V.
El coronel Bertin
La
autovía AS-2, en el sentido hacia Gijón, aparecía colapsada por numeroso
contingente de carros de combate. Al mando estaba el coronel Juan Miguel Bertin.
Este último no destacaba por ser hombre de modales afables. Tenía la mandíbula
cuadrada, los labios apretados y los ojos infalibles, ocultos tras unas impenetrables gafas de sol.
-¡Maldita
sea su estampa! –iba mascullando mientras la ciudad de Gijón surgía en
lontananza.
Hacía
tan sólo unas horas que una llamada de la Delegación del Gobierno del
Principado de Asturias le había obligado a interrumpir las maniobras de su
regimiento en la comarca del Bierzo… Hacían falta efectivos militares en Gijón,
por un acto de supuesto terrorismo.
-¡Maldito
seas, Diego Barrientos!
Su
segundo al mando, el comandante Marcelo Serrano, escuchaba sus refunfuños.
Tenían todos los informes que la Delegación del Gobierno les había pasado sobre
los sucesos de Gijón. Sabían que el que se había identificado como cabecilla de
lo ocurrido en la Universidad Laboral, respondía al nombre de Diego Barrientos.
Casualmente, el viejo conocido del coronel Bertin. El comandante Serrano se
mostraba perplejo ante el odio que su superior profesaba a Diego Barrientos.
-¡Debí
hacerle picadillo cuando tuve la ocasión!
Esa
rabia era impropia de un hombre que ostentaba importantes responsabilidades.
Pero, reflexionándolo detenidamente, el comandante Serrano podía vislumbrar
razones para semejante malhumor. El coronel Bertin sólo había ascendido un
peldaño en la escala militar en el curso de veinte años, mientras que muchos de
sus otros compañeros de promoción ya ostentaban las estrellas de general. Pese
a haberse distinguido en la guerra de los Balcanes, Juan Miguel Bertin no
contaba con muchas simpatías en la Junta de Jefes del Estado Mayor, lo cual
indudablemente había supuesto un rudo freno a sus ambiciones castrenses.
Llevaba años al mando de un regimiento que, si bien elitista, no tenía ni por
asomo el lucimiento de otros cuerpos del Ejército. Tanto se le había avinagrado
el carácter, que ahora sufría una úlcera estomacal y su mujer le había
abandonado a la primera ocasión que se le había presentado. Por eso pasaba la
vida rumiando su pesimismo y alimentando un genio que se había vuelto
proverbial entre los hombres a su mando. Le faltaba aquello que causa agrado
entre sus semejantes, siendo por esto que muy pocos se extrañaban en el Estado
Mayor de que no se hubiera hecho acreedor a nuevos ascensos. Así y todo, era un
hombre en cuya pericia militar se podía confiar en los momentos críticos… Y
ahora Gijón estaba atravesando un momento difícil.
-Bien,
Serrano, la situación se presenta clara aunque extremadamente ardua. A lo que
parece, se han levantado dos focos de resistencia a la autoridad: la península
de Cimavilla, con la retención de la alcaldesa y los concejales en la Casa
Consistorial, amén de toda la gente no implicada en la acción que se ha visto
atrapada tras el cerco de las barricadas; y, lo que más cuidado me trae, el
secuestro que se ha perpetrado tras los muros de la Universidad Laboral. Esta
es la situación en síntesis, ¿sí o no?
-En
efecto, mi coronel.
-Bien,
por lo tanto se impone una diversificación de las fuerzas de nuestro
regimiento. Tendremos que poner sitio a dos lugares a un mismo tiempo. Será
necesario, en consecuencia, fijar dos campamentos base y dos depósitos de armas
y materiales. Yo me estableceré en los alrededores de la Universidad Laboral, y
usted, comandante Serrano, lo hará en torno a Cimavilla. Pienso montar el
campamento al resguardo de las arboledas del Jardín Botánico Atlántico,
mientras que usted tendrá su base en el edificio de la Antigua Pescadería
Municipal, junto a las Termas Romanas de Campo Valdés.
El
comandante Serrano sabía que esta disposición no era caprichosa en absoluto: su
superior quería tener cerca a Diego Barrientos.
-Aparte
de esto, estableceremos toque de queda en toda la población a partir de la
puesta de sol. Tenemos carta blanca de la Delegación del Gobierno para actuar
según nos convenga. No debemos hacer uso de nuestra potencia de fuego salvo en
casos estrictamente excepcionales. Yo confío en que tan pronto los insurgentes
vean nuestro despliegue, se avengan a razones. Es una situación muy
problemática por la cantidad de civiles que se han visto envueltos en la misma
sin quererlo ni beberlo. Enseguida cursaré las órdenes para que en el momento
que entremos en Gijón nuestros efectivos se dividan en dos falanges… Que la
suerte nos sea propicia, comandante.
-Eso
espero, señor.
