VII.
La ocupación del cielo
Desde
este momento, la historia de lo que ocurrió en la ciudad de Gijón pierde todo atisbo
de verosimilitud. Los periódicos nacionales e internacionales que refirieron la
noticia, no supieron qué calificativos aplicarle. Pero quedó claro que las
cosas más bellas no tienen por qué restringirse al campo de lo irreal.
Nadie
esperaba que alumbrara sobre Gijón una mañana de tan aparente tristeza. El día
de Navidad. El cielo destapó su azul más espléndido, y en el mar cabrilleaban
los rayos de un sol tan vivaz, que parecía poseer la jovial inquietud del
estado líquido. Había belleza repartida por los jardines y las fachadas de la
ciudad. Aunque las personas no manifestaran ningún signo de esperanza, el cielo
y el mar la contenían en grado sumo… ¿Cómo si no podría haber ocurrido el
milagro?
Los
soldados patrullaban por el paseo marítimo. Bajo las luces tan acrecidas de la
mañana, Cimavilla tenía semejes de fortaleza medieval. El tiempo se había
estancado, y nada parecía que fuera a ocurrir en uno u otro sentido… Sin
embargo, algo estaba a punto de suceder.
Esa
misma mañana, la tristeza condujo de nuevo a Barrientos al balcón de la Torre del Reloj. No tenía
idea (aunque no le hubiera costado imaginarlo) de que lo estaban observando
desde un punto situado en las florestas del Jardín Botánico Atlántico. El
coronel Bertin fue oportunamente informado de este particular, y, por si fuera
necesario, mandó disponer un francotirador que tuviera a Barrientos en todo
momento en el punto de mira. Barrientos no lo sabía de cierto, pero una especie
de frío propagándose por su fluido sanguíneo le hacía barruntarlo. Y la verdad
era que de unas horas a esa parte había perdido todo interés por su
supervivencia. Esto también lo presentía el coronel Bertin. Barrientos se ha
vuelto loco, y Barrientos sirve de inspiración a todo el movimiento que se ha
originado en la ciudad de Gijón. Si Barrientos desaparece de escena, todo lo
inmediato a él se desmoronará como un castillo de naipes.
La
mañana azuleaba en los confines más distantes del mar. Gijón quería abrirse a
un nuevo día. Barrientos se acodó en la barandilla de la terraza, y proyectó
una ensoñadora mirada hacia el lejano barrio de Cimavilla. Seguía con el
hormiguillo en la sangre. El francotirador, mientras tanto, no había dejado de
apuntarle. ¿Qué importaba la vida si se le habían agotado todas las razones de
existencia? Sentía que en su alma se descamaban los ideales de antaño.
Sus
ojos apreciaron un fulgor plateado en Cimavilla, justo a la altura del “Elogio
del Horizonte” de Chillida. Y fue entonces cuando la mañana liberó su grito,
que nacía de la tierra y el mar. Empezó a ocurrir algo totalmente inexplicable.
Quizá
él lo supiera por haberlo leído en alguna parte. La paloma es la única
representante del mundo de las aves que permanece fiel a su pareja. Y en el
corazón de Barrientos halló cálida acogida esta noción de fidelidad. Sus ojos
se dilataron maravillados cuando por el lado más apartado del mar surgió un
reflejo blanco, que al cabo de pocos segundos asumió el dulce parpadeo de un
escuadrón de mariposas.
–¿Son
palomas? –se sorprendió preguntándose en voz alta.
