Presento a la consideración de los lectores esta nueva historia,
integrada dentro de la serie de los “Cuentos Urbanos”.
A principios de julio de 2011, fuimos mi familia y yo a pasar unos días
a Gijón, una bella ciudad costera enclavada en el Principado de Asturias,
bañada por las frías aguas del Mar Cantábrico. Quedé altamente impresionado por
las bellezas que atesora tan reputada urbe. Me llamó la atención en especial una
casa cuyo piso superior estaba en estado ruinoso, y allí empezó a germinar la
presente historia en mi cerebro.
El comienzo del otoño de 2011 fue bastante amargo para la educación
pública en general y los profesores en particular. Gracias a las consignas
arrojadas por una serie de políticos desconsiderados, mediocres y mentirosos,
hoy la profesión docente goza de muy mala prensa.
El actual contexto de la crisis económica ha revelado la inoperancia de
la clase política y ha elevado a la categoría de dogma el siguiente aserto: “La
política es el arte de bien mentir”. Se dice que no existen malas doctrinas
políticas (en esencia, todas proclaman lo mismo), sino malos gobernantes, y eso
es lo que abunda en este país, desde tiempos que van más allá del alcance de la
memoria; revísense a este respecto los Episodios Nacionales de Benito Pérez Galdós y se
encontrarán grandes similitudes entre la política española de hoy y la que
imperaba en el convulso siglo XIX. Hoy en día ya cuesta definir cuál es el
mejor sistema político: la pobreza se adueña del estado, y no hay respiro a una
situación que afecta a todos y que ha sido provocada por un hatajo de políticos
corruptos y hombres de negocios sin escrúpulos.
Esta historia pretende ser una hipótesis y un homenaje, un desahogo y
un guiño al espíritu navideño, una llamada a los más sublimes valores de la
especie humana y un mensaje de esperanza… El soñar es gratuito, y aunque los
sueños difícilmente resuelvan los conflictos de la sociedad, ¿qué color tendría
la vida sin los sueños?
Comencemos…
I.
El excéntrico Guzmán de Arteaga
El último piso del edificio del número 14 de
la calle Ezcurdia acusaba ruina. El ayuntamiento había dado varios
apercibimientos a este respecto; no podía consentirse semejante mácula en el
cuidado urbanismo de la ciudad de Gijón, y con mayor motivo considerando que la
fachada de esa vivienda miraba a lo más bello y risueño de la bahía de San
Lorenzo. Ya se había dado un accidente que por fortuna ocurrió de noche: se
había desprendido parcialmente el saledizo del balcón, propiciando una lluvia
de cascotes que cayó en la acera de lleno y en parte de la calzada.
Providencialmente, debido sobre todo a lo tardío de la hora, no hubo víctimas
humanas que lamentar.
Cuando
intentaron localizar al dueño de la vivienda, éste no daba señales de vida.
Entonces se pensó seriamente en derribar el edificio a cargo de la
municipalidad gijonesa. Sin embargo, los vecinos de los pisos bajos pusieron el
grito en el cielo, por cuanto sus viviendas no adolecían de vicios arquitectónicos
y les parecía injusto que hubieran de derribar el edificio entero por causa del
estado ruinoso del piso de arriba. Sin duda, el mismo había sido propiciado por
las múltiples goteras de los techos, las cuales jamás merecieron la atención
del anterior inquilino y habían llegado al punto de dañar seriamente toda la
estructura de la vivienda. Y para chasco no había ninguna compañía de seguros
que quisiera correr con los gastos del estropicio. No era flojo problema el que
se planteaba con la controvertida vivienda.
Entonces,
cuando nadie lo esperaba, apareció un nuevo inquilino. Aunque no destacara por
sus prendas sociales, era un personaje relativamente conocido en Gijón. Su
estatura tendía a ser baja y su complexión era de una delgadez extrema; su
rostro estaba desfigurado por unos gruesos y anticuados lentes de pinza y por
una espesa barba negra, tocada con abundantes hebras de plata. Sus prendas de
vestir ostentaban tosquedad y colores sombríos, y usaba una enorme chapela
vasca en todo lugar y momento.