No
poca conmoción despertó, a la caída de la tarde, el desfile de carros de
combate por las arterias principales de la ciudad de Gijón. Los peregrinos del
Camino Marítimo de Santiago interrumpieron su devota marcha para asistir al
despliegue militar a lo largo del extenso Paseo Marítimo. Conforme a lo
previsto, el comandante Serrano estableció su cuartel en las dependencias de la
Antigua Pescadería Municipal, y enseguida ordenó que los soldados fueran
ocupando posiciones estratégicas en derredor de la acordonada península de
Cimavilla. Se pidió asimismo la colaboración de la Guardia Civil Marítima para mantener
vigilado el peñón desde las aguas.
Mientras
tanto, el coronel Bertin se acuarteló dentro del perímetro del Jardín Botánico
Atlántico. Su fin primordial era echarle el guante al pérfido Diego Barrientos,
ese cobarde que había desertado en
plena refriega de los Balcanes. Esta vez estaba dispuesto a hacerle pagar cara
su pasada y presente osadía. Nadie ponía en solfa el heroico espíritu castrense
de la Madre Patria.
La
noche estaba cayendo sobre Gijón. Era difícil saber lo que estaría ocurriendo
tras los muros de la Universidad Laboral o tras las barricadas de Cimavilla.
Fue entonces cuando el coronel Bertin tomó una decisión aventurada: se pondría
al habla cuanto antes con Diego Barrientos.
Esta
última acción no fue sencilla, pero al final el brigada encargado de las
telecomunicaciones le dijo:
-Mi
coronel, Barrientos está al otro lado de la línea.
Se
puede decir que le arrebató el auricular a su subordinado con nerviosa
desesperación.
-Identifíquese
–graznó con su más estudiado tono desagradable de voz.
-Al
habla Diego Barrientos –dijo el interlocutor.
-¿El
capitán Barrientos, cuyo último destino radicaba en Mostar España?
-Así
es. ¿Con quién tengo el honor de hablar?
-Con
su superior al mando, el coronel Juan Miguel Bertin.
-Señor,
ya no formo parte del estamento militar.
-Como
quiera que usted ha iniciado una acción de guerra, se encuentra sometido a la
ley marcial.
-Eso
lo dirá usted.
-¿Qué
pretende con sus acciones?
-Simplemente
que los principales responsables en educación den marcha atrás en sus políticas
restrictivas.
-El
capitán Barrientos que estaba bajo mi mando hubiera comprendido que éste no es un
modo lícito de obrar.
-El
que está hablando con usted no es el capitán Barrientos que usted conoció.
-El
capitán Barrientos que yo conocí era un hombre íntegro y valiente. Me cuesta
imaginar que ahora esté hablando con un terrorista y un cobarde. ¿Acaso no es
cobardía retener a civiles inocentes en contra de su voluntad?
Medió
un doloroso intervalo de silencio por el lado de Barrientos. Al romperlo, dijo:
-Mi
coronel, yo también he pensado eso mismo… No dejo de pensar en eso.
¡Bingo!
El miserable empieza a vacilar. Coronel, apúntate un tanto.
-Ríndete,
Diego. Demuestra que aún eres un hombre de honor. –Suavizó cuanto pudo el tono
de su voz.
-Mi
coronel, hay cosas que una vez iniciadas resultan imposibles de parar. Perdone
todo el mal recuerdo que le pueda originar, pero si empiezo algo lo concluyo…
con todas las consecuencias.
-¡Estás
loco, Diego! Tan loco como cuando me demostraste tu cobardía en el
acuartelamiento de Mostar España.
-Las
locuras son lo único que pueden remediar las injusticias de este mundo.
-¡Maldito
seas! Como tenga ocasión de echarte el guante, vas a lamentar el haberte
cruzado en mi camino.
-Ya
he tenido que lamentar en muchos momentos de mi vida el haber venido al mundo.
-¡Loco!
-Si
no ordena más, mi coronel, podríamos dar por terminada esta conversación.
-No
sin antes aclararme cuáles van a ser vuestras intenciones.
-Simplemente
resistir hasta el final.
-¿Al
precio de retener a unos inocentes?
-Sólo
es inocente quien no causa daño al prójimo.
Tras
esta frase se cortó la comunicación. El coronel Bertin estaba que echaba
venablos por la boca. Se habían roto las hostilidades, y ya no había modo
diplomático de aplacarlas. En el fondo el coronel Bertin se alegraba de la
obstinación de su antiguo subordinado. Ya nadie discutiría las razones que
tenía para aplastarlo como a un vil insecto. Estaba dispuesto a saltarse todos
los protocolos y diplomacias con tal de poder darle personalmente su merecido.
Al
momento, teniendo delante un plano del recinto de la Universidad Laboral, dio
las órdenes pertinentes para mantener bajo control los puntos que presuponía de
cierto valor estratégico. No tenía idea de cuántos efectivos disponía Barrientos,
pero su olfato castrense le indicaba que no habían de ser demasiados. Con una
acción eficaz y bien coordinada, sin duda reconquistaría las posiciones tomadas
por el enemigo.
-Antes
de lo que crees, Diego Barrientos, estarás a mi merced.
CONTINUARÁ...