sábado, 30 de junio de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XI) - El despacho de la alcaldesa



La alcaldesa tenía los ojos cuajados de lágrimas. Sebastián Amorós, el activista del 15-M que la custodiaba, se sentía incómodo de todas veras. Después de todo, no tenía un corazón despiadado.

-Señora, no llore. No le va a pasar nada.

La alcaldesa sacó de su bolso un pañuelo de papel y se sonó las narices. Sus ojos emitieron un leve destello sanguinolento.

-¿Qué sabes tú de lo que siento? –preguntó con afligida arrogancia.

-Señora, los tiempos son muy duros.

Estaban los dos solos en el despacho de alcaldía. Sebastián se encontraba de pie, afectando una respetuosa posición de firmes. Ella estaba sentada en su sillón, acodada en el escritorio repleto de papeles.

-Hoy es Nochebuena, y no podré pasarla con mi familia.

Sebastián no supo qué decir. Se miró en el inmediato espejo de pared. Decididamente no tenía un aspecto agraciado.

-Tú eres un chico de las calles. ¿Cuántos años tienes?

-Veintiuno, señora.

-¿Y qué oficio desempeñas en la vida?

-Actualmente ninguno. Nadie me da trabajo.

-¿Estudiaste algo?

-Terminé la ESO –dijo con velado orgullo-. Luego estuve trabajando en la construcción.

-Entonces, ¿no hay esperanzas para ti?

La pregunta era de difícil respuesta, y le vino como un jarro de agua fría. El tiempo conspiraba en contra de su juventud. Él se sentía derrotado de antemano. Por eso se integró en el movimiento 15-M: porque necesitaba ser dirigido. Por eso Jerónimo Ortega le tenía cogida estima, hasta el punto de llegar a considerarle su mano derecha. Por eso ahora se encontraba custodiando a la primera edil de la ciudad de Gijón. Después de todo, tenía algún motivo para sentir cierta vanagloria.

-No sé si hay esperanzas para mí –respondió con estudiada solemnidad-. Pero ahora el pueblo se ha puesto en movimiento.

-Lo que tus camaradas y tú habéis hecho es simplemente una locura –le espetó la alcaldesa.

-¿Y qué otra cosa se podía hacer? Los gobernantes no quieren escuchar al pueblo.

-Los gobernantes no pueden hacer caso del pueblo porque las circunstancias no se alían a favor de las intenciones de los gobernantes.

Había muchas cosas del mundo que Sebastián no acertaba a comprender, y no tuvo mejor fortuna con las palabras de la alcaldesa. Sus dudas y vacilaciones le impedían aventurar el menor comentario.

-¿Qué dices a eso? –le apremió la alcaldesa.

La oscuridad de la ignorancia seguía nublando su cerebro.

-Yo sólo sé que las cosas tienen mal color. Mis amigos y familiares pasan apuros. Los políticos no lo pasan mal, eso es lo que todo el mundo percibe. Mis amigos no hablan de otra cosa. El mundo tiene que cambiar.

-El mundo es imposible de cambiar –dijo la alcaldesa haciendo un resignado mohín con los labios.

-Eso creo yo también. Pero hay que intentar cambiarlo, eso dice Jerónimo.

La alcaldesa se levantó de su sillón. Se dirigió a la ventana y tiró de la falleba. Las multitudes bullían por todo el ámbito de la Plaza Mayor. El tiempo transcurría y nada parecía haberse concretado. Teniendo en cuenta lo que había llegado de forma subrepticia a sus oídos, el Ejército había tomado cartas en el asunto. El aire de la mañana, ya cercano el mediodía, transportaba un hálito extraño, como si la esperanza pretendiera asumir carácter aromático. La alcaldesa comenzaba a vacilar, ya no estaba segura de que su posición no estuviera en el lado equivocado. El joven que estaba en su proximidad no demostraba poseer muchas luces, pero ¿realmente ella estaba situada en una esfera superior a la de él? Difícil saberlo.

