miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (X): La finca de Mataleñas



Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles,
transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua.
Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares;
plantaré en la estepa abetos, y también cipreses y olmos,
para que vean y sepan, para que reflexionen y aprendan,
que lo ha hecho la mano del Señor, que lo ha creado el Santo de Israel (Is 41, 17-20)..
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz! (Is 52, 7).
Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

La tarde hermosa del viernes 24 de julio de 2009. El sol brillando en un cielo puro y zarco. Aquella media hora junto al gran pino de Monterrey. Sentado en la distancia, saboreando la vida como si de una golosina ajena se tratara. Aquí, en el parque de Mataleñas, donde los niños juegan descalzos y el amor enterró su áurea corona. Oí tu voz ausente escondiéndose entre los suspiros estivales de la rosaleda. Me hubiera gustado quitarme media vida y haber participado en la ginkana a la que jugaban aquellas niñas entre pérgolas y columnas adornadas por campanillas trepadoras. Haber nacido de nuevo y buscar conchas en los acantilados; acaso haber nadado hasta las embarcaciones de los ricachones, haber tenido otro cuerpo y otro carácter y haber exhibido mi dentadura en la blancura de la opulencia. Pero hasta el rechazo me persigue en los sueños; ninguna embarcación me hubiera acogido, y mi destino hubiera sido continuar nadando, hasta más allá de la azulada neblina del cabo de Ajo.

Gran pino de Monterrey: llega la hora de zafarme de tu aureola de paz y seguir ese sendero que bordea la costa. ¡Cuánta gente que va y que viene, con toallas en bandolera y ojos de espejos de sol y mar! Fui caminando, dejando una cerca de piedra a mano derecha y hollando sombras de cipreses, tilos y olmos. Enseguida me presenté en la pequeña playa de los Molinucos. ¿Qué vi o qué sentí? Una joven salida de alguno de mis sueños, deslizándose por el suave desnivel de arena y hundiéndose paulatinamente en las rabiosas caracolas de espuma del ancón, como lo hubiera hecho la Venus de Botticelli.

Bajé y subí escalones. Enfilando la senda peatonal, flanqueé aguzados rompientes y un extenso y fragante campo de golf. El albatros apareció suspendido en el aire, y el rezo me buscó y me condujo a tu recuerdo, amigo Ángel. Anciano marinero del poema de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), ¿por qué tú, atrapado en los hielos del Polo Sur, mataste al albatros, la cruz del cielo, el ave bendita de Dios, cuya muerte provocada acarrea maldición? Yo te vi, albatros, suspendido a escasos metros de mí. Apoyado en el parapeto, observé cómo te ibas alejando, llevándote contigo mis oraciones y alguna que otra esperanza. El camino, que es verdad y vida, había de continuar.

Una extensión de malezas y tupidos cañaverales separaba del sendero la vista del Cabo Menor. Afronté una breve subida, que me permitió mirar por encima de la cerca del campo de golf, dándome cuenta de cuál era mi auténtico lado en la vida. Si la navegación deportiva y el golf son deportes de ricachones, no creo que nunca me vea implicado en los mismos… La cuesta terminaba, y a su remate me aguardaba un hermoso mirador que me ofreció las primeras vistas del faro de Cabo Mayor, y, hacia la izquierda, interceptado por blancas aristas de acantilado, la resplandeciente escotadura de la playa de Mataleñas. El sendero, partiendo del mirador, continuaba hacia este último lugar. La vegetación prestaba tintes idílicos a la ruta; flotaban desde los huecos de la cerca rosales de escaramujo, y densos ramajes atrapaban en su bóveda los chispazos del sol de la tarde. Inoportuno momento para que me entraran ganas de aliviar esfínteres. Ya no había tantos transeúntes como en los primeros tramos del camino, pero me dominaba el temor a ser sorprendido obedeciendo los requerimientos de mi vejiga. Decidí aguantar lo que pudiera e ir aproximando mis pasos a la playa de Mataleñas. El agua destellaba con reflejos de zafiro, y los bañistas semejaban desde aquella distancia burbujas vivientes que se enroscaban en las evoluciones de las olas. Ya acertaba a distinguir las escaleras que conducían al arenal, pero no me vi con ganas de encaminarme allá. Desde donde me encontraba, en la cresta del cantil, se me ofrecía una vista incomparable, y lamenté no haberme traído la cámara fotográfica, no obstante lo cual hice algunas instantáneas con el móvil.

