viernes, 21 de diciembre de 2012

Felicitación Navideña



Probablemente la vida sea mejor de lo que nos imaginamos; es muy raro que sea peor que el alcance de nuestra imaginación.

Los años han transcurrido y me doy cuenta de que si bien conocí a mucha gente, a casi nadie retuve a mi lado. Se tiende a pensar que son los demás los que se equivocan con respecto a nosotros; pero yo siempre creí lo contrario: algo dimanaba de mí que mantenía apartados a mis semejantes.

Por una vez, no voy a hacer apología de mis defectos. Por una vez me sentiré satisfecho de los caminos que seguí. No puedo pasar el resto de mi vida creyendo que yo mismo he sido un error en los planes de la creación.

La Navidad es una de las cosas de la vida por la que me siento verdaderamente agradecido. Aunque mis creencias religiosas se entibiaron bastante, sigo creyendo en ese niño del pesebre, cuyas palabras tanto sentido dieron a lo que mi vida me deparó. Sufrir para luego reír, esperar para luego disfrutar… Acaso la felicidad sea un camino y no una meta. Los sueños no tienen por que ser peor que la realidad, aunque posiblemente nunca adquieran existencia.

Quiero felicitar a quienes forman parte de mi vida, a los que conocí y nunca más supe, a los que creyeron que yo era mejor de lo que soy, incluso a los que inspiré desprecio. Quiero desear la paz que conquistó aquel hombre que fue colgado de un madero. Aquel hombre que una vez fuera niño, y de eso se trata ahora: la infancia es la raíz de un árbol que extiende sus ramas al cielo. Adorar a un niño no puede ser malo. El grano de trigo, aunque muera, acaba volviéndose mies fecunda.

A los que entren y crean entenderme, acepten mis disculpas y tengan la certeza de la sinceridad de mi deseo navideño y no olviden que yo sólo encontré una forma de vivir. Ya no hay quien me corrija.

FELIZ NAVIDAD Y PRÓSPERO AÑO NUEVO.

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).   

domingo, 25 de noviembre de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XVI) - La invasión del cielo




VII. La ocupación del cielo

Desde este momento, la historia de lo que ocurrió en la ciudad de Gijón pierde todo atisbo de verosimilitud. Los periódicos nacionales e internacionales que refirieron la noticia, no supieron qué calificativos aplicarle. Pero quedó claro que las cosas más bellas no tienen por qué restringirse al campo de lo irreal.

Nadie esperaba que alumbrara sobre Gijón una mañana de tan aparente tristeza. El día de Navidad. El cielo destapó su azul más espléndido, y en el mar cabrilleaban los rayos de un sol tan vivaz, que parecía poseer la jovial inquietud del estado líquido. Había belleza repartida por los jardines y las fachadas de la ciudad. Aunque las personas no manifestaran ningún signo de esperanza, el cielo y el mar la contenían en grado sumo… ¿Cómo si no podría haber ocurrido el milagro?

Los soldados patrullaban por el paseo marítimo. Bajo las luces tan acrecidas de la mañana, Cimavilla tenía semejes de fortaleza medieval. El tiempo se había estancado, y nada parecía que fuera a ocurrir en uno u otro sentido… Sin embargo, algo estaba a punto de suceder.

Esa misma mañana, la tristeza condujo de nuevo a Barrientos al balcón de la Torre del Reloj. No tenía idea (aunque no le hubiera costado imaginarlo) de que lo estaban observando desde un punto situado en las florestas del Jardín Botánico Atlántico. El coronel Bertin fue oportunamente informado de este particular, y, por si fuera necesario, mandó disponer un francotirador que tuviera a Barrientos en todo momento en el punto de mira. Barrientos no lo sabía de cierto, pero una especie de frío propagándose por su fluido sanguíneo le hacía barruntarlo. Y la verdad era que de unas horas a esa parte había perdido todo interés por su supervivencia. Esto también lo presentía el coronel Bertin. Barrientos se ha vuelto loco, y Barrientos sirve de inspiración a todo el movimiento que se ha originado en la ciudad de Gijón. Si Barrientos desaparece de escena, todo lo inmediato a él se desmoronará como un castillo de naipes.

La mañana azuleaba en los confines más distantes del mar. Gijón quería abrirse a un nuevo día. Barrientos se acodó en la barandilla de la terraza, y proyectó una ensoñadora mirada hacia el lejano barrio de Cimavilla. Seguía con el hormiguillo en la sangre. El francotirador, mientras tanto, no había dejado de apuntarle. ¿Qué importaba la vida si se le habían agotado todas las razones de existencia? Sentía que en su alma se descamaban los ideales de antaño.