-Esta noche tendríamos que estar con nuestras familias –suspiró ella- celebrando el nacimiento del Niño Dios, el Redentor, el símbolo de toda esperanza.

-Yo también opino lo mismo –dijo Sebastián con seráfica docilidad.

La alcaldesa se giró para mirarle.

-¿Tú y yo somos enemigos?

El joven frunció los labios.

-Jerónimo dice que los políticos son los verdaderos enemigos del pueblo.

-¿Tú haces y piensas todo lo que te dice Jerónimo?

El reproche sumió a Sebastián en un sentido abatimiento. Sus ojos se esforzaban en transparentar toda la fuerza de voluntad que ocultaba en lo profundo de su ser. Ya iba teniendo edad, y aún no comprendía bien en qué consistía la vida. Sin embargo, estaba convencido de que sin la libertad la vida no valía nada. Tenía el firme propósito de convertirse en una persona libre.

-Señora alcaldesa, usted también piensa y dice lo que le dicen los malditos burócratas de su partido.

-¡Cómo te atreves!

La alcaldesa enrojeció hasta la raíz del cabello.

-Me atrevo a todo con tal de que no me quiten la libertad.

El sol de mediodía lanzó furiosamente sus rayos a través de la ventana, iluminando con un resplandor fastuoso todos los detalles del despacho. La alcaldesa observó que había un destello de lágrimas en las pupilas de su antagonista.

-¿Por qué estás triste, jovencito?

Sebastián se aclaró la garganta, y respondió:

-Porque ninguno de nosotros dos estamos lo que se dice alegres.

El sol inundó con su belleza el interior del despacho.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


martes, 19 de junio de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (X) - La máquina de los milagros



VI. La actuación del inventor

Sabía que si su más preciado ingenio era revelado a la luz pública, la fama y la gloria le precederían allá donde su nombre fuera pronunciado. Había estado dispuesto a pasar su vida en la ignorancia de las gentes antes que disfrutar del reconocimiento a que sus logros le habían hecho acreedor. Nunca le preocupó buscarle un nombre a su artefacto, y creía que ahora había llegado el momento de hacerlo. Se trataba de una caja de aspecto anodino. En uno de sus lados disponía de un teclado, y, aparentemente, no tenía alimentación energética externa. Tal vez se accionara por obra de un milagro. La había puesto a prueba en muy contadas ocasiones, la última de las cuales había sido para reparar la ruina del piso de la calle Ezcurdia, 14. Los mismos peritos municipales calificaron la situación de milagrosa… ¡Ya lo tengo! La llamaré “la máquina de los milagros”.

Guzmán de Arteaga se encontraba en el recogimiento de su aula-laboratorio. Fuera de los ventanales reinaba el pálido fulgor de la madrugada. Pronto amanecería el día de Nochebuena. Ya casi habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde que se iniciara la revuelta de Cimavilla, provocada por el suceso de la Universidad Laboral. Era muy poco lo que se sabía acerca de lo que estaba ocurriendo en aquel lugar. El Ejército había tomado posiciones en torno a los dos núcleos de resistencia de Gijón. Nadie imaginaba cuál iba a ser el desenlace final. Guzmán de Arteaga confiaba en encontrar alguna respuesta con auxilio de la máquina de los milagros. Ya no podía diferirse por más tiempo su utilización. La gente estaba alarmada. Tras los cercos de Cimavilla, las provisiones empezaban a agotarse; sin duda, eso es lo que también estaría ocurriendo en el recinto de la Universidad Laboral.

-Prometiste no volver a utilizar esa máquina –le dijo de súbito el fantasma de Ederita, plantándose delante de él.