Tras un rato de especial fascinación contemplativa, tomé la decisión de volver al parque de Mataleñas. Las ganas de orinar adquirían una vehemencia dramática. Busqué un recodo oculto, que a la vez me brindara amplio campo de visión en los dos sentidos para detectar la presencia de intrusos, y, como el que perpetra un crimen, me bajé la cremallera y le di una buena regada a la cerca. El alivio que aquello trajo aparejado, me permitió gozar de la paz y de las delicias del paisaje. Otra vez en el mirador me di un buen atracón de brisa perfumada de mar y entibiada por los rayos del sol. ¡Qué agradable hubiera sido tener ratos que perder en tan mágico entorno, ajeno a las preocupaciones de la vida!

Una rosa del color de la sangre alargaba su tallo a pocos centímetros de mis labios. Presa de un dulce encantamiento, le di un beso, tan en flor por no marchitar sus pétalos, que apenas si me fue dado sentir su contacto. Muchos poetas han amado la rosa y le han cantado encendidos madrigales. ¿Dónde cabe el amor a una simple flor? ¿Acaso por lo que simboliza, por los recuerdos que es capaz de remover? Dejé mi espalda apoyada en la cerca, cerré mis ojos y atravesé reinos de nubes en busca de imágenes que se fueron de mi vida como hojarasca que la tierra incorpora a su seno.

Tras el rapto de ocasional melancolía, proseguí mi paseo animado por el propósito de seguir viviendo lo más intensamente que me fuera posible. Alcancé de nuevo la proximidad del cañaveral, y me vi forzado a detenerme; la imagen que cayó bajo mi mirada pertenecía a una pareja que parecían novios, pues iban cogidos de la mano, levemente confundidos por el mecimiento de las cañas. Afinando la visión, pude apercibirme de que se trataba de dos chicas. ¿Amor? No era verosímil que si se amaban, el cielo brillara más sombrío o la tierra ardiera por lo vehemente de un atavismo pecaminoso. Indudablemente, a los ojos de ellas también les sería ofrecido el buen augurio que representa la aparición de la cruz del albatros recortándose contra la neblina del horizonte. Habrá labios que vayan pronunciando la condena, pero yo no tomaré puntería para arrojar ni la primera ni la última piedra a esas dos chicas, que aquella tarde se abrían camino entre cañas y malezas para que la panorámica del Cabo Menor sirviera de marco a su simple y complicada historia de amor. Tras la sorpresa inicial y un lapso de tiempo en que mi pulgar jugueteaba con el ángulo de mi boca, deseché los pasajes bíblicos que mi pensamiento traía a colación para dictar sentencia. No era yo ni juez ni legislador. Las malezas me ocultaron la vista de las chicas. Seguí por el camino con la cabeza gacha. Mi alma arremetía contra su envoltorio. Amor, ¿quién desentrañará tus múltiples significados?


Regresé a la rosaleda, y tomé el camino que me llevaría a lo alto de la colina. El viento transportaba hasta allá un rebaño de nubes blancas, inofensivas. Familias santanderinas hacían picnic bajo los árboles y en los rincones donde daba la sombra. Los niños revoloteaban jubilosos por el recinto de los columpios y toboganes, mullido por la suave arena de playa. Mi camino estaba sembrado de guijarros, pero al término me aguardaba un nuevo muro y una abertura a un reino donde el verano establecía el más apacible de sus sitiales.

