Al término de las pruebas que le hicieron, los médicos fueron taxativos: sería una suerte si llegaba a vivir seis meses. No había operación posible y era de todo punto inútil someterle a ningún tratamiento de radio o quimioterapia. El cáncer se había extendido por casi todo el cuerpo. Mi padre se moría irremediablemente.
¿Y qué hacer ahora?, me preguntaba yo caminando por los sombríos tránsitos del hospital. ¿Se va con ella? Conocer la vida a través del amor de un padre, y ahora perderlo. Quedarme sin mi único amigo. Sentirme extraviado en un mundo que nunca he comprendido y que sin su presencia se me volverá más absurdo y hostil todavía. Pero él no debe saberlo; encontrará sonrisas donde sólo mora la tristeza, verá flores donde sólo hay escarcha, se convencerá de que le quiero con todo mi corazón…
Cuando me preguntó sobre lo que me habían comentado los médicos, no se me ocurrió decirle otra cosa sino que había pillado una nueva pulmonía. No me gusta mentir, pero el amor y la compasión me impulsaron a hacerlo.
Yo no conocía al hombre que fue a visitarle, acompañado de su esposa. Eran una década más jóvenes que mi padre, y no habían tenido hijos. Nunca me habló mi padre de ese hombre, pero en la rudeza del acento de éste alentaba un gran sentimiento de cariño.
-¿Qué haces ahí tumbado, so desgraciao? ¡Levántate de esa cama y vámonos a tomar un café al Casino!
-Cerraron el Casino –dijo mi padre con frase pausada, esbozando una mueca que quería ser sonrisa.
-¿Es éste tu hijo?
-Es mi hijo.
-Pues, muchacho, te coges a tu padre y te lo llevas a la Aldea y ya verás qué pronto se pone bueno, que aquí en los hospitales ponen enfermo al más pintado.
-Si fuera posible, no dude que lo haría –respondí sonriente, y para dar mayor entidad al embuste añadí-: El pobre ha cogido una pulmonía y necesita que lo cuiden bien.
-Y como de aquí a la semana que viene este amojamado no salga andando, vengo y lo saco a patá limpia de esta cama.
Acto seguido, el hombre agarró la mano derecha de mi padre y se la estrechó como si quisiera darle algo más valioso que sus palabras de fingida aspereza. Sus miradas se cruzaron y pude ser testigo de algo más grande que la misma amistad.
En mi siguiente paseo en soledad por el pasillo de la planta, estuve alentando una emoción que me llevó a agradecer la humanidad de aquel hombre. Una emoción que buscaba ser resuelta en forma de lágrimas, la cual no encontró más que un manantial seco para este tipo de consuelo.
El deterioro era imparable. Mi padre iba dejando de apetecer levantarse de la cama. Como estábamos a las puertas del invierno, yo no tenía dificultad para encontrar delante de él argumentos con que respaldar la gravedad de su “pulmonía”. Tan acusado era su temor a perder la vida, que tuve que transfigurar mi rostro en una máscara de piadosa hipocresía. Entonces eché mano del humor, y, de esta forma, logré confortar a mi padre al tiempo que en mi interior se abrían las llagas del sufrimiento de la vida.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
¿Y qué hacer ahora?, me preguntaba yo caminando por los sombríos tránsitos del hospital. ¿Se va con ella? Conocer la vida a través del amor de un padre, y ahora perderlo. Quedarme sin mi único amigo. Sentirme extraviado en un mundo que nunca he comprendido y que sin su presencia se me volverá más absurdo y hostil todavía. Pero él no debe saberlo; encontrará sonrisas donde sólo mora la tristeza, verá flores donde sólo hay escarcha, se convencerá de que le quiero con todo mi corazón…
Cuando me preguntó sobre lo que me habían comentado los médicos, no se me ocurrió decirle otra cosa sino que había pillado una nueva pulmonía. No me gusta mentir, pero el amor y la compasión me impulsaron a hacerlo.
Yo no conocía al hombre que fue a visitarle, acompañado de su esposa. Eran una década más jóvenes que mi padre, y no habían tenido hijos. Nunca me habló mi padre de ese hombre, pero en la rudeza del acento de éste alentaba un gran sentimiento de cariño.
-¿Qué haces ahí tumbado, so desgraciao? ¡Levántate de esa cama y vámonos a tomar un café al Casino!
-Cerraron el Casino –dijo mi padre con frase pausada, esbozando una mueca que quería ser sonrisa.
-¿Es éste tu hijo?
-Es mi hijo.
-Pues, muchacho, te coges a tu padre y te lo llevas a la Aldea y ya verás qué pronto se pone bueno, que aquí en los hospitales ponen enfermo al más pintado.
-Si fuera posible, no dude que lo haría –respondí sonriente, y para dar mayor entidad al embuste añadí-: El pobre ha cogido una pulmonía y necesita que lo cuiden bien.
-Y como de aquí a la semana que viene este amojamado no salga andando, vengo y lo saco a patá limpia de esta cama.
Acto seguido, el hombre agarró la mano derecha de mi padre y se la estrechó como si quisiera darle algo más valioso que sus palabras de fingida aspereza. Sus miradas se cruzaron y pude ser testigo de algo más grande que la misma amistad.
En mi siguiente paseo en soledad por el pasillo de la planta, estuve alentando una emoción que me llevó a agradecer la humanidad de aquel hombre. Una emoción que buscaba ser resuelta en forma de lágrimas, la cual no encontró más que un manantial seco para este tipo de consuelo.
El deterioro era imparable. Mi padre iba dejando de apetecer levantarse de la cama. Como estábamos a las puertas del invierno, yo no tenía dificultad para encontrar delante de él argumentos con que respaldar la gravedad de su “pulmonía”. Tan acusado era su temor a perder la vida, que tuve que transfigurar mi rostro en una máscara de piadosa hipocresía. Entonces eché mano del humor, y, de esta forma, logré confortar a mi padre al tiempo que en mi interior se abrían las llagas del sufrimiento de la vida.
CONTINUARÁ…
El jardinero de las nubes.
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