Guzmán de Arteaga dio un respingo. Las apariciones de ella se hacían cada vez más frecuentes. Lentamente, iba mudando la adoración que de antaño le inspirara en un incómodo sentimiento de pánico. Ederita representaba el pasado, y no necesitaba hacer uso de la máquina de los milagros para saber que su futuro merecía una nueva oportunidad. Sin duda, él no vino al mundo para pasar la vida en amargura y soledad. Él era un ser humano como los demás, y como tal tenía derecho a su humilde cuota de felicidad.

-Emplearé la máquina –se encaró con el fantasma-. El mundo se merece otra oportunidad… Yo también la merezco.

-Una oportunidad para impresionar a esa jovencita y pretender que se enamore de un adefesio como tú.

Guzmán de Arteaga no necesitaba de espejos para saber que Ederita no andaba falta de razón. Era triste no haber vivido la vida como la viven las personas. Era triste haber disfrutado siempre del amor desde la más estricta lejanía.

-Cuanto más te voy conociendo, Ederita, mayor es tu crueldad hacia mí. ¿Quién soy yo para que te ensañes conmigo?

El fantasma se rebulló en las penumbras del laboratorio.

-Eres el ser más extraordinario que pude haber conocido, Guzmán de Arteaga. Eres el hombre más bueno y desdichado que habita la superficie de este planeta. Ni siquiera la soledad te ama tanto como pude haberte amado yo, si hubiésemos tenido la oportunidad de habernos conocido mejor.

-Ederita, yo era muy joven.

-Y casi nunca abrías la boca… Dejaste correr la oportunidad de haber conocido lo bello de la vida y no ser el hombre infeliz en que te has convertido.

Guzmán de Arteaga acarició con dedos laxos unos de los paneles de la máquina de los milagros.

-¿Esto podría haber cambiado las cosas? ¿Podría cambiarlas todavía?

Ederita ya se había esfumado. El amanecer rompía tras la salada escarcha que orlaba los ventanales. La flor de la Navidad quería abrir sus rojos pétalos en medio de la bruma del mar.

-La máquina de los milagros –murmuró Guzmán de Arteaga con la frente apoyada en el vidrio del ventanal-, y aún no he sido capaz de empezar a creer en Dios.

Se le formó en la garganta un ahogo de lágrimas. No conseguía entender la razón de que últimamente se emocionara con tanta facilidad… ¿Por qué me he maltratado tanto a mí mismo? ¿Por qué me he preocupado más de los sueños que de gozar de los años que me fueron dados sobre la superficie de este planeta?... Volvió junto a su ingenio… Era llegado el momento de hacer funcionar la máquina de los milagros a pleno rendimiento.

-¿Qué es lo más importante en la vida de una persona? –se preguntó quedamente.

«¡Volver junto a la ventana!», fue como si le respondieran sus propios pensamientos.

Miró de nuevo al exterior. El corazón pareció ahuecársele… ¿No era Irene aquella joven que subía por el altozano? Su cabello de húmedo azabache flotándole en la brisa con adorable cadencia. «Eres tú», se dijo Guzmán de Arteaga con los ojos empañados. Y ella se paró en su marcha, girándose acto seguido para mirar hacia el ventanal desde el cual la contemplaba su anonadado profesor. Su rostro también estaba pintado de emoción. Levantó la mano para saludarle a él. El sol de la bruma iluminó la belleza de su mirada juvenil. Guzmán de Arteaga notó que le flaqueaban las rodillas.

-¿Cuándo podré amarte, dulce Irene? ¿Por qué nací bajo el signo de una estrella equivocada? ¿Por qué la vida ha huido de mí sin haberte podido conocer? ¿Cómo podré vivir si no te vuelvo a ver?

Irene siguió andando hacia las cimas del Cerro de Santa Catalina. Nadie averiguó jamás lo que debería de estar pasando por su mente en ese preciso instante. Tampoco su profesor se atrevió a imaginarlo.

El momento se había presentado. Guzmán de Arteaga resolvió sus emociones dando un enérgico puñetazo sobre una de las mesas del aula-laboratorio, lo cual hizo tintinear el material de vidrio dentro de sus vitrinas.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).