Su
nombre era Guzmán de Arteaga, y su edad exacta nadie la conocía.
A
principios de la década de los 80, había brillado bastante en el campo de las
ciencias, teniendo en cuenta su juventud de entonces. De su genio inventivo
habían surgido utilidades tan anodinas como una pluma estilográfica de cinco
colores; un receptor de radio que recogía las señales de todas las emisoras del
mundo, independientemente de que fuera de día o de noche; un condensador manual
que capturaba la humedad del ambiente, transformándola en agua apta para el
consumo humano; una estación meteorológica de bolsillo, que permitía hacer
predicciones del tiempo atmosférico con vistas a una semana; una aleación
metálica inmutable a las variaciones de temperatura y de alta conductividad
eléctrica, que nunca llegó a patentar y que le hubiera reportado riqueza para
el resto de su vida… Guzmán de Arteaga llegó a aparecer hasta en los
noticiarios internacionales, y el ayuntamiento de Gijón lo prohijó, pese a no
ser oriundo de allí. Sin embargo, el joven inventor no tenía muchos anhelos
sociales y faltaba a todas las fiestas y actos institucionales a los que era
invitado al principio. Y así fue cómo él mismo se fue tejiendo la aureola de
olvido y aislamiento que lo acompañaría en años posteriores. Tres décadas
después, nadie sabía el nuevo rumbo que habrían tomado sus logros científicos.
Para ganarse la vida, impartía clases de matemáticas, física y mecánica en el colegio
de La Salle, ubicado en el filo norteño del emblemático barrio de Cimavilla.
Tan
pronto en el consistorio gijonés se enteraron de que el último piso de la casa
de Ezcurdia 14 volvía a estar habitado, mandaron nuevos apercibimientos al nuevo
inquilino para que acometiera las obras de reforma, cuya necesidad tan
apremiante se volvía de día en día. Guzmán de Arteaga les aseguró que no había
nada de lo que preocuparse; en el lapso de unos días, los técnicos municipales
podrían comprobar por sus propios ojos que la ruina del inmueble se había
paliado.
Cuando
los referidos peritos fueron a cursar su inspección, se quedaron de una pieza.
Aparentemente no se habían practicado obras de reforma en el piso: el trozo de
balcón seguía desventrado, los tabiques igual de roñosos y las temibles goteras
aún se apreciaban en el techo.
-Señor
de Arteaga, la vivienda sigue acusando ruina –dictaminó uno de los peritos.
-No,
señor, la ruina se volvió rígida
–objetó el aludido.
-¿A
qué se refiere con eso?
-Yo
le preguntaría a ustedes: ¿cuál es el peligro que comportan las ruinas?
-Pues
que sigan avanzando hasta un extremo irreversible, produciéndose
desprendimientos y por consiguiente daños a personas y mobiliario urbano.
-Pues
bien, yo he conseguido inhibir el estado de ruina de este piso. Las grietas no
avanzarán más, las goteras no calarán y el saledizo del balcón no terminará por
desprenderse; además he rodeado este último con una barandilla apropiada.
Pueden efectuar todas las pruebas de resistencia de materiales que estimen
oportunas.
Los
peritos no acertaban a creérselo. Realizaron un concienzudo estudio, y la
conclusión del mismo no pudo por menos de dejarles atónitos: los materiales del
piso habían asumido la tenacidad del acero, sin que por ello resultaran ser más
pesados. El día estaba lluvioso, y, pese al feo aspecto de las goteras, el agua
no penetraba en el interior de la vivienda.
-¿Cómo
canastos lo ha conseguido?
Guzmán
de Arteaga emitió una sutil sonrisa de conejo, y preguntó a su vez a los
técnicos:
-Entonces
¿concluyen que mi hogar ya no representa ningún peligro para la ciudadanía?