“¡’Busfris’! ¿Trajeron aquí a ‘Busfris’?”, me preguntasteis tironeándome de los codos. Hacía algunos años empecé a llamar “Busfris” al cisne negro que vimos en el estanque de los Jardines de Pereda. El tiempo había pasado, y ahora estábamos en el parque de Mataleñas. Teníamos a la vista el extenso y tortuoso estanque, plagado de isletas de madera y sombreado por nubes de pureza y esbeltos sauces. Ciertamente, en el extremo más ancho, pudimos observar una pareja de cisnes negros, rodeados por una corte de cercetas, zampullines, patos azules, moñudas serretas y ánades reales. “¡’Busfris’, ‘Busfris’!”, le llamabais a grito pelado, con vuestras manos enlazadas en los barrotes horizontales de la barandilla. La brisa deshizo las nubes y el sol despertó los tonos verdes en la superficie del estanque. Cayeron en el agua las primeras miguitas de pan duro, y la avifauna, azuzada por el apetito, surcó el estanque con la prestancia de un escuadrón sesgando el cielo. “Busfris” también venía. Yo no tenía la completa seguridad de que fuera el “Busfris” que habíamos conocido años atrás en los Jardines de Pereda, pero, cuando lo tuvimos cerca, vuestras risas y vuestra alegría fueron tan elocuentes como en aquellos veranos ya pasados. Oro de sol y verde de lago, ¡qué hermoso telón de fondo para el recuerdo de vuestra cándida felicidad!

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


lunes, 14 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (IX): Noche de feria


Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús (Flp 4, 4-7).
Estad siempre alegres (1 Tes 5, 16).

¿Y por qué no? Si ves que el mundo que te rodea se divierte, ¿por qué tú no podrías hacerlo? La vida ha de ser algo más que un universo de palabras y una huida utópica de las maldades de las gentes… Cuando era joven me escondía tanto porque era mucha la maldad que me parecía descubrir en mis cercanías. No abría las puertas hasta que mi corazón no intuía la paz al otro lado. Registraba el firmamento invocando esperanzas y tratando de visualizar esbozos de una vida plena de sosiego y mansedumbre. Y sentía deseos de saberme integrado, aceptado y valorado en un mundo de personas que en aquellos entonces llenaba toda mi imaginación. Creo que se trataba del llamado “síndrome del público imaginario”, tan propio de las mentes adolescentes. Me ilusionaba sentir que algún día despertaría simpatías en las gentes que conocía y que a la postre me veían como un ser inacabado, incompleto, un andamio de un edificio no levantado y, ya de antemano, lleno de vicios arquitectónicos. Los tiempos en los que llovían sobre mí consejos sobre cómo debería ser y cómo debería actuar. Dediqué ímprobos esfuerzos de juventud por hacerme con semejante rasero, pero ni pude domeñar mi cuerpo ni mucho menos mi espíritu. Así, bajo el estigma de semejante fracaso, empezó la huida y el distanciamiento. La soledad. Al comienzo fue bastante duro y hasta doloroso; denigraba de mí mismo y me reprochaba de continuo todo lo que me parecía producto de mi propia culpa. La soledad se hizo más espesa. El firmamento de mis esperanzas acabó desmoronándose, ocasionando otro dolor que se añadió a los múltiples que por entonces padecía. La soledad se constituyó en bálsamo que mitiga el dolor causado por la especie humana. Toqué fondo, y, en la frontera de la locura, el único camino que se me abría apuntaba hacia arriba. La soledad me proporcionó el cariño no encontrado (ni tan siquiera buscado) y me dio a probar de sus dulcísimos frutos. Pronto mi propia imagen se me antojó amable y apacible, cesaron los reproches propios y mi personalidad (mi personalidad natural y no la imagen robótica que el mundo se empeñó en endilgarme) cristalizó de un modo suave, como templada por una grata brisa de estío. La soledad se hizo mi madre, y, como una madre devota, me arrulló y borró las lágrimas de mis ojos… Me dio a conocer una extraña forma de sentirse alegre.

No detallaré la vueltas de peonza que tuve que dar la tarde-noche del domingo 26 de julio de 2009 para buscar aparcamiento, pero lo cierto es que al final pude hallarlo en el perímetro de la rotonda que confina la calle del Alcalde Vega Lamera. La música pachanguera se elevaba en el tibio aire vespertino. De todas partes afluían gentes de diversa laya: padres de familia con barriga y calvicie tempraneras; adolescentes con miradas de botellón, holgadas blusas con estampados de heavy-metal y deportivas armadas de amortiguadores casi de automóvil; personas mayores muy miradas con eso del vestir, sin dejar botón suelto; en suma, gente para todos los gustos. En los restaurantes que costean la explanada del estadio del Racing, no cabía un alfiler. Una explosión de luces y sonidos parecía concitar la común jovialidad; hasta yo mismo di en sentirme alegre y agradecido por el momento que estaba viviendo.