Sus ojos apreciaron un fulgor plateado en Cimavilla, justo a la altura del “Elogio del Horizonte” de Chillida. Y fue entonces cuando la mañana liberó su grito, que nacía de la tierra y el mar. Empezó a ocurrir algo totalmente inexplicable.

Quizá él lo supiera por haberlo leído en alguna parte. La paloma es la única representante del mundo de las aves que permanece fiel a su pareja. Y en el corazón de Barrientos halló cálida acogida esta noción de fidelidad. Sus ojos se dilataron maravillados cuando por el lado más apartado del mar surgió un reflejo blanco, que al cabo de pocos segundos asumió el dulce parpadeo de un escuadrón de mariposas.

–¿Son palomas? –se sorprendió preguntándose en voz alta.

El cielo se fue cubriendo con un cariz de milagro, y sobre la tierra se extendía todo género de sombras volubles. Quienes contemplaban el espectáculo, sentían el alma sobrecogida por una emoción desconocida. No sólo eran palomas; también se percibían los vuelos de cosas cuya presencia en el cielo se diría inverosímil: la más variada representación del reino de las aves (águilas, garzas, cigüeñas, flamencos, gansos salvajes, golondrinas, tucanes, pájaros cantores, somormujos, aves del paraíso, charranes árticos…) y de las especies marinas (orcas, anguilas, delfines, ballenas, escualos, pulpos, peces luna…) , globos de superficies reflectantes, imágenes de palacios escondidos entre nubes y montañas, lunas de verano, mamíferos de los mares y de las selvas, lágrimas que formaban ocelos en las alturas, campanas ensambladas por un tejido de hojas de acebo, ángeles batiendo sus alas y amorcillos liberando el clamor de sus trompetas… Y así centenares de imágenes que a lo largo de las épocas han poblado los sueños de la humanidad.

Encabezando este celeste desfile, iba una paloma mensajera.

Los militares que patrullaban el paseo marítimo, no sabían qué disposición tomar ante semejante despliegue de milagros. ¿Debían abrir fuego o esperar a ver si realmente aquello representaba una amenaza? Las armas apuntaban a lo alto, como previendo la orden de ser utilizadas. Pero el comandante Serrano se mostraba indeciso.

Todo había ocurrido de un modo muy súbito, y en la ciudad de Gijón no había cabeza que no mirara hacia arriba, a semejanza de las armas de los soldados. Las cámaras de televisión estaban capturando las imágenes que inmediatamente darían la vuelta al mundo. El cielo, tan nítido y azul en un principio, pareció oscurecerse; sombras indefinidas se deslizaban por la tierra a una velocidad de quitar el hipo; algunos pensaron que eran como cometas que surcaban los aires. Por el espacio se propagaba el sonido de algo semejante a un rabioso batir de alas. El milagro se había apoderado de la extensión de la bahía de San Lorenzo, y recaló tomando la curva del río Piles. Se diría que la Universidad Laboral era la siguiente etapa del recorrido.

Superado el estupor del principio, Cimavilla prorrumpió en vítores y palmadas. El padre Leandro se arrodilló junto al atrio de la iglesia de San Pedro Apóstol; estaba convencido de que en este asunto mediaba la intervención de Dios.

Irene sentía deseos de iniciar un desenfadado baile de felicidad. Ella no sabía que también sus padres y su hermana asistían desde su ventana al espectáculo de la invasión de los cielos, y tampoco sabía que estaban soltando abundante caudal de lágrimas por la emoción de lo que veían y por el recuerdo de ella.

El milagro fue concebido para que fuera admirado por todos, y no hubo quien no saliera a la calle en ese sagrado momento de la mañana. Hasta los retenidos de la Universidad Laboral vieron franqueado el paso para que pudieran salir al Patio Corintio y así dirigir la mirada a los cielos. Seguía percibiéndose el enérgico batir de alas y el sugerente ronquido de las trompetas de los querubes. Luces en el cielo y sombras en la tierra.

Todos estaban eufóricos en el colegio de La Salle. El director creía estar asistiendo a un prodigio similar a las visiones que tuvo el profeta Ezequiel a orillas del río Quebar. Los alumnos jaleaban y agitaban los brazos al colmo de su entusiasmo. Veían animales salvajes y catedrales en el cielo. El mismo entusiasmo se hacía prolongable a Jerónimo Ortega; nunca había creído en milagros, pero, conforme pasaban los segundos, era evidente que aquello no podía tener traza de una alucinación colectiva. Entretanto, el mundo, a través de las cámaras de televisión, asistía boquiabierto a aquella muestra de lo imposible.

