jueves, 31 de mayo de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (IX) - El Ejército interviene


V. El coronel Bertin

La autovía AS-2, en el sentido hacia Gijón, aparecía colapsada por numeroso contingente de carros de combate. Al mando estaba el coronel Juan Miguel Bertin. Este último no destacaba por ser hombre de modales afables. Tenía la mandíbula cuadrada, los labios apretados y los ojos infalibles, ocultos tras unas impenetrables gafas de sol.

-¡Maldita sea su estampa! –iba mascullando mientras la ciudad de Gijón surgía en lontananza.

Hacía tan sólo unas horas que una llamada de la Delegación del Gobierno del Principado de Asturias le había obligado a interrumpir las maniobras de su regimiento en la comarca del Bierzo… Hacían falta efectivos militares en Gijón, por un acto de supuesto terrorismo.

-¡Maldito seas, Diego Barrientos!

Su segundo al mando, el comandante Marcelo Serrano, escuchaba sus refunfuños. Tenían todos los informes que la Delegación del Gobierno les había pasado sobre los sucesos de Gijón. Sabían que el que se había identificado como cabecilla de lo ocurrido en la Universidad Laboral, respondía al nombre de Diego Barrientos. Casualmente, el viejo conocido del coronel Bertin. El comandante Serrano se mostraba perplejo ante el odio que su superior profesaba a Diego Barrientos.

-¡Debí hacerle picadillo cuando tuve la ocasión!

Esa rabia era impropia de un hombre que ostentaba importantes responsabilidades. Pero, reflexionándolo detenidamente, el comandante Serrano podía vislumbrar razones para semejante malhumor. El coronel Bertin sólo había ascendido un peldaño en la escala militar en el curso de veinte años, mientras que muchos de sus otros compañeros de promoción ya ostentaban las estrellas de general. Pese a haberse distinguido en la guerra de los Balcanes, Juan Miguel Bertin no contaba con muchas simpatías en la Junta de Jefes del Estado Mayor, lo cual indudablemente había supuesto un rudo freno a sus ambiciones castrenses. Llevaba años al mando de un regimiento que, si bien elitista, no tenía ni por asomo el lucimiento de otros cuerpos del Ejército. Tanto se le había avinagrado el carácter, que ahora sufría una úlcera estomacal y su mujer le había abandonado a la primera ocasión que se le había presentado. Por eso pasaba la vida rumiando su pesimismo y alimentando un genio que se había vuelto proverbial entre los hombres a su mando. Le faltaba aquello que causa agrado entre sus semejantes, siendo por esto que muy pocos se extrañaban en el Estado Mayor de que no se hubiera hecho acreedor a nuevos ascensos. Así y todo, era un hombre en cuya pericia militar se podía confiar en los momentos críticos… Y ahora Gijón estaba atravesando un momento difícil.  

-Bien, Serrano, la situación se presenta clara aunque extremadamente ardua. A lo que parece, se han levantado dos focos de resistencia a la autoridad: la península de Cimavilla, con la retención de la alcaldesa y los concejales en la Casa Consistorial, amén de toda la gente no implicada en la acción que se ha visto atrapada tras el cerco de las barricadas; y, lo que más cuidado me trae, el secuestro que se ha perpetrado tras los muros de la Universidad Laboral. Esta es la situación en síntesis, ¿sí o no?

-En efecto, mi coronel.

-Bien, por lo tanto se impone una diversificación de las fuerzas de nuestro regimiento. Tendremos que poner sitio a dos lugares a un mismo tiempo. Será necesario, en consecuencia, fijar dos campamentos base y dos depósitos de armas y materiales. Yo me estableceré en los alrededores de la Universidad Laboral, y usted, comandante Serrano, lo hará en torno a Cimavilla. Pienso montar el campamento al resguardo de las arboledas del Jardín Botánico Atlántico, mientras que usted tendrá su base en el edificio de la Antigua Pescadería Municipal, junto a las Termas Romanas de Campo Valdés.

El comandante Serrano sabía que esta disposición no era caprichosa en absoluto: su superior quería tener cerca a Diego Barrientos.

-Aparte de esto, estableceremos toque de queda en toda la población a partir de la puesta de sol. Tenemos carta blanca de la Delegación del Gobierno para actuar según nos convenga. No debemos hacer uso de nuestra potencia de fuego salvo en casos estrictamente excepcionales. Yo confío en que tan pronto los insurgentes vean nuestro despliegue, se avengan a razones. Es una situación muy problemática por la cantidad de civiles que se han visto envueltos en la misma sin quererlo ni beberlo. Enseguida cursaré las órdenes para que en el momento que entremos en Gijón nuestros efectivos se dividan en dos falanges… Que la suerte nos sea propicia, comandante.