Mala cosa no encontrar mesa en los restaurantes, pues aquella anochecida las tripas me imprecaban por el hambre. Ante la decepción, me dejé arrastrar por la riada de gente hasta las mismas entrañas del ferial. Unas mujeres africanas hacían peinados en cordoncillos a todos los osados de espesa cubierta capilar. En los improvisados bazares vendían fantasías y demás cachivaches. Varias comunidades autónomas tenían abiertos tenderetes para degustar sus especialidades culinarias; encontré a faltar la presencia de la delegación castellano-manchega. El cielo estaba despejado, y se presentaba una benigna noche de estrellas. Tiovivos, coches de choque, acrobacias de entrenamiento de astronauta, rifas de charlatanes de feria, puestos de perritos calientes y hamburguesas de aspecto tentador. Yo, con la gazuza que llevaba, notaba que se me salían de madre los jugos de la boca. Pues nada: me pillé un refresco de cola y un enorme recipiente con “salchipapas”, esto es, una deliciosa mezcolanza de patatas fritas y pedazos de salchichas, bien mezclados en una salsa de tomate que picaba a rabiar.

La música (rumba que va, rumba que viene) retumbaba en mi cerebro. Las luces de la feria, agrupadas en violentos haces, golpeaban el fondo de mis ojos. Me entraron ganas de desmelenarme y entregarme a una orgía de bailes y locuras. ¿El propósito de acudir a una feria o verbena no es pasárselo lo mejor posible? Pues ¿por qué no desatar las cadenas del subconsciente, por qué no hablar con quien se tercie e incluso no reprimir los afloramientos de sensualidad? Mas no: hasta en la hora del esparcimiento se ha de guardar la compostura, a menos que la embriaguez se imponga por sus fueros. ¿En qué consiste realmente la diversión? Yo la asocio con la comodidad de ser uno mismo, y, como quiera que no me siento cómodo en olor de multitud, el real de una feria no se me antoja el lugar más a propósito para divertirme. No obstante, no dejaba de albergar el propósito de intentarlo.

Pasé junto a la Casa del Terror, en cuyas galerías superiores un Freddy Krueger de pega hacía histriónicos visajes al público, enarbolando su guante de cuchillas; más arriba, un zombi recién salido de la tumba aterrorizaba a los pasajeros de las vagonetas que recorrían los rincones de la atracción. Desde mi puesto de abajo, le hice al zombi un saludo con el brazo, y fue gracioso ver cómo me respondía con sus gafos dedos cubiertos de telarañas.

Se veían niños por todas partes, formando colas en los carruseles, las atracciones acuáticas y los simpáticos ponis. Algodón de azúcar, helados y martillos y chupetes de caramelo. Fortuitamente, mi mente viajó al pasado, a los momentos de lejanas fiestas patronales en Aldea del Rey. Yo también fui niño, y como tal aspiré a la posesión de un martillo de caramelo. Una vez que lo tuve, el placer gorgoriteó por mis papilas gustativas. La golosina me duró mucho tiempo, y recuerdo que la liquidé una tarde gris de noviembre; entonces di por acabado del todo el verano y me sumí sin ofrecer resistencia en la atonía otoñal… En esta feria del norte, tan lejana de las comarcas manchegas, salía nuevamente a relucir el pensamiento de Aldea del Rey. Y de este modo, inevitablemente, apareció también tu recuerdo, amigo Ángel. Habría otra feria a la que acudirías con tu mujer y tus hijos, ya restablecido de tus heridas. Podrías asistir a la “Pólvora”, así como se conocen en nuestro pueblo las exhibiciones de fuegos artificiales. Hasta podrías ver el palio de la Virgen del Valle, de la cual eres tan devoto. Luego, ya por la cola de septiembre, te verían ir a la procesión del Salvador del Mundo, en el vecino pueblo de Calzada de Calatrava. Y después de todas estas festividades, en una tranquila y otoñal tarde de domingo, acaso te acercaras a la orilla del pantano del río Fresnedas para que tus hijos se deleitaran con la vista de las extensiones de agua… Que Dios concediera realidad a tales pensamientos.

