente. Me
señaló una página del mencionado libro y me pidió que leyera lo que ahí ponía.
Una vez hube satisfecho su deseo, evidenció una gran alegría que se manifestó
mediante los abrazos que me dio. Yo aún me mantenía escéptico. Interrogué a
Peter acerca de un broche de cabeza de unicornio que antes vi sobre la
inmediata mesa y no tuve tiempo de examinar por las instancias de Peter. Hasta
entonces lo había mantenido en mi mano. Peter me dijo que pertenecía a lady
Jane y que ella se lo había regalado…
−Esperad
–me interrumpió Richard Johnson−.¿Habéis dicho que ese broche pertenece a lady
Jane y lo tuvisteis consigo en el desarrollo de la transmigración?
—Así
es —respondí mientras extraía el broche de mi bolsillo para mostrárselo—. Éste
es precisamente… ¿Por qué me lo habéis preguntado?
−De
momento, por nada –dijo con las facciones sombrías−. Por nada… ¡Diablos!...
Bueno, continuad vuestro relato.
−Como
iba diciendo −proseguí−. Peter me explicó la procedencia de ese broche. Luego
empezó a hablarme de lady Jane, y, a través de sus palabras, descubrí que
estaba empezando a sentir algo por ella. Pero yo aún no acababa de creerme
nuestro viaje en el tiempo, y así se lo manifesté a Peter. Entonces me pidió
que abriese la ventana. Eso hice, y al asomarme me topé con un Londres bastante
distinto del que yo conocía. No pude por menos de acabar convenciéndome de
nuestro viaje en el tiempo. A lo que parecía, acababan de hacer presa a Jane
Grey. Yo, en mi tiempo de origen, había estudiado historia y sabía que ella iba
a morir decapitada. Se lo dije a Peter, y esto le sumió en la desesperación.
Después, ya que nos hubimos calmado, vimos la necesidad de urdir un plan para
evitar tamaña injusticia. Para ello contábamos con la ayuda de vos, y decidimos
ir a buscaros. Previamente, yo había sustituido mis prendas por otras más
acordes con este siglo. Salimos a la calle, y la gran aglomeración que nos
encontramos nos obligó a desviarnos por una tétrica callejuela. Allí había un
grupo de borrachos que nos abordaron y con los que al final terminamos en
disputa. Peter me lanzó el broche de unicornio y pude atraparlo en el aire.
Acto seguido le pedí que huyera, y eso hizo. Luego traté de escabullirme y al
ver que lo conseguía, el tropel de borrachos partió en mi persecución. Al final
pude despistarlos arrojándome al Támesis, y nadando llegué a una orilla lejana.
El resto ya lo conocéis.
−¿Tenéis
idea de quiénes fueron los agresores de mi sobrino y vos? –preguntó el
alquimista.
−Hum,
creo que escuché el nombre del que parecía ser el cabecilla del grupo. Ah, sí,
se llamaba Herbert Bradock. Es miembro de la nobleza; baronet, supongo.
−Sí,
yo también sé qué clase de alimaña es ése que tanto presume de nobleza de
sangre –convino Richard Johnson−. Ya me extrañaba que ese mal nacido no
anduviera en medio de una pendencia.
−No
me pareció ciertamente un hombre refinado.
En aquel momento se iniciaba una débil llovizna y
por ello nos guarecimos bajo las perennes ramas de un pino, algo apartado de la
orilla del río.
−Bueno, amigo –dijo Richard Johnson−, vos me habéis
dicho antes que en el transcurso del sortilegio que os trajo a esta época,
teníais en vuestra mano el broche que lady Jane regaló a Peter. Quisiera
cerciorarme.
−Así es –corroboré yo.
−Si es así, me parece que vais a tener un problema a
la hora de regresar a vuestro tiempo. Y máxime si, como decís, Jane Grey va a
ser condenada a muerte. Realmente, lo que se dice un buen problema.
−¿Qué problema? −inquirí−. Podré volver si otra
persona, vos por ejemplo, leéis la fórmula mágica y decís: “Tú eres el que ha
de trasmigrar a tu lugar en las arenas del tiempo”.
−Por supuesto, hubiese sido así de simple si vos no
hubieseis tocado ese broche en el momento de la trasmigración. Ahora todo ha
tomado un giro harto complicado.
−¿Acaso sugerís que como tuve agarrado el broche de
lady Jane, sólo ella es la que puede devolverme al futuro? –pregunté angustiado.
−Tal como lo decís –confirmó el alquimista−. Sólo
lady Jane puede haceros retornar a vuestro tiempo. Como comprenderéis, no va a
resultar muy fácil que digamos.
En ese momento, vino a mi memoria el incidente con
los borrachos. Casi que reviví la escena en que el hombre tuerto le arrebató a
Peter la escarcela con el grimorio dentro.
−¡Oh, no! –exclamé tocado por la desesperación−. El
libro lo tiene uno de los secuaces de Herbert Bradock. ¡Cielo santo! ¿Qué voy a
hacer ahora? ¿Cómo voy a regresar a mi lugar en el tiempo si ni siquiera
tenemos el libro?
Richard Johnson me miró circunspecto y, asintiendo,
dijo:
−Está claro que los problemas se acumulan.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las
nubes).
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