Ya empezaban a verse los terrenos de la Universidad Laboral moteados por las sombras proyectadas desde el cielo. El coronel Bertin sabía que Barrientos seguía en el punto de mira del francotirador, y sólo faltaba su orden para que aquél dejara de ser un problema. Empero, a los militares no les gustan los imprevistos milagrosos, y Barrientos quedó momentáneamente relegado a un segundo plano de consideración.

Las palomas describieron un apretado círculo en torno a la Torre del Reloj. El francotirador perdió de su visual la imagen de Barrientos. Las palomas revoloteando y el cielo plagado como de extrañas cometas.

De repente, una paloma se destacó del resto de la bandada, y fue a parar a la proximidad de Barrientos. Éste observó que llevaba un pequeño tubo anular sujeto a la pata izquierda. ¿Se trataba de un mensaje para él? ¿De quién, si así era?... Con sumo cuidado, tomó el tubito de la pata de la paloma, ella emprendió el vuelo de nuevo y él se dispuso a averiguar lo que contenía ese mensaje… Las palomas y otras bandadas de aves seguían trazando sus tirabuzones en torno a la Torre del Reloj. Barrientos experimentó una honda conmoción, que se expandía por todo su pecho. El mensaje estaba concebido en los siguientes términos:


Aunque uno pretenda lo contrario, al final termina creyendo.     G.A.


La algarabía del cielo iba en aumento. Barrientos se quedó sin poder precisar el rumbo de sus pensamientos. ¿Creer en qué?

El soldado francotirador se puso en comunicación con el coronel Bertin por medio de su dispositivo de onda corta.

–Señor, he perdido de vista al objetivo. La masa de pájaros me impide visualizarlo.

El coronel Bertin estaba desbordado por la semblanza que había asumido el fenómeno. Si únicamente se tratara de una bandada descontrolada de pájaros, podría otorgarle cierta lógica; pero lo desconcertante del caso era la gran cantidad de imágenes oníricas que se habían adueñado del escenario de los cielos. ¿Barrientos qué pintaba en todo esto?

–Soldado, queda abortada la operación. Abandone su puesto.

Las aves seguían formando un tupido bucle en torno a la Torre del Reloj. La emoción de Barrientos abarcaba más allá de su pecho. ¿En qué era necesario creer? Muchos años de una vida gris e insípida podían verse neutralizados por tan sólo un instante de gloria. Poner los brazos en cruz una y otra vez, y acoger los milagros que el cielo dispensaba con insólita largueza. Era necesario creer en ello, y toda creación desea destapar la impronta de su autor.

–G. A., yo también tengo el anhelo de creer. Pocas veces en mi vida he creído como en este momento. Gracias, quien quiera que seas, G. A.

Proyectó una vez más su mirada hacia Cimavilla. Entornó los párpados, pues no estaba seguro de que su visión no estuviera entorpecida por una especie de fiebre. Después de tan inverosímil catálogo de imágenes en el cielo, no había de resultarle extraño avistar una enorme esfera transparente suspendida en la cresta del promontorio de Cimavilla, justo en la localización del “Elogio del Horizonte” de Chillida. Barrientos no estaba seguro de que esta visión se hiciera extensiva a todos los habitantes de Gijón, y de rechazo al mundo entero, a través de los objetivos de las cámaras de televisión.

De repente, dentro de la esfera se definieron los rasgos de un hombre de extraña apariencia: boina vasca, abrigo oscuro, gafas de montura de acero, rostro poblado de espesa barba. Ese hombre parecía mirarle a él en exclusiva. Una mano sarmentosa le saludó desde el interior de la burbuja. Barrientos, pese a su acaloramiento, lo comprendió todo con claridad meridiana. Estaba seguro de que el hombre de la burbuja no era otro sino el misterioso G. A. Ya no le quedaban dudas acerca del fundamento de su creencia. Algo extraordinario, algo que determinaría el resto de su vida, se estaba verificando delante de sus ojos.

Dejándose llevar por un emocionado impulso, saludó a su vez al hombre de la burbuja. Saludó a G.A.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).






domingo, 21 de octubre de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XV) - Dos miradas que se cruzan



En el Colegio “La Salle” improvisaron una pequeña celebración de Nochebuena. No es que sobraran las viandas, pero reinaba entre los miembros de la comunidad escolar un hermoso ambiente de concordia y optimismo.



Los ojos de Irene le andaban buscando. ¿Dónde estaba Guzmán de Arteaga? Bueno, ella sabía que con toda seguridad se encontraría en el aula-laboratorio, luchando con los fantasmas que ensombrecían su vida.



Irene tenía miedo de asignar palabras precisas al sentimiento que él le inspiraba. Pero era cierto que a cada instante que pasaba, se incrementaba su cariño hacia ese hombre de tan soterrados silencios.