-Eso espero, señor.

No poca conmoción despertó, a la caída de la tarde, el desfile de carros de combate por las arterias principales de la ciudad de Gijón. Los peregrinos del Camino Marítimo de Santiago interrumpieron su devota marcha para asistir al despliegue militar a lo largo del extenso Paseo Marítimo. Conforme a lo previsto, el comandante Serrano estableció su cuartel en las dependencias de la Antigua Pescadería Municipal, y enseguida ordenó que los soldados fueran ocupando posiciones estratégicas en derredor de la acordonada península de Cimavilla. Se pidió asimismo la colaboración de la Guardia Civil Marítima para mantener vigilado el peñón desde las aguas.

Mientras tanto, el coronel Bertin se acuarteló dentro del perímetro del Jardín Botánico Atlántico. Su fin primordial era echarle el guante al pérfido Diego Barrientos, ese cobarde que había desertado en plena refriega de los Balcanes. Esta vez estaba dispuesto a hacerle pagar cara su pasada y presente osadía. Nadie ponía en solfa el heroico espíritu castrense de la Madre Patria.

La noche estaba cayendo sobre Gijón. Era difícil saber lo que estaría ocurriendo tras los muros de la Universidad Laboral o tras las barricadas de Cimavilla. Fue entonces cuando el coronel Bertin tomó una decisión aventurada: se pondría al habla cuanto antes con Diego Barrientos.

Esta última acción no fue sencilla, pero al final el brigada encargado de las telecomunicaciones le dijo:

-Mi coronel, Barrientos está al otro lado de la línea.

Se puede decir que le arrebató el auricular a su subordinado con nerviosa desesperación.

-Identifíquese –graznó con su más estudiado tono desagradable de voz.

-Al habla Diego Barrientos –dijo el interlocutor.

-¿El capitán Barrientos, cuyo último destino radicaba en Mostar España?

-Así es. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

-Con su superior al mando, el coronel Juan Miguel Bertin.

-Señor, ya no formo parte del estamento militar.

-Como quiera que usted ha iniciado una acción de guerra, se encuentra sometido a la ley marcial.

-Eso lo dirá usted.

-¿Qué pretende con sus acciones?

-Simplemente que los principales responsables en educación den marcha atrás en sus políticas restrictivas.

-El capitán Barrientos que estaba bajo mi mando hubiera comprendido que éste no es un modo lícito de obrar.

-El que está hablando con usted no es el capitán Barrientos que usted conoció.

-El capitán Barrientos que yo conocí era un hombre íntegro y valiente. Me cuesta imaginar que ahora esté hablando con un terrorista y un cobarde. ¿Acaso no es cobardía retener a civiles inocentes en contra de su voluntad?

Medió un doloroso intervalo de silencio por el lado de Barrientos. Al romperlo, dijo:

-Mi coronel, yo también he pensado eso mismo… No dejo de pensar en eso.

¡Bingo! El miserable empieza a vacilar. Coronel, apúntate un tanto.

-Ríndete, Diego. Demuestra que aún eres un hombre de honor. –Suavizó cuanto pudo el tono de su voz.

-Mi coronel, hay cosas que una vez iniciadas resultan imposibles de parar. Perdone todo el mal recuerdo que le pueda originar, pero si empiezo algo lo concluyo… con todas las consecuencias.     

-¡Estás loco, Diego! Tan loco como cuando me demostraste tu cobardía en el acuartelamiento de Mostar España.

-Las locuras son lo único que pueden remediar las injusticias de este mundo.

-¡Maldito seas! Como tenga ocasión de echarte el guante, vas a lamentar el haberte cruzado en mi camino.

-Ya he tenido que lamentar en muchos momentos de mi vida el haber venido al mundo.

-¡Loco!

-Si no ordena más, mi coronel, podríamos dar por terminada esta conversación.

-No sin antes aclararme cuáles van a ser vuestras intenciones.

-Simplemente resistir hasta el final.

-¿Al precio de retener a unos inocentes?

-Sólo es inocente quien no causa daño al prójimo.

Tras esta frase se cortó la comunicación. El coronel Bertin estaba que echaba venablos por la boca. Se habían roto las hostilidades, y ya no había modo diplomático de aplacarlas. En el fondo el coronel Bertin se alegraba de la obstinación de su antiguo subordinado. Ya nadie discutiría las razones que tenía para aplastarlo como a un vil insecto. Estaba dispuesto a saltarse todos los protocolos y diplomacias con tal de poder darle personalmente su merecido.