El
cielo se fue cubriendo con un cariz de milagro, y sobre la tierra se extendía
todo género de sombras volubles. Quienes contemplaban el espectáculo, sentían
el alma sobrecogida por una emoción desconocida. No sólo eran palomas; también
se percibían los vuelos de cosas cuya presencia en el cielo se diría
inverosímil: la más variada representación del reino de las aves (águilas,
garzas, cigüeñas, flamencos, gansos salvajes, golondrinas, tucanes, pájaros
cantores, somormujos, aves del paraíso, charranes árticos…) y de las especies
marinas (orcas, anguilas, delfines, ballenas, escualos, pulpos, peces luna…) ,
globos de superficies reflectantes, imágenes de palacios escondidos entre nubes
y montañas, lunas de verano, mamíferos de los mares y de las selvas, lágrimas
que formaban ocelos en las alturas, campanas ensambladas por un tejido de hojas
de acebo, ángeles batiendo sus alas y amorcillos liberando el clamor de sus
trompetas… Y así centenares de imágenes que a lo largo de las épocas han
poblado los sueños de la humanidad.
Encabezando
este celeste desfile, iba una paloma mensajera.
Los
militares que patrullaban el paseo marítimo, no sabían qué disposición tomar
ante semejante despliegue de milagros. ¿Debían abrir fuego o esperar a ver si
realmente aquello representaba una amenaza? Las armas apuntaban a lo alto, como
previendo la orden de ser utilizadas. Pero el comandante Serrano se mostraba
indeciso.
Todo
había ocurrido de un modo muy súbito, y en la ciudad de Gijón no había cabeza
que no mirara hacia arriba, a semejanza de las armas de los soldados. Las
cámaras de televisión estaban capturando las imágenes que inmediatamente darían
la vuelta al mundo. El cielo, tan nítido y azul en un principio, pareció
oscurecerse; sombras indefinidas se deslizaban por la tierra a una velocidad de
quitar el hipo; algunos pensaron que eran como cometas que surcaban los aires.
Por el espacio se propagaba el sonido de algo semejante a un rabioso batir de
alas. El milagro se había apoderado de la extensión de la bahía de San Lorenzo,
y recaló tomando la curva del río Piles. Se diría que la Universidad Laboral
era la siguiente etapa del recorrido.
Superado
el estupor del principio, Cimavilla prorrumpió en vítores y palmadas. El padre
Leandro se arrodilló junto al atrio de la iglesia de San Pedro Apóstol; estaba
convencido de que en este asunto mediaba la intervención de Dios.
Irene
sentía deseos de iniciar un desenfadado baile de felicidad. Ella no sabía que
también sus padres y su hermana asistían desde su ventana al espectáculo de la
invasión de los cielos, y tampoco sabía que estaban soltando abundante caudal
de lágrimas por la emoción de lo que veían y por el recuerdo de ella.
El
milagro fue concebido para que fuera admirado por todos, y no hubo quien no
saliera a la calle en ese sagrado momento de la mañana. Hasta los retenidos de la Universidad Laboral
vieron franqueado el paso para que pudieran salir al Patio Corintio y así
dirigir la mirada a los cielos. Seguía percibiéndose el enérgico batir de alas
y el sugerente ronquido de las trompetas de los querubes. Luces en el cielo y
sombras en la tierra.
Todos
estaban eufóricos en el colegio de La Salle.
El director creía estar asistiendo a un prodigio similar a
las visiones que tuvo el profeta Ezequiel a orillas del río Quebar. Los alumnos
jaleaban y agitaban los brazos al colmo de su entusiasmo. Veían animales
salvajes y catedrales en el cielo. El mismo entusiasmo se hacía prolongable a
Jerónimo Ortega; nunca había creído en milagros, pero, conforme pasaban los
segundos, era evidente que aquello no podía tener traza de una alucinación
colectiva. Entretanto, el mundo, a través de las cámaras de televisión, asistía
boquiabierto a aquella muestra de lo imposible.
Ya
empezaban a verse los terrenos de la Universidad Laboral
moteados por las sombras proyectadas desde el cielo. El coronel Bertin sabía
que Barrientos seguía en el punto de mira del francotirador, y sólo faltaba su
orden para que aquél dejara de ser un problema. Empero, a los militares no les
gustan los imprevistos milagrosos, y Barrientos quedó momentáneamente relegado
a un segundo plano de consideración.