Justo cuando se empezaba a entonar el “Noche de Paz”, apareció Guzmán de Arteaga bajando las escaleras a largas zancadas. Portaba un maletín negro, de peculiar forma cúbica, que parecía resultarle muy pesado. Echó una rápida mirada a la concurrencia, y sus ojos se detuvieron en Irene. Ella no pudo refrenar un suspiro. Estaba segura de que él la amaba, de ahí la expresión de dulce tristeza que irradiaba su mirada. «Me ama y no puede decírmelo –pensó ella–. Yo también te amo, mi valiente profesor.»



El villancico se cortó de súbito. El director se abocó al encuentro de Guzmán de Arteaga.



–Profesor, ¿dónde se ha metido? Estamos celebrando la Nochebuena.



Guzmán de Arteaga no podía apartar los ojos de Irene. Ella le sonreía.



–A mi modo, yo estoy también celebrando la Nochebuena –dijo encogiéndose de hombros.



–Al final usted también ha acabado creyendo.



–Creeré, aunque no haya esperanzas.



Por un momento, el lugar pareció quedarse vacío, y sólo existió ese melancólico diálogo de miradas. Guzmán de Arteaga sintiendo por Irene, e Irene sintiendo por Guzmán de Arteaga. “Noche de paz, noche de amor”. De repente, la palabra “amor” había adquirido pleno significado. Él lo sabía, y ella también.



–Voy a salir fuera –dijo Guzmán de Arteaga.



–¡Hombre de Dios! –exclamó el director-. ¿Adónde va en mitad de la madrugada?



–Me voy a acercar al monumento de Chillida.



–Allí debe de soplar un viento muy desapacible.



–Necesito utilizar ese emplazamiento.



Una última mirada a Irene antes de emprender el camino. Hubiera sido tan maravilloso poder deshacerse de los errores del pasado y empezar una nueva vida al lado de ella… El principal inconveniente era que él ya pasaba de los cuarenta y ella aún no había cumplido la mayoría de edad. Aun así, las miradas expresaban más elocuencia que las intenciones. Soltó una prolongada exhalación, empuñó bien el asa del maletín y se encaminó a la salida del colegio. Sin duda, se llevaba consigo la mirada y los pensamientos de Irene.



El Parque del Cerro de Santa Catalina, por lo ordinario tan bien iluminado, se encontraba ahora sumido únicamente en la claridad de la noche. Las estrellas palpitaban entre escasos jirones de bruma. En las rizaduras del mar se advertía un leve polvo de plata. Nochebuena. El aire estaba imbuido de la aspereza del invierno.



Había centinelas del 15-M vigilando los altos de Cimavilla. No se avistaban las luces de posición de ningún barco en la lejanía. El mar era un desierto de susurrante agua coloreada de sombra. El monumento de Chillida se veía muy frecuentado, precisamente por su alto valor estratégico. Esto produjo gran contrariedad a Guzmán de Arteaga, ya que para llevar a la práctica su cometido precisaba de una importante dosis de soledad.



–Buenas noches, tío –le saludaron algunos del 15-M, justo a los pies del monumento.



–¿Sopla buen viento por aquí? –preguntó por puro compromiso.



–Acércate al borde y lo compruebas.



Eso hizo. El mar era un escaparate de estrellas emborronadas. Ni una sola nube empañaba el horizonte. Amanecería una hermosa mañana de Navidad. Guzmán de Arteaga guardaba en el corazón un recio nudo de emociones. Aspiró una honda bocanada de ese aire saturado de sal, cerró los ojos y su mente fue cruzada por una visión tan súbita como un relámpago. Su corazón estaba ansioso de expandirse en un nuevo amor, y la imagen sólo podía ser el objeto de lo deseado… Ella.



Se giró en redondo y allí seguían los del 15-M, contemplándole con curiosidad manifiesta.



–¿Todo bien, colega?



–¿No te dará por saltar por el borde del acantilado?



–De eso nada –aclaró forzando una sonrisa-. Solamente me gustaría pasar aquí un rato a solas.



–¿Eh?



–Sí. A ver cómo os lo explico. Hay una especie de ritual que desearía cumplir.



–Tío, eso no puede ser. No estamos aquí nada más que para contemplar el panorama. Tenemos asignada la vigilancia de la zona. Por si no lo sabías, hay militares por los alrededores, y Jerónimo nos ha encargado esta tarea de vigilancia.



–Yo conozco a Jerónimo –dijo Guzmán de Arteaga–, y él me conoce a mí. Estoy seguro de que si se lo pidiera, me permitiría estar aquí un ratito a solas.