Inmediatamente, me planté en el recinto de las atracciones de vértigo: la noria, la montaña rusa, la turbina, el Booster… ¡Uf! Esta última atracción me erizaba el vello sólo con observar sus alocadas revoluciones a unas alturas que están vedadas a mi atrevimiento. El Booster es un eje metálico de más de ochenta metros de longitud, que gira en el plano vertical y que lleva adosados unos asientos basculantes que incrementan en grado sumo la sensación de peligro. Ni por pienso se me ocurriría subirme a esa temible atracción, a menos que tuviera pensado suicidarme, pues no creo que mi corazón saliese incólume de semejante remeneo. Mis ojos se sintieron, sin embargo, atraídos por la noria; se me hacía una atracción más apacible. Sería una bonita forma de dar por concluida la noche de feria. Y la contemplación del paisaje de ese cuadrante de Santander y del espacio marino circundante, con el realce de las luces de la recién inaugurada noche, alimentaron considerablemente mi apetencia.

Mis pies estaban temerosos, pero mi alma me condujo a la plataforma de la noria.

No pude abrir los ojos durante todo el recorrido. La adrenalina reventaba por mis costuras. La noria subía y bajaba con una rapidez que yo creía que corría pareja con la del Booster. Y para postre, el habitáculo basculaba de un modo preocupante. Noté que un sudor frío bañaba mis sienes y la línea de mi espina dorsal. Tenía los labios entreabiertos en una mueca de espanto, así me lo hiciste notar. Tan acerba era la mordedura del pánico, que reclamé en mi mano el contacto de la tuya. Después de un rato que se me representó larguísimo, la noria se detuvo, y, en su cúspide, nuestro habitáculo oscilaba con el solo impulso de la inercia y el viento salado. Descomprimí mis párpados brevemente, y atrapé un esbozo de mar nocturno y de luces brillando entre espesas arboledas. Luego se reanudó el descenso vertiginoso… Tu mano me devolvía la vida y aún me la devuelve, hoy igual que ayer.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 1 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (VIII): En San Vicente, en San Vicente...


Viendo Jesús que lo rodeaba una multitud de gente, mandó que lo llevaran a la otra orilla. Se le acercó un maestro de la ley y le dijo:
-Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le dijo:
-Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-20).


Había mucho que visitar, aquella tarde plácida del 23 de julio de 2009, pero me quedé a mitad de camino, en un mirador desde el cual se avistaba el más largo de los puentes de San Vicente de la Barquera. Me senté en un banco que parecía suspendido sobre los tejados de la hermosa villa. Todo el casco urbano descendía a mis ojos como las gradas de un anfiteatro. Había tejas de barro cocido y jardines casi olvidados, donde la hiedra y los rosales veraniegos tejían tramas inextricables. El empedrado de la calle del Padre Antonio estaba barnizado por una reciente llovizna. Dos telescopios turísticos me flanqueaban en mi reposado retiro. Me encontraba cansado por las emociones que me generara la visita a la cueva de “El Soplao”. El mundo se había detenido para mí, en tanto que el crepúsculo se condensaba en un cielo veteado de gris. Un banco sobre los tejados de San Vicente, el olor de la lluvia marina, la claridad de una lámpara surgiendo entre los visillos de una ventana decrépita, las mojadas banderas del inmediato Castillo del Rey (sin viento que las hiciera flamear), la multitud de lenguas que mis oídos reconocían como ajenas a la mía, las olas apagadas de la distante playa, las barcas incrustadas en la silente ría de San Vicente, el reverberar de una campana en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles… Mi mente estaba muda, y más que eso: amordazada.

Un perro ladraba en una azotea que quedaba justo bajo mis pies. Perro negro de orejas gachas, cuyo genoma debía predisponerle a la caza. Ladrada sin malicia, como queriendo alertar mi atención. Me puse de pie sobre el bajo parapeto, y posé en él una mirada indolente. Sus ojos despedían ternura; no era un perro agresivo. ¿Quién te ha confinado en esa azotea solitaria? ¿Quién ha permitido que las hojas de las macetas te salpiquen el hociquillo de gotas de lluvia diferida? Es evidente que me pides socorro, a mí, que ocasionalmente me encuentro en las alturas… Te lo voy a contar.