Al momento, teniendo delante un plano del recinto de la Universidad Laboral, dio las órdenes pertinentes para mantener bajo control los puntos que presuponía de cierto valor estratégico. No tenía idea de cuántos efectivos disponía Barrientos, pero su olfato castrense le indicaba que no habían de ser demasiados. Con una acción eficaz y bien coordinada, sin duda reconquistaría las posiciones tomadas por el enemigo.

-Antes de lo que crees, Diego Barrientos, estarás a mi merced.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



viernes, 11 de mayo de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (VIII) - Barrientos en la torre



Dicho esto, Barrientos estimó conveniente abandonar el teatro. Quedaron sus cuatro camaradas al cargo de los retenidos. Necesitaba llenar sus pulmones de aire fresco. Las emociones habían formado en su pecho un nudo que intuía difícil de desenmarañar. No quería pensar en el futuro. Las consecuencias de lo que acababa de hacer tendría que sufrirlas de una manera u otra. Aún quedaban lágrimas en sus ojos, y se evaporaron tan pronto notó en su rostro el azote de la brisa invernal, allí en el inmenso patio de la Universidad Laboral.

En ese momento entró una llamada en su teléfono móvil. Se trataba de Arsenio Corchado, desde el inmediato edificio de Radiotelevisión.

-Diego, ya hemos mandado un comunicado a nuestros contactos, a la prensa de tirada nacional, a las redes sociales y a las principales emisoras de radio y televisión.

-Que Dios nos ampare ahora –dijo Barrientos al colmo de sus emociones.

-Tenemos que ayudarnos nosotros –le rectificó su compañero-. Nosotros… y la opinión pública.

La suerte estaba echada. Barrientos cerró su móvil y se dirigió a la Torre Mirador. Sentía la querencia de ver el panorama desde esa privilegiada atalaya. Quizá en las alturas se disiparía la pesadumbre que padecía su corazón. 22 pisos, más de cien metros de altura, le informó el ascensorista; pero el ascensor sólo subía 75 metros, hasta el piso 17, que era donde se encontraba la maquinaria del reloj.

-¿Son bellas las vistas que desde ahí se divisan?

-Enseguida lo va a comprobar usted.

Allá en las alturas, el invierno respiraba vientos de melancolía. Gijón se desperezaba en la menguante crisálida de la niebla. Se fueron definiendo las siluetas de los edificios y, poco a poco, el litoral se deshizo de su nostalgia vaporosa. Barrientos tenía a mano unos pequeños binoculares, y empezó a inspeccionar con ellos los alrededores. Se estaba levantando una dulce mañana de invierno. En el aire palpitaba la luz y el optimismo de las inminentes celebraciones navideñas. El sol iba sentando su imperio y no tardaría en dejar de ser un débil disco en la apretada costra de la niebla. El viento transportaba los pálidos y mojados perfumes del cercano Jardín Botánico Atlántico.

-¿Qué está pasando allí?

Acababa de enfocar sus prismáticos en dirección a Cimavilla. El aliento se le cortó por una fracción de segundo. ¿Qué estaba pasando allí? Las calles se encontraban en pleno tumulto, se estaban levantando barricadas, se arrojaban todo género de proyectiles para sofocar las embestidas de las fuerzas antidisturbios… ¡Una revolución!

-¿Cómo es posible?

En ese momento recibió otra llamada en su móvil. Volvía a tratarse de Arsenio Corchado.

-Diego, otro lugar de Gijón se ha levantado en rebelión.

-Lo estoy viendo desde la altura de la torre.

-Nos están llegando a la centralita muchas llamadas animándonos. Nos advierten de que no estamos solos en esto.

-Desde luego, es algo que no nos esperábamos –dijo Barrientos, sintiendo que el pecho se le hinchaba por la emoción.

-Según nos informan, han retenido a casi toda la corporación del ayuntamiento.

-¡A saber cómo terminará esta aventura!

-Te mantendré informado de lo que vaya llegando.

Barrientos cortó la llamada y se guardó el móvil en el bolsillo. Siguió mirando por los binoculares. La vida rebosaba en Cimavilla. El sol iluminaba las calles. Incluso a tan larga distancia, parecían escucharse las notas de un discordante concierto de gaitas. “¿Todo esto lo hemos provocado nosotros? -se dijo Barrientos-. Yo sólo soy un hombre… ¿Y un hombre podría contribuir a inspirar todas esas emociones?... Compañeros, hemos hecho algo grande.”

No pudo reprimir un gesto de grandilocuencia. Extendió sus brazos en cruz, mirando en dirección al sol. La vida y la valentía fluían por sus venas.

Un hombre, un hombre nada más, es capaz de abrazar la gloria.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).