-Espera, que le llamo para preguntárselo –dijo uno de los jóvenes accionando su teléfono móvil. Al momento se estableció la llamada–. Jerónimo, aquí te paso a alguien. –Se puso en pie para tenderle el teléfono a Guzmán de Arteaga.



–¿Quién habla? –inquirió la voz de Jerónimo Ortega al otro lado de la línea.



–Soy el profesor Guzmán de Arteaga.



–¡Hombre, profesor! Grato saludarle de nuevo. ¿Qué se le ofrece de bueno?



–Les he pedido a sus camaradas que me dejen pasar un rato a solas junto al monumento de Chillida.



–Mucho pide usted. Ese lugar es un puesto clave de vigilancia. ¿Puedo saber para qué?



–Tendrá que confiar en mí, Jerónimo. No es para nada malo.



–Ya empieza con sus habituales reservas. ¿No se da cuenta de que estamos en una situación de emergencia?... Vale, sea. Permiso concedido.



–Gracias, Jerónimo.



–Páseme a esos pánfilos para que les dicte la orden. Ah, y feliz Nochebuena.



–Gracias, Jerónimo; lo mismo le deseo.



Todo quedó resuelto de la mejor manera posible. Los del 15-M se retiraron un buen trecho. En el cielo ya se percibían señales de alborada. Guzmán de Arteaga sacó su artilugio del interior de su maletín. Ni los pelos de su barba ni el pálido fulgor de la madrugada pudieron encubrir la sonrisa que le adornaba el rostro.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).

viernes, 21 de septiembre de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XIV) - La triste Nochebuena



-Les deseo una feliz Navidad, dentro de lo que cabe.

Barrientos paseó la mirada por todo el teatro. Nada recordaba ya a las expresiones radiantes que acompañaran el inicio del simposio hacía dos días. No había un solo rostro alegre. El desaseo comenzaba a hacerse notar, hasta el punto de percibirse olores malsanos. Barrientos también se sentía triste. Los consejeros aún no se habían puesto de acuerdo en ninguna decisión que pudiera juzgarse satisfactoria para el futuro de la educación.

No se veía nada claro el desenlace de esa aventura (¿la cárcel tal vez?). Ante tal perspectiva, Barrientos sintió temor en un principio, pero, meditándolo detenidamente, llegó a la conclusión de que los azares de la vida le traían ya sin cuidado. Lo mismo le daba seguir vivo que muerto; acaso los muertos fueran los más felices al no tener que sentir ni padecer. Los cautivos del teatro estarían barajando seguramente otros pensamientos.

-Feliz Navidad –insistió.

Sus compañeros repartieron entre los retenidos algunas raciones extra de comida. Si no se resolvía pronto la situación, surgiría la necesidad de establecer racionamiento.

-¡Déjenos marcharnos a nuestras casas! –imploró una asesora con los ojos llorosos.

Barrientos sintió una punzada en el corazón. Parecía como si el tópico de la Nochebuena le ocasionara una corriente de compasión por toda su alma… Todos somos seres humanos, todos reímos y lloramos, todos tenemos capacidad de dar felicidad sin esperar nada a cambio. Barrientos se restregó los ojos, como deseando cambiar el rumbo de sus pensamientos.

-Déjennos enseñar –murmuró-. Déjennos ser profesores. Permítannos recobrar el orgullo de nuestra maltratada profesión.

Se apoyó de costado en una de las mesas del escenario. La emoción era como un río despeñándose por el precipicio de su corazón. ¿Cómo habían podido llegar las cosas a tal extremo?

-Señor Barrientos, ¿qué va a solucionar teniéndonos encerrados aquí? No hay comida. No hay sitio donde dormir. Llevamos dos días aquí sin apenas movernos. Tenga sensatez y déjenos salir.

Barrientos miró a su interlocutor con las pupilas veladas. Se trataba de la consejera de educación de la Junta de Andalucía. ¿Ni siquiera ella lo podía comprender?

-Yo también quiero que ustedes me liberen –dijo con frase rápida-. Y no se deciden a hacerlo.

Se dio la vuelta, encaminando sus pasos hacia el Patio Corintio. Las estrellas rutilaban en el cielo con chispazos de hielo. Hacía frío. El vapor de su aliento se condensaba en nubes de aspecto lunar. La tristeza de toda su vida se le antojaba un peso demoledor en ese instante de la Nochebuena. ¿Dónde estaba su familia, su mujer, su hijo? Perdidos como todas las ilusiones que alguna vez había albergado. ¿Tenía algún sentido todo lo que habían hecho sus camaradas y él?