Llegué y aparqué en el puerto, cerca del edificio de la cofradía de pescadores. Casas humildes me rodeaban. Crucé el Puente de Piedra, que salva la ría pintada de tonos de mercurio. Había algunos veraneantes y me miraban. Así ha sido la vida: siempre acumulando miradas de la gente pero pocas palabras. Enfilé por los soportales de la avenida del Generalísimo. Los restaurantes aparecían vacíos y desolados en aquella hora silenciosa de la tarde. Aromas que en otro momento fueran apetitosos, ahora comenzaban a tornarse mefíticos. De repente, de uno de aquellos establecimientos salió una chica con mandil, portando una caja con botellas de cerveza vacías. Nos miramos; su juventud se confrontó con el tiempo que yo ya llevaba vivido. Ella tenía gafas y sin duda debía estudiar durante el invierno. Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como espigas de centeno maduro. En esta ocasión también ocurría: una mirada ausente de palabras y luego la distancia, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años… Así es como la vida se va agotando; así es como el corazón late sin sentir. La muchacha se metió por el hueco de la puerta de una pensión anexa al restaurante. Cuando llegué a esa altura, sólo vi escaleras y no la vi a ella. Seguí caminando, dejando al lado comercios y sombras grises de la tarde. Comenzaban los empinados escalones de una calle medieval, y me di la media vuelta. No encontré de nuevo a la chica de las gafas. Salí del refugio de los soportales y me sorprendió mi propia soledad y melancolía, bajo la apariencia de un orvallo fresco como el mar Cantábrico. Subí por el empedrado de la calle del Padre Antonio, no quise entrar al Castillo del Rey y paré en este rincón donde nuestras miradas se enfrentan ahora.

Me dejé caer de nuevo sobre el banco. Me tapé los ojos con la mano, y experimenté el silencio de mi propia alma. ¿Así se reza? Expresé el deseo camuflado de sentir que Ángel habría progresado hoy un poquito más. La gente lo mirará y le hablará; seguro que Dios hará que le quepa esa fortuna. Para mí el rezo ya había dejado de ser una cadena de palabras. Ahora el rezo era saberme acompañado por algo que escapaba a mis ojos… Algo que corría por mi propio torrente sanguíneo.

Me causaba una especie de vértigo la sensación de que el silencio interno se fuera adueñando de mí. Ante esto, mis piernas reclamaron movimiento y me arrastraron calle Alta arriba. Deslicé mi mirada por el marco de una ventana vistosamente iluminada. La biblioteca municipal. Olía a libros nuevos y a polvo sumido en el rocío marino. Airosos volúmenes se alzaban en los pulcros mostradores y bellas pinturas de temática marina decoraban los espacios entre estanterías. No había lectores; sólo pude ver a la bibliotecaria. Una muchacha de temprana veintena, que por las trazas hacía una sustitución de verano; quizá una maestra recién titulada, sin inmediatas posibilidades de inserción laboral. Colocaba rimeros de libros y no era consciente de mi mirada de lluvia al otro lado de la ventana. Podría haberle llamado la atención, acaso haber charlado con ella; podría haberlo intentado. ¿Tal vez haber hecho uso de la vanidad para impresionarla, dando pruebas indiscutibles de haberme leído gran parte de los libros que allí tenía?… Sin embargo, tantas lecturas se constituyen en la consecuencia de tanta soledad, y se me hacía abrumadora la perspectiva de arriesgarme a dar explicaciones de mi inusual dedicación a la lectura. Los tiempos debían cambiar, y las piernas seguir su camino. Adiós, silenciosa bibliotecaria, que aún puedes permitirte creer que tu labor entre libros es sólo un trabajo y no la vida entera.

