Nadie ignoraba en el pueblo lo enfermo que estaba maese Simón; nadie dudaba que en cuanto el frío que le trepaba por las piernas le alcanzara el corazón, se habría terminado para siempre la tradición de los maestros afiladores del chiflo del Lignum Crucis. Había mucha tristeza por las calles de Umbría de los Vados. Hasta las luces de Navidad no brillaban con la viveza de antaño. Los niños de la escuela nos asomábamos cariacontecidos a las ventanas, cuyos vidrios aparecían invadidos por orlas de escarcha, y nuestros pechos se hinchaban de suspiros mirando las vertientes de la Montaña del Nacimiento. El sol aterido corría a sepultarse entre los árboles del bosque en que vivían maese Simón y mi amiga, la cual había tenido que dejar la escuela para cuidar a su abuelo. Al poco rato, la luna y las estrellas de la fría bóveda celeste conferirían a los caminos imprecisos y azulados reflejos polares. Esa Navidad volvería a nevar; empero, si nada lo evitaba, la montaña no mostraría su sonrisa y no llegaría desde los cielos el tradicional mensaje de paz y esperanza.
La víspera del día de Nochebuena Constanza hizo su entrada en la única tienda de ultramarinos de Umbría de los Vados. Venía a comprar miel para el catarro de su abuelo. Yo me encontraba casualmente en la tienda, acompañando a mi madre, que venía a comprar un cuarto de kilo del bacalao en salazón que tanto gustaba a mi padre. El local estaba atestado de señoras del pueblo que venían a ultimar sus compras navideñas, pues en la tienda de ultramarinos de José Ignacio se podría comprar hasta la mismísima luna si estuviera en venta. Constanza entró mohína y con los ojos rascando el suelo de tablas.
-Buenas tardes -dijo con la delicadeza de un aleteo de mariposa.
-Buenas tardes -la saludó José Ignacio, que en ese preciso instante destazaba la porción del oloroso bacalao que le había pedido mi madre.
-Buenas tardes -la saludaron mi madre y el resto de las parroquianas.
-Hola, Constanza -musité yo, con toda la dulzura y simpatía que la timidez me permitía.
Al reconocer mi voz, Constanza levantó la mirada. Sus labios no revelaron sus bonitos dientes, pero alumbraron una sombra de sonrisa por el gusto producido por mi presencia en la tienda. Cuando Constanza sonreía, una nueva estrella nacía en la profundidad del cosmos.
Tras unos segundos de incómodo silencio, llovieron preguntas sobre la indefensa muchacha:
-¿Mejora tu abuelo?
-Dile que se apure... Mañana la nieve ha de caer en su sitio de la Montaña del Nacimiento.
-Dile que por un catarro nadie se muere.
Ante esta última instancia, Constanza trepidó como un junco en lo más álgido de la tempestad.
-Nadie se muere por un catarro, pero lo cierto es que mi abuelo se está muriendo. Necesito miel.
Dos hilillos de humedad surcaron sus sufridos lagrimales.
José Ignacio dejó por un momento la tarea del troceado del bacalao de mi madre, se limpió las manos en su impoluto mandil, se atusó levemente una de las guías de su canoso bigote, echó mano a un tarro de miel en uno de los estantes, lo introdujo en una bolsa de papel, y, tendiéndoselo a Constanza, le dijo con su mayor delicadeza:
-Llévaselo de prisa a tu abuelito. Ponle un buen chorreón en una taza de leche caliente... Nunca olvidaré la primera Navidad que oí tocar a tu abuelito.
Constanza metió entre lágrimas el tarro de miel en su añosa cesta de la compra. Dejó el dinero sobre el mostrador, y, reprimiendo un sollozo, abandonó el local arrastrando tras de sí una nube de humildad y melancolía. Nadie dijo una palabra; la emoción se contagió a todas las personas del local.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
La víspera del día de Nochebuena Constanza hizo su entrada en la única tienda de ultramarinos de Umbría de los Vados. Venía a comprar miel para el catarro de su abuelo. Yo me encontraba casualmente en la tienda, acompañando a mi madre, que venía a comprar un cuarto de kilo del bacalao en salazón que tanto gustaba a mi padre. El local estaba atestado de señoras del pueblo que venían a ultimar sus compras navideñas, pues en la tienda de ultramarinos de José Ignacio se podría comprar hasta la mismísima luna si estuviera en venta. Constanza entró mohína y con los ojos rascando el suelo de tablas.
-Buenas tardes -dijo con la delicadeza de un aleteo de mariposa.
-Buenas tardes -la saludó José Ignacio, que en ese preciso instante destazaba la porción del oloroso bacalao que le había pedido mi madre.
-Buenas tardes -la saludaron mi madre y el resto de las parroquianas.
-Hola, Constanza -musité yo, con toda la dulzura y simpatía que la timidez me permitía.
Al reconocer mi voz, Constanza levantó la mirada. Sus labios no revelaron sus bonitos dientes, pero alumbraron una sombra de sonrisa por el gusto producido por mi presencia en la tienda. Cuando Constanza sonreía, una nueva estrella nacía en la profundidad del cosmos.
Tras unos segundos de incómodo silencio, llovieron preguntas sobre la indefensa muchacha:
-¿Mejora tu abuelo?
-Dile que se apure... Mañana la nieve ha de caer en su sitio de la Montaña del Nacimiento.
-Dile que por un catarro nadie se muere.
Ante esta última instancia, Constanza trepidó como un junco en lo más álgido de la tempestad.
-Nadie se muere por un catarro, pero lo cierto es que mi abuelo se está muriendo. Necesito miel.
Dos hilillos de humedad surcaron sus sufridos lagrimales.
José Ignacio dejó por un momento la tarea del troceado del bacalao de mi madre, se limpió las manos en su impoluto mandil, se atusó levemente una de las guías de su canoso bigote, echó mano a un tarro de miel en uno de los estantes, lo introdujo en una bolsa de papel, y, tendiéndoselo a Constanza, le dijo con su mayor delicadeza:
-Llévaselo de prisa a tu abuelito. Ponle un buen chorreón en una taza de leche caliente... Nunca olvidaré la primera Navidad que oí tocar a tu abuelito.
Constanza metió entre lágrimas el tarro de miel en su añosa cesta de la compra. Dejó el dinero sobre el mostrador, y, reprimiendo un sollozo, abandonó el local arrastrando tras de sí una nube de humildad y melancolía. Nadie dijo una palabra; la emoción se contagió a todas las personas del local.
CONTINUARÁ...
El jardinero de las nubes.
2 comentarios:
como te repito, no me canso de visitarte, sobre todo porque me encanta las imagenes que pones y como decoras el blog. De mas esta decirte que me sigue encantando el cuento de navidad. un abrazo. judith
Qué ternura, cuanto amor pones en tus letras, es un bello cuento de navidad, leerte es un placer amiga espero por más.
Besos
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