domingo, 28 de septiembre de 2014

Cuentos Urbanos: El rapto de la luna (y IV) - El último aquelarre


Un rumor extraño empezó a hacer zumbar sus tímpanos. La vista se le puso a hacer los juegos de perspectivas cambiantes que suele traer aparejados el consumo de estupefacientes. Sintió que las rodillas se le debilitaban, no porque en realidad se encontrase mareado, sino porque era plenamente consciente de que el entorno que le rodeaba estaba sujeto a caprichosas transformaciones.
El óvalo de luz iba creciendo a cada paso que daba, cuando unos segundos antes la sensación era justo la contraria. Un fuerte azote de aire le arrebató el sombrero, que no se cuidó de recuperar. Empezaba a notar una sensación dolorosa en los oídos, por cuanto el rumor extraño iba acrecentando su intensidad. Sus piernas sólo se movían merced a agotadores esfuerzos.
 —¡Alphonsine, Alphonsine! —clamaba con una voz que apenas si podía trepar por el conducto de su garganta.
 Llegó, por fin, al punto en que la penumbra de la caverna se infiltró de una claridad nacarada. El rumor amenguó de repente. Olía a hojas verdes y a viento de llovizna. Tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Alphonsine…
En medio de la bruma luminosa, comenzaron a definirse los perfiles del lugar en que se hallaba. Muchas ramas entrelazadas, cuyas hojas brillaban como aplicadas de un barniz de clorofila. Y al frente, al fondo de una ancha oquedad en la vegetación, la visión que terminó de encogerle el corazón.
El rumor que tanto había martirizado sus oídos, se resolvió en una especie de cántico tenebroso. Era como si a las piedras y a la masa vegetal de en derredor les hubiesen nacido pulmones y cuerdas vocales. El dolor más grande de la vida de Barbin, más dañino que todos los que hubiera experimentado hasta entonces, fue descubrir a su hija en medio de una siniestra reunión. Había humanoides con andrajos de telarañas y cráneos con cuencas vaciadas de ojos, cuyo repulsivo aspecto ya les hacía ganar la semejanza de cadáveres en avanzado estado de descomposición. Sátiros del infierno se ladeaban las borlas de sus gastados gorros frigios; sus bocazas emitían grotescas carcajadas en sonrisas carentes de piezas dentales. Serpientes, estriges, lobos de apariencia antropomórfica, desechos humanos cubiertos de cuernos y escamas coriáceas. Para completar tan horrendo cuadro, había un grupo de diez mujeres de diversas edades, vestidas del modo en que salieron del vientre de sus madres. Entre ellas estaban, también desnudas, madame Grinard… ¡y la pequeña Alphonsine!
Barbin sintió que el terror le estaba arrebatando la cordura. Lo terrible no era que su hija estuviera en cueros y en medio de esa espeluznante congregación; lo terrible era que la desnudez de la niña estaba siendo profanada por un sinnúmero de gallipatos, esos híbridos de reptil y anfibio, con unas colas de lagarto que movían a repulsión. La niña parecía obnubilada, privada de la consciencia de lo que le estaba sucediendo.
—¡Alphonsine, ven a mi lado!
Los brazos de Barbin traspasaron las ramas suficientes para hacerse visible a su hija. Pero los otros ojos también le captaron.
—¡Alphonsine!
La niña estaba como dominada por una extraña clase de sonambulismo. Sus oídos percibían el llamado de su padre, y por ello balanceaba la cabeza a uno y otro lado. Tras un instante de no saber cómo reaccionar, rompió a carcajadas, que inmediatamente se contagiaron al resto de los integrantes de la lúgubre asamblea.
Barbin rozaba los bordes de la mayor de las desesperaciones. Hizo ademán de precipitarse al encuentro de su hija. Pero en cuanto accionó las piernas, se sintió frenado al punto; era como si una miríada de serpientes le estuvieran amarrando para procurar su completa inmovilidad.
—¡Dios mío! ¿Qué es esto?
Las ramas de la misteriosa mandrágora habían cobrado la suficiente inteligencia para retener al padre que quería ir en salvamento de su hija. Por mucho que Barbin empeñara todas sus fuerzas para liberarse, su inmovilidad iba siendo cada vez mayor.
La rememoración de las palabras del libro de Jacques Bourdain golpeaba sus neuronas:

Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…

—¡Bruja! ¿Qué le has hecho a mi hija?
Madame Grinard se destacó del grupo, y, haciendo ostentación de su impertinente desnudez, se encaminó al encuentro de Barbin. La expresión de su rostro sólo era comparable al terror de las tinieblas.
—Tu hija pertenece a las sombras del bosque —dijo con una voz de irreconocibles inflexiones—. Tú no nos sirves para nada. Lo que podías hacer, ya lo hiciste en su momento.
La dominación de la mandrágora asfixiaba a Barbin. La sangre empezaba a aflorar por las heridas que se le estaban abriendo por la presión de agarre de las ramas.
—¡Tú mataste al viejo marinero, condenada arpía, y quién sabe a cuántos más!
—¿Y crees que los que son como tú no matan?
—Yo te maldigo.
—Yo ya estoy maldita, pobre iluso. Todas las maldiciones del infierno están de mi mano.
La locura de Barbin había llegado a un grado tal, que le hacía desistir de toda esperanza de salir con bien de esa aventura. La sangre inyectó las partes blancas de sus ojos, que al instante se tornaron fuentes desbordadas.
—¡Hija mía, ven aquí…, que me estoy muriendo!
La niña, como despertando de su inexplicable trance de sonambulismo, pareció reaccionar al llamamiento perentorio de su padre. Se destacó de tan abigarrado aquelarre, sacudiéndose los gallipatos con movimientos desesperados de sus delgados bracitos.
Al distinguirla más de cerca, Barbin fue consciente de una realidad que le hizo el efecto de un mazazo en mitad de la frente: su hija había sido arrebatada de la infancia y daba evidencias de una transformación que de haberse verificado por curso natural, no hubiera sido tan horrible. Alphonsine era ahora como la miniatura de una mujer famélica, una rosa de abril que había brotado ajada, antes de poder exhibir la gloria de su esplendor.
La mandrágora continuaba envolviendo en su abrazo vegetal el impotente cuerpo de Barbin. La vida huía por sus ojos ensangrentados, tanto más rápidamente cuanto que apreciaba que la niña que tenía delante no se correspondía con el retrato de su hija.

Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…

—¡Alpho… si… ne!
Todo había concluido. La mandrágora y el que en vida fuera Charles Barbin constituyeron una simbiosis perfecta. Los sonidos del aquelarre cesaron por un instante. Y, de repente, en la garganta de madame Grinard, la auténtica bruja del bosque de la Sandraie, rompió un discordante concierto de carcajadas.
—Ya eres sólo para mí, pequeña niña —le dijo a Alphonsine con los ojos húmedos de las lágrimas de la risa—. Ya nada te ata a otro mundo que no sea el nuestro.
La niña, con la mirada esfumada más allá del infinito, se puso a temblar como una azogada. Férreos calambres asediaban sus miembros. Temblaba sin saber a qué obedecía semejante síntoma. La lucidez había huido por completo de su mirada, su cuerpo mostraba una apariencia totalmente valetudinaria.
—Pequeña niña, tú serás ahora mi hija —dijo tenebrosamente la bruja—. Te iniciaré en todos mis secretos. Recorreremos los tejados a medianoche. Pernoctaremos en los cementerios. Adoraremos y yaceremos junto a nuestro dueño y señor, Satán, que me ha hecho vivir por toda la eternidad. Tu padre te hubiera corrompido con esa falsa cantinela de la bondad y la pureza de corazón.
Los espasmos epilépticos no cesaban en Alphonsine. La cabeza le oscilaba de un lado a otro. Estaba poseída, a no dudar, por alguna de las presencias invisibles que concurrían al aquelarre. La bruja de la Sandraie, en otro tiempo condesa de Clermont-Berency, no podía explicarse lo que le estaba pasando a su pupila. ¿Acaso era una reacción motivada por la horrible muerte de su padre?
—Pequeña niña, ahora tú eres mi hija. Recobra la serenidad.
Pero la crisis de Alphonsine iba en aumento. Su columna vertebral se entregaba a unas contorsiones que hubieran sido inverosímiles en circunstancias normales. Las otras mujeres del aquelarre hacían visajes de espanto a los seres siniestros que tenían al lado. La mandrágora, una vez cobrado su tributo de sangre, agitaba sus ramas como dotada de voluntad y entendimiento; de Charles Barbin ya no quedaba el más mísero resto. La bruja de la Sandraie se apercibió de que el terrible vegetal remedaba con sus ramas principales los movimientos de la niña; se estremecía como ella, y asimismo amenazaba con partirse por la mitad del tronco.
—¡Alphonsine! —exclamó la bruja, sintiendo que su inicial sentimiento de alarma se tornaba desesperación.
La niña dio un salto impresionante al frente, posándose acto seguido en medio de las ramas de la mandrágora. Empezó a moverse con la agilidad de un primate; sus cabriolas denotaban el más inexplicable de los trances.
—¡¿¡Qué estás haciendo!?!
La mandrágora había obedecido en un principio la voluntad de la bruja, pero ahora ésta había perdido el control. Resultaba indiscutible el mayor poder de la niña, a quien la misma bruja había llegado a considerar su heredera. Intentó, pues, recobrar el ascendiente que ejerciera con sus antiguos sortilegios, pero todo esfuerzo que hizo en este sentido resultó en vano.
—¡¿¡Qué has hecho, Alphonsine!?!
La niña ocultaba su rostro entre los abanicos de hojas bituminosas. Acaso un brillo sutil se desarrollara tras ese tumulto de fronda subterránea.
Entretanto, el aquelarre se había disuelto. No era posible averiguar por qué hendiduras, pasos montuosos, severos peñascales, se habían esfumado los asistentes a tan espeluznante reunión. Tan sólo en el cielo cabrilleaban los rayos de una luna afligida.
—¡¿¡Qué haces, niña de los infiernos?!?
Por un espacio próximo a los cinco segundos, se estableció un silencio más acusado que el reinante en el interior de una tumba. La luna era como un rostro contraído por el dolor en lo alto de la bóveda celeste. La bruja de la Sandraie había tratado de raptar la luna, arrebatando a una niña el amor de su padre. Y nadie que lo haya intentado ha logrado hacerse con el imperio de la luna.
Un rayo de una blancura nacarada iluminó los ojos escondidos entre el follaje de la mandrágora. La bruja de la Sandraie soltó un alarido que perforó su garganta.
De los costados del vegetal se extendieron dos ramas puntiagudas, y dieron a parar en las cavidades de los ojos de la bruja. Ella quedó colgando con los pies por encima del suelo, a semejanza de lo que le ocurriera al desdichado Absalón.
El fulgor de la luna viró a una inquietante tonalidad siena, parecida a la de la sangre de un crimen olvidado.
***
Muchos años después, cuando ya se había borrado la memoria de aquellos sucesos extraños en los bosques de Bretaña, alguien llevó a la abadía del monte Saint-Michel un libro que llevaba decenios descatalogado; había aparecido entre las ruinas de una casa solariega enriscada en la cima de un promontorio marino. Llevaba por título “Las brujas de Bretaña”, el autor era Jacques Bourdain y estaba en avanzado estado de deterioro. En las guardas traseras del libro había un añadido escrito a mano, con tinta de color almagre. Aún era legible, y esto era lo que ponía:

Tenía que serme devuelto mi padre, y no podía esperar el tiempo de otra vida para que esto ocurriera. Tenía que seguir el camino que me enseñó esa horrible mujer, que por mi intervención acabó en brazos de la última de las muertes. Mi padre fue asumido por la mandrágora, como otros tantos desde que se conocía el culto a la mujer y el toro. Yo era la nueva mujer, y los ojos de las tinieblas se fijaron en mí para suceder a la que había muerto por mis medios. La llave del infierno es el placer, y yo tendría que ser poseída para toda la eternidad. Y me fue dicho que todos los que acuden a los aquelarres fueron asumidos en alguna ocasión por la mandrágora. Mi señor me dijo: “Si quieres ver a tu padre, tendrás que hacerlo en las noches de plenilunio. Esas huellas que aparecen en el bosque, que nadie sabe de quién son, pertenecen a las figuras errantes que fueron almas puras en un principio. Sólo de esta manera, después de yacer conmigo, podrás ver a tu padre”.
Y fue así cómo el tiempo hizo de mí una mujer de hermosura imponderable. Tuve que darlo todo de mí para ser la nueva reina del bosque de la Sandraie y poder estar con la sombra de mi padre las noches en que la luna ejerce todo su señorío.
Padre querido, en el mundo del que viniste todos te han olvidado, pero por tu causa subsisten los sucesos extraños de esta tierra azotada por las iras de un mar de tristeza. Yo buscaré siempre tu sombra, como tú me buscabas en mi encarnación cuando era la niña de tu vida.
¡Temblad todos! Acabasteis con lo que fue mi padre. Dejasteis que la luna fuera raptada… La bruja de la Sandraie siempre estará en vuestro acecho…

Las injurias del tiempo habían terminado por borrar lo que quedaba del texto. No obstante, mejor era ignorarlo.

FIN

Ciudad Real, Madrid
 26 de septiembre de 2013- 22 de julio de 2014
Por Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes)


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viernes, 5 de septiembre de 2014

Cuentos Urbanos: El rapto de la luna (III) - La bruja de la Sandraie


Ese verano transcurrió de un modo muy irregular desde el punto de vista climático. El mes de julio estuvo deslucido con continuos chubascos que desbordaron torrentes y arroyos. En la casa solariega aparecieron numerosas goteras, y Barbin tuvo que disponer varios cambios de dormitorios, considerando especialmente el delicado estado de salud que mostraba su hija desde el percance en el mar.
En contraposición, el mes de agosto vino acompañado de temperaturas tórridas y cielos incandescentes. El aire, en las zonas centrales del día, semejaba la boca de un horno; era imposible aguantar tanto calor y humedad. Por consiguiente, Barbin dio su autorización a madame Grinard para que acompañara a su hija, que había mejorado ostensiblemente, a dar frecuentes y largos paseos por el bosque, donde la hierba crecía verde y las sombras de las hojas eran frescas y abundantes.
—Esta noche habrá luna llena —dijo Alphonsine cierta mañana, con la alegría reflejada en la mirada—. La luna se verá más grande que en ningún otro mes del calendario. Madame Grinard me lo ha dicho.
A Barbin le alegraba la vida ver a su hija tan jovial y con las mejillas impregnadas de un sano rosicler. Ante esto, no podía haber lugar para malos pensamientos o funestos augurios. Incluso, vista desde otro ángulo, madame Grinard era una mujer tentadora, muy atractiva en diversos aspectos.
Monsieur, hará una tarde muy dulce para un paseo —lo interpeló ella—. ¿Nos permitirá salir a Alphonsine y a mí hasta la hilera de árboles que confina los acantilados?
Barbin frunció los labios y apartó a un lado el periódico que estaba leyendo.
—Me gustaría acompañarlas.
Madame Grinard torció el gesto por una fracción de segundo. Parecía como si las palabras no pudieran auxiliarla.
—Quizá se aburra con nuestros juegos y ocurrencias infantiles —dijo por último, en tanto que una transparencia extraña oscilaba en sus pupilas.
—Aun así, nada me agradaría más —insistió Barbin, poniéndose en pie.
La mañana aún no había terminado. Se acordó emprender el paseo justo después de comer. Barbin se puso a ojear los libros que había en el armario de la biblioteca. Había muchos volúmenes que resultaban desconocidos para él. En concreto, le atrajo la atención uno encuadernado en tafilete, titulado “Las brujas de Bretaña”, de Jacques Bourdain. Su publicación era relativamente reciente, apenas si se remontaba a medio siglo atrás. Sin duda, debió adquirirlo su madre, que era una mujer muy dada a las lecturas exóticas. Estaba ilustrado con grabados inquietantes, como extraídos de un grimorio del siglo XIV. Aquelarres, posesiones de íncubos y súcubos, cabezas de machos cabríos con cuerpos de mujer, estriges, serpientes bicéfalas, vespertilios. Barbin experimentaba escalofríos a la vista de tan horripilantes imágenes. Le parecía inverosímil que semejante bestiario se refiriese a las mismas tierras en las que se asentaba la casa solariega. Sus ojos se detuvieron en un capítulo en particular, cuyo encabezamiento rezaba lo siguiente:

EL EXTRAÑO CASO DE LA BRUJA DEL BOSQUE DE LA SANDRAIE
En el año de Redención de 1614 se tuvo noticia de que la condesa de Clermont-Berency, insatisfecha de la vida que le hacía llevar su marido, un amante a ultranza de la caza y las francachelas, vendió su alma a Satanás. La posesión infernal se verificó en el bosque de la Sandraie, que siempre había tenido fama de lugar lúgubre y plagado de misterios. La condesa no regresó al lado de su marido, y Satanás hizo de ella la favorita de su harén de brujas. La tradición sostiene que se vale de la mandrágora para acechar a las gentes del lugar… Desconfiad, pues, de las mandrágoras que os encontréis en los bosques solitarios de Bretaña. Podrían raptar la luna, pueden robaros el alma…

A Barbin se le cayó el libro de las manos. Su mente acababa de hacer una alarmante cadena de asociaciones. La mandrágora, la cueva, las sospechas del marinero muerto. Madame Grinard y sus reservas.
—¡Ella!
Abandonó la biblioteca como si de un bólido se tratara. Necesitaba apretar a Alphonsine contra su pecho, protegerla, alejarla de nefastas influencias.
—¡Madame Grinard!
Presa de un sobresalto insoportable, recorrió todas las estancias de la casa. Ellas no estaban allí. ¿Cómo había podido ser tan ingenuo, por Dios? ¡El maleficio de la mandrágora!
—¡La cueva!
¿Dónde si no podrían haber ido? Barbin empezaba a calibrar en su justa proporción el peligro a que su hija se veía expuesta. ¡Demonios! ¿Cómo pudieron habérsele escapado tantos detalles?
El bosque aparecía radiante con sus más ostentosas galas veraniegas. Barbin esperaba dar con la boca de la cueva, pero la memoria le estaba jugando una mala pasada. Los bosques de Bretaña eran lugares a propósito para extraviarse.
Erraba de un lado para otro. Diez veces creyó reconocer la entrada de la caverna por entre las espesuras de los árboles. Gritó de desesperación al comprobar que sus pesquisas no estaban dando el resultado esperado. Lo dominó la angustia inexplicable de haber perdido a su hija. Sentía que una niebla de locura enturbiaba sus pensamientos. Imploró a Dios como último recurso. Aunque nunca hubiese destacado por ser un fervoroso creyente, quería aferrarse a la esperanza de que una oración expresada con sinceridad de corazón, llegaría a alguna parte.
En el último paroxismo de la desesperación, dio por fin con el lugar al que sus ansias le empujaban. No podía envanecerse de poseer unos óptimos conocimientos de botánica, pero el corazón se le aligeró al reconocer la barrera de matorral que tapaba la entrada de la cueva. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no prorrumpir en voces que pudieran delatarle al reclamar la presencia de su hija, y de esta manera se obligó a hacer uso del mayor sigilo y astucia.
Enseguida le envolvió la penumbra de los lugares escondidos en el interior de la Tierra. Su respiración se tornó acezante. Un olor pútrido, malsano, como a savia mezclada con humus cenagoso, asaltó sus fosas nasales. El miedo era una evidencia en su espíritu, pero al mismo sobrepujó el deseo de reencontrarse con su hija.
Le dio la impresión de que la cueva resultaba más extensa que la última vez que la visitara. Además había giros y revueltas en las galerías que hubiera asegurado que antes no estaban, uniendo a todo ello el hecho de que enfilaba un trayecto en marcado descenso. Ya empezaba a dudar de que se encontrara en la cueva de la anterior vez.
El olor a podredumbre y humedad vegetal se volvía cada vez más acusado, como si se estuviera adentrando en un invernadero en el interior de la Tierra. No le resultaba desconocido ese olor, y, sin explicarse el motivo, le estaba poniendo el vello de punta.
De repente, sus ojos distinguieron un halo luminoso al final de un largo corredor.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).


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