La emoción le barrió el pecho como la ola de un tsunami. Las piernas se relajaron y dejaron de sostenerle. Se dejó caer suavemente sobre las lajas del patio. Sus posaderas acusaron el frío de la intemperie. Se puso en la posición del loto, cruzó sus brazos, abatió la frente, comprimió sus párpados… y rezó.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



miércoles, 22 de agosto de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XIII) - El episodio de la manzana asada


Estaba a punto de sonar el toque de queda. Los últimos restos de mortecina luz se diluían en el cielo del Parque de la Fábrica del Gas. Un hombre y una mujer iban camino del paseo marítimo. Vestían muy humildemente, y no destacaban por su estatura. Sus rostros denotaban nerviosismo y cansancio. Se sentían angustiados por lo que pudiera haberle ocurrido a su hija. Querían dar con ella a todo trance, aunque ello supusiera adentrarse en las zonas acordonadas.


La mujer se llamaba Hortensia, y tenía cuarenta y ocho años; el hombre Ricardo, y ya había rebasado la cincuentena.


-Mi hija, mi hija –murmuraba ella con la voz impregnada en llanto-. Es Nochebuena, y no está con nosotros.


-La encontraremos, Hortensia –trataba de animarla su esposo.


Constituían una bonita pareja. Las facciones de sus respectivos rostros eran francamente agradables. A no dudar, su hija sería una preciosidad.


-Irene, querida mía –deliraba la mujer.


Y sí, se daba la casualidad de que aquéllos eran los padres de Irene Vegas, la bailarina de ballet, la alumna modelo del Colegio “La Salle”… Los dos trabajaban y no habían podido asistir a la función de hacía dos días, cuando Irene ejecutara con notable gracia y pericia ese pasaje de “El lago de los cisnes”. Irene era muy querida por sus padres. Ella era la mayor de dos hermanas.


La noche estaba a punto de engullir los últimos vestigios de coloración del mar. El matrimonio llegó al paseo marítimo, y allí se topó con la primera barrera. Estaban vigilando el puesto nada menos que cinco soldados. Aún no se habían encendido las escasas farolas del alumbrado público que estaban previsto utilizarse.


-¡Alto ahí!


-¿Adónde van?


-¿No saben que hay toque de queda?


Hortensia se mordisqueó los nudillos desesperadamente, y rompió el dique de sus lágrimas. Ricardo trató de justificarla.


-Es nuestra hija. Está en Cimavilla. Es Nochebuena y queremos que la pase con nosotros.


-Cimavilla se encuentra sometida a sitio –informó uno de los soldados-. Hasta nueva orden, allí no entra ni sale nadie.




-¡Mi hija, mi hija! –balbuceó Hortensia.


-Ella es alumna del Colegio “La Salle”, en Cimavilla –prosiguió Ricardo con voz a cada momento más vacilante-. Estamos angustiados por si le ha pasado algo. Miren, yo sólo soy un humilde pintor y mi mujer trabaja de empleada de limpieza. No tenemos influencias, pero amamos a nuestra hija como unos reyes pueden amar a su princesa. Por favor, no tiene más que diecisiete años.


-Es lamentable lo que cuenta, señor. Pero órdenes son órdenes. Ustedes no pueden pasar de aquí. Vuelvan a su casa, y esperen a que las cosas se resuelvan.


-¡No! –gimoteó la madre.


-Señora, existe toque de queda. Podríamos detenerles por violarlo. No pongan las cosas más difíciles.


Los soldados se mostraban inflexibles, si bien justo es decir que muy en contra de su voluntad. Ellos también tenían padres y familias, y el servicio les obligaba a pasar la Nochebuena alejados de sus hogares.


Hortensia apaciguó el caudal de sus lágrimas. Sacó de su bolso un envoltorio redondo de papel de aluminio. Se aproximó a los soldados, quienes en un primer momento enarbolaron instintivamente sus armas.


-Señores soldados, les quiero pedir un favor –dijo con acento conmovedor-. Esto que ven aquí es una manzana asada. Tenemos en casa la tradición de comerlas por Nochebuena. A mi hija le gustan un montón. Les pido como madre que busquen a mi amor. Se llama Irene Vegas Salazar. Y cuando la encuentren, entréguenle esta manzana. Así sabrá que sus padres la echan de menos en esta noche de estar con la familia… ¿Lo harán, buenos soldados?


Las estrellas se habían diseminado por el cielo como alfileres de plata incandescente. También había brillos plateados en las pupilas de los soldados. Uno de ellos se destacó, diciendo:


-Señora, se presenta ante ustedes el cabo primero Luis Agudo Enríquez. Les prometo por mi honor que haré lo posible por encontrar a su hija y hacerle entrega de su presente. Démelo, si tiene la bondad.


Hortensia así lo hizo.


-Que Dios te bendiga, noble corazón.