En un santiamén me aupé a la cima de la colina. La oscuridad del cielo goteaba, y tuve que encasquetarme mi gorro de lluvia. Me hallaba en un auténtico recinto medieval. La iglesia de Santa María de los Ángeles levantaba briosa sus bastiones en medio de esas tintas de tarde invernal. Los lienzos de la antigua muralla parecían tiznarse con el chapuzón pluvial, el cual reavivaba los escondidos aromas de las piedras sillares. Los turistas se metían dentro de la iglesia pagando el euro de entrada; yo no les acompañé, no porque hubiera que pagar, sino porque mi alma está del lado de la lluvia por convencida devoción. Desde un terrado contemplé la panorámica de la ría, que al rodear la villa se divide en dos brazos: los ríos “Escudo” y “Gandarillas”. Miré en derredor, y me apercibí que la lluvia me había dejado sin hombros en los que reclinar mi cabeza. Una sorda carcajada se escapó de mis labios: aunque me encontrara rodeado por un ejército de personas, mi temperamento me impediría encontrar hombros para apoyar mi cabeza. Proyecté mi mirada a lo lejos. Era hermosa la apariencia de los coches alumbrados cruzando el puente de “La Maza”, que en su longitud de casi medio kilómetro es sustentado por veintiocho ojos nada menos. El atardecer era una evidencia. Las embarcaciones de recreo ya habían regresado a puerto. El faro de la lejanía pronto comenzaría a repartir sus destellos sobre la emplomada superficie del mar. Yo me encontraba cansado.

La lluvia recrudecía mientras emprendía la bajada por la calle Alta. Hermosa casa-cuartel de la Guardia Civil. Adiós, amiga bibliotecaria. El local de la ONG “Manos Unidas”, sus ventanales chorreantes. Con semejante nublado, no podía arriesgarme a cruzar el Puente de Piedra. Decidí esperar a que escampara bajo los soportales de la avenida del Generalísimo.

Las mesas de los restaurantes ya exhibían hermosos manteles a cuadros. Un camarero colocaba con esmero servilletas y cubiertos. Los faroles creaban un entorno acogedor para la hora de la cena. El aire transportaba una deliciosa fragancia a mejillones al vapor. Volví a ver a la muchacha del mandil. Estaba tras la barra de uno de aquellos establecimientos de restauración. Seccionaba limones con un afilado cuchillo. La miré todo lo que pude, hasta que levantó la cabeza y me miró a su vez. ¿Quise creer que me sonreía? Seguí adelante mi camino hasta la estrecha entrada de un estanco parcamente iluminado. Desde allí examiné el aspecto del cielo. Ya había parado de llover. El color del atardecer viraba hacia los característicos matices cerúleos de las noches nubladas.

Sentí que mis hombros flaqueaban. Me apoyé contra un pilar pulido por el roce de tantas manos. Contemplé la enfermedad de mis brazos. ¿Era conveniente esconder al mundo la vista de este dolor? ¿Dónde estás, lo que quiera que seas: nido o madriguera? Si llueve, la gente no sale; entonces podrás tú salir. Si te rodea la niebla, nadie te verá. Que tus lagrimales no destilen las gotas que el cielo ya se basta a derramar… Cerré los ojos, apretando los párpados. Valentía y no compasión. La vida ya era para ti una prueba de valor, y si habías de vivir sin nido ni madriguera, ¡adelante, inventor de caminos! Levanta los hombros y no escondas tu dolor; deja que sean otros los que se horroricen y se escondan de tu dolor.

La autovía hasta Santander estaba mojada y manchada de reflejos melancólicos, lo mismo que mi alma.

Desde el adarve del Castillo del Rey me viste sentado en el banco del mirador, y te asaltó la idea de hacerme una fotografía contemplando un horizonte que se adentraba más allá de lo visible. “¿Por qué tenías los hombros caídos? ¿Llorabas acaso?”, me preguntaste con posterioridad. “El cielo es el único que llora”, te respondí sin mucho convencimiento. Luego me pediste que os tirara una foto en un bazar de abajo, junto a la figura de una hermosa vaca a tamaño casi natural. “¿Por qué huyes de la cámara?”, me insististe todavía. Entonces lo pensé, y lo dije, olvidando mis propios pensamientos: “Da igual de quién huya. Soy yo quien no quiero huir de vuestro lado”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.