Las
palomas describieron un apretado círculo en torno a la Torre del Reloj. El
francotirador perdió de su visual la imagen de Barrientos. Las palomas
revoloteando y el cielo plagado como de extrañas cometas.
De
repente, una paloma se destacó del resto de la bandada, y fue a parar a la
proximidad de Barrientos. Éste observó que llevaba un pequeño tubo anular
sujeto a la pata izquierda. ¿Se trataba de un mensaje para él? ¿De quién, si
así era?... Con sumo cuidado, tomó el tubito de la pata de la paloma, ella
emprendió el vuelo de nuevo y él se dispuso a averiguar lo que contenía ese
mensaje… Las palomas y otras bandadas de aves seguían trazando sus tirabuzones
en torno a la Torre
del Reloj. Barrientos experimentó una honda conmoción, que se expandía por todo
su pecho. El mensaje estaba concebido en los siguientes términos:
Aunque
uno pretenda lo contrario, al final termina creyendo. G.A.
La
algarabía del cielo iba en aumento. Barrientos se quedó sin poder precisar el
rumbo de sus pensamientos. ¿Creer en qué?
El
soldado francotirador se puso en comunicación con el coronel Bertin por medio
de su dispositivo de onda corta.
–Señor,
he perdido de vista al objetivo. La masa de pájaros me impide visualizarlo.
El
coronel Bertin estaba desbordado por la semblanza que había asumido el
fenómeno. Si únicamente se tratara de una bandada descontrolada de pájaros,
podría otorgarle cierta lógica; pero lo desconcertante del caso era la gran
cantidad de imágenes oníricas que se habían adueñado del escenario de los
cielos. ¿Barrientos qué pintaba en todo esto?
–Soldado,
queda abortada la operación. Abandone su puesto.
Las
aves seguían formando un tupido bucle en torno a la Torre del Reloj. La emoción
de Barrientos abarcaba más allá de su pecho. ¿En qué era necesario creer?
Muchos años de una vida gris e insípida podían verse neutralizados por tan sólo
un instante de gloria. Poner los brazos en cruz una y otra vez, y acoger los
milagros que el cielo dispensaba con insólita largueza. Era necesario creer en
ello, y toda creación desea destapar la impronta de su autor.
–G.
A., yo también tengo el anhelo de creer. Pocas veces en mi vida he creído como
en este momento. Gracias, quien quiera que seas, G. A.
Proyectó
una vez más su mirada hacia Cimavilla. Entornó los párpados, pues no estaba
seguro de que su visión no estuviera entorpecida por una especie de fiebre.
Después de tan inverosímil catálogo de imágenes en el cielo, no había de
resultarle extraño avistar una enorme esfera transparente suspendida en la
cresta del promontorio de Cimavilla, justo en la localización del “Elogio del
Horizonte” de Chillida. Barrientos no estaba seguro de que esta visión se
hiciera extensiva a todos los habitantes de Gijón, y de rechazo al mundo
entero, a través de los objetivos de las cámaras de televisión.
De
repente, dentro de la esfera se definieron los rasgos de un hombre de extraña
apariencia: boina vasca, abrigo oscuro, gafas de montura de acero, rostro
poblado de espesa barba. Ese hombre parecía mirarle a él en exclusiva. Una mano
sarmentosa le saludó desde el interior de la burbuja. Barrientos, pese a su
acaloramiento, lo comprendió todo con claridad meridiana. Estaba seguro de que
el hombre de la burbuja no era otro sino el misterioso G. A. Ya no le quedaban dudas acerca del fundamento de su creencia.
Algo extraordinario, algo que determinaría el resto de su vida, se estaba
verificando delante de sus ojos.
Dejándose llevar por un emocionado impulso,
saludó a su vez al hombre de la burbuja. Saludó a G.A.
CONTINUARÁ…
Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de
las nubes).