El soldado abatió su cabeza, y dijo:


-Dios me ha bendecido permitiéndome conocerles a ustedes.


El matrimonio volvió a su casa. Allí les aguardaba su otra hija. No querían desechar la esperanza de volver a encontrarse con Irene. Era Nochebuena.


Mientras tanto, el cabo primero contemplaba el envoltorio de la manzana.


Creía tener en la mano un corazón palpitante de amor.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).



viernes, 6 de julio de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XII) - Con la Iglesia hemos dado



El padre Leandro, párroco titular de la iglesia de San Pedro Apóstol, había perdido la cuenta de los padrenuestros y avemarías que había desgranado desde que las hordas del 15-M invadieran el sagrado ámbito del templo a su cargo. Había vivido muchos años y pasado por muchas penalidades; nunca imaginó que sus ojos pudieran contemplar algo parecido a lo que ahora le rodeaba.

Paseaba arriba y abajo por la nave de la iglesia. La luz, fragmentándose en las hermosas vidrieras policromadas, ponía de relieve las motas de polvo que constelaban el tejido de su sotana. Se sentía viejo e incapaz de afrontar los retos que las circunstancias de los nuevos tiempos imponían.

-Padre, ¿no se cansa de pasear de acá para allá?

Borja, así decía llamarse el niñato pintillas que le había interpelado. Fumaba un canuto, repantigado en uno de los bancos próximos al altar. La iglesia estaba a rebosar, y allí se fumaba, se bebía y se comía sin el menor miramiento por el carácter sagrado del lugar en que se hallaban. Los acontecimientos se habían precipitado. Todo el mundo se había vuelto loco, así de repente.

-Me gusta rezar mientras camino –replicó el padre Leandro.

-Allá usted. De todas formas, le vendrá bien para rebajar barriga.

-Si tuviéramos que estar conformes con la imagen de nuestro cuerpo, no nos quedaría espacio para disfrutar de la vida.

-Sexo, alcohol… y esto. –El mozalbete expelió una dulzona nube de humo de marihuana-. Aquí está el verdadero gozo de la vida.

El rostro del sacerdote se pobló de una tristeza inconmensurable.

-Al final la vida acaba precisando algo más para adquirir su pleno sentido –dijo-. Las diversiones que tú propugnas tienen fecha de caducidad. El amor de Dios se mantiene firme para siempre.

-Por eso cada vez la gente cree menos en Dios.

-Por eso cada vez creo yo más en Él.

-¡Usted está desfasado! ¡Cómo se le ocurre creer en esa mierda en los tiempos que corren!

El padre Leandro, sin decir palabra, comprimió los labios y siguió caminando. ¿De qué valía tratar de razonar con relapsos de semejante especie? El mundo había cambiado mucho desde los tiempos de su juventud. El mundo siempre cambiaba de generación en generación. La Iglesia de Dios ultrajada por un hatajo de estrafalarios, que aun no siendo malvados en el fondo, mostraban un desprecio absoluto hacia las formas y cuestiones sagradas. “La Iglesia es cosa de fachas”, había oído mencionar mucho en las últimas horas.

Se aproximó al crucifijo del altar. Tenía atascada en la garganta una bola de lágrimas de rabia. ¿Cuál era la solución al dilema que estaban viviendo? Las ovejas descarriadas no encontraban pastor que las guiara. No se convence fácilmente a la gente maltratada que ha llegado a ser consciente de que nada tiene que perder. El padre Leandro quería saciar la sed de amor que padecía su corazón, pero el salvajismo circundante le desmotivaba por completo.

-Un milagro… Eso es lo que el mundo necesita.

De repente se hizo el silencio en su derredor. Los relapsos del 15-M se quedaron mirándole de hito en hito.

Todos habían escuchado su murmullo.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes). 

sábado, 30 de junio de 2012

Cuentos urbanos: El inventor (XI) - El despacho de la alcaldesa



La alcaldesa tenía los ojos cuajados de lágrimas. Sebastián Amorós, el activista del 15-M que la custodiaba, se sentía incómodo de todas veras. Después de todo, no tenía un corazón despiadado.

-Señora, no llore. No le va a pasar nada.

La alcaldesa sacó de su bolso un pañuelo de papel y se sonó las narices. Sus ojos emitieron un leve destello sanguinolento.

-¿Qué sabes tú de lo que siento? –preguntó con afligida arrogancia.

-Señora, los tiempos son muy duros.

Estaban los dos solos en el despacho de alcaldía. Sebastián se encontraba de pie, afectando una respetuosa posición de firmes. Ella estaba sentada en su sillón, acodada en el escritorio repleto de papeles.

-Hoy es Nochebuena, y no podré pasarla con mi familia.

Sebastián no supo qué decir. Se miró en el inmediato espejo de pared. Decididamente no tenía un aspecto agraciado.

-Tú eres un chico de las calles. ¿Cuántos años tienes?

-Veintiuno, señora.

-¿Y qué oficio desempeñas en la vida?

-Actualmente ninguno. Nadie me da trabajo.

-¿Estudiaste algo?

-Terminé la ESO –dijo con velado orgullo-. Luego estuve trabajando en la construcción.

-Entonces, ¿no hay esperanzas para ti?

La pregunta era de difícil respuesta, y le vino como un jarro de agua fría. El tiempo conspiraba en contra de su juventud. Él se sentía derrotado de antemano. Por eso se integró en el movimiento 15-M: porque necesitaba ser dirigido. Por eso Jerónimo Ortega le tenía cogida estima, hasta el punto de llegar a considerarle su mano derecha. Por eso ahora se encontraba custodiando a la primera edil de la ciudad de Gijón. Después de todo, tenía algún motivo para sentir cierta vanagloria.

-No sé si hay esperanzas para mí –respondió con estudiada solemnidad-. Pero ahora el pueblo se ha puesto en movimiento.

-Lo que tus camaradas y tú habéis hecho es simplemente una locura –le espetó la alcaldesa.

-¿Y qué otra cosa se podía hacer? Los gobernantes no quieren escuchar al pueblo.

-Los gobernantes no pueden hacer caso del pueblo porque las circunstancias no se alían a favor de las intenciones de los gobernantes.

Había muchas cosas del mundo que Sebastián no acertaba a comprender, y no tuvo mejor fortuna con las palabras de la alcaldesa. Sus dudas y vacilaciones le impedían aventurar el menor comentario.

-¿Qué dices a eso? –le apremió la alcaldesa.

La oscuridad de la ignorancia seguía nublando su cerebro.

-Yo sólo sé que las cosas tienen mal color. Mis amigos y familiares pasan apuros. Los políticos no lo pasan mal, eso es lo que todo el mundo percibe. Mis amigos no hablan de otra cosa. El mundo tiene que cambiar.

-El mundo es imposible de cambiar –dijo la alcaldesa haciendo un resignado mohín con los labios.

-Eso creo yo también. Pero hay que intentar cambiarlo, eso dice Jerónimo.

La alcaldesa se levantó de su sillón. Se dirigió a la ventana y tiró de la falleba. Las multitudes bullían por todo el ámbito de la Plaza Mayor. El tiempo transcurría y nada parecía haberse concretado. Teniendo en cuenta lo que había llegado de forma subrepticia a sus oídos, el Ejército había tomado cartas en el asunto. El aire de la mañana, ya cercano el mediodía, transportaba un hálito extraño, como si la esperanza pretendiera asumir carácter aromático. La alcaldesa comenzaba a vacilar, ya no estaba segura de que su posición no estuviera en el lado equivocado. El joven que estaba en su proximidad no demostraba poseer muchas luces, pero ¿realmente ella estaba situada en una esfera superior a la de él? Difícil saberlo.

-Esta noche tendríamos que estar con nuestras familias –suspiró ella- celebrando el nacimiento del Niño Dios, el Redentor, el símbolo de toda esperanza.

-Yo también opino lo mismo –dijo Sebastián con seráfica docilidad.

La alcaldesa se giró para mirarle.

-¿Tú y yo somos enemigos?

El joven frunció los labios.

-Jerónimo dice que los políticos son los verdaderos enemigos del pueblo.

-¿Tú haces y piensas todo lo que te dice Jerónimo?

El reproche sumió a Sebastián en un sentido abatimiento. Sus ojos se esforzaban en transparentar toda la fuerza de voluntad que ocultaba en lo profundo de su ser. Ya iba teniendo edad, y aún no comprendía bien en qué consistía la vida. Sin embargo, estaba convencido de que sin la libertad la vida no valía nada. Tenía el firme propósito de convertirse en una persona libre.

-Señora alcaldesa, usted también piensa y dice lo que le dicen los malditos burócratas de su partido.

-¡Cómo te atreves!

La alcaldesa enrojeció hasta la raíz del cabello.

-Me atrevo a todo con tal de que no me quiten la libertad.

El sol de mediodía lanzó furiosamente sus rayos a través de la ventana, iluminando con un resplandor fastuoso todos los detalles del despacho. La alcaldesa observó que había un destello de lágrimas en las pupilas de su antagonista.

-¿Por qué estás triste, jovencito?

Sebastián se aclaró la garganta, y respondió:

-Porque ninguno de nosotros dos estamos lo que se dice alegres.

El sol inundó con su belleza el interior del despacho.

CONTINUARÁ...

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).