-Justo
es admitirlo –repuso uno de los peritos-, pero nos gustaría saber cómo lo ha
logrado.
-No,
señores. El método aún no lo he patentado. Lo que importa es que los
requerimientos que se me han exigido están perfectamente cumplidos.
De
esta manera, Guzmán de Arteaga se convirtió en el más célebre vecino de los
barrios viejos de Gijón.
Por
otra parte, era un hombre que, pese a no tener serios problemas para
relacionarse con sus semejantes, propendía a la introspección y el
distanciamiento. Su trato era cortés y apacible; cuando hablaba con alguien,
siempre miraba a los ojos de su interlocutor, y éste se llevaba muy buena
impresión de su cordura y su hablar pausado, sintético, lleno de matices y
expresiones que se apartaban de las estrictamente coloquiales. En suma, era un
hombre que caía bien a todos los que entraban en trato con él.
En
el Colegio “La Salle” no se prodigaba mucho por la sala de profesores. Se
pasaba las horas muertas en su aula-laboratorio, cuyos amplios ventanales
miraban a la cúspide del parque de Cimavilla (conocido como el Cerro de Santa
Catalina), rematada por el airoso monumento de Eduardo Chillida intitulado
“Elogio del horizonte”, una indescifrable epítome de paredes curvilíneas de
hormigón, que semejaban una inmensa caracola con la cual recolectar los sonidos
y las brisas del mar.
El
colegio contaba con un antiguo palomar, que le vino muy de perlas a Guzmán de
Arteaga para cultivar otra de sus más predilectas aficiones: la colombofilia...
Sabía que las palomas se orientaban por medio de las líneas del campo magnético
terrestre, y teniéndolas en cuenta existía la posibilidad de fijar los
recorridos de las palomas mensajeras. De hecho, Guzmán de Arteaga era el único
en Gijón que cultivaba esta interesante afición. La directiva del colegio no le
puso ningún reparo a este respecto, ya que, pese al mal olor que en ocasiones suscitaba
la palomina, el palomar podía ser utilizado con fines educativos y en
celebraciones escolares tan señaladas como el “Día de la Paz”. Con todo y con
eso, Guzmán de Arteaga velaba porque allí reinasen unas adecuadas condiciones
de higiene y salubridad.
Pese
a todas sus rarezas, caía bien a la mayoría de los alumnos del colegio; los
adolescentes tienden a identificarse con aquéllos que se apartan de las normas
establecidas sin su consentimiento. Y había una alumna en particular que le
profesaba algo muy parecido a la devoción.
Su
nombre era Irene Vegas, tenía diecisiete años y era alumna de primero de
bachillerato de ciencias. Sus cabellos eran pura seda oscura, tersos como una noche
de novilunio. Sus ojos, coronados por bellísimas arcadas de cejas, seguían la
uniformidad del color azabache. Sus labios eran algo gruesos y de textura
frutal, prestos a convertirse en un relicario de besos. En su barbilla había
una leve hendidura hereditaria, que en absoluto la afeaba. Su estatura no
pasaba por ser destacable, pero el conjunto de su anatomía contaba con las
líneas armoniosas de un cuerpo de bailarina. Su inteligencia era vivaz y
prevenida; nunca aprendía algo sin antes someterlo a un celoso escrutinio. Por
tal motivo, Guzmán de Arteaga era el favorito de sus profesores; éste siempre
se buscaba las mañas para alimentar sólidamente la inteligencia de la muchacha.
Y tanto lo admiraba ella, que acabó rindiéndole una ciega devoción. ¿Qué importaba
la edad que él tuviera, si su espíritu era absolutamente joven? Tenía la
apariencia de un hombre, pero sus limitadas dotes sociales le conferían un halo
de exclusividad. Irene cerraba en ocasiones los ojos y se imaginaba en un
paisaje de belleza bucólica, acompañada de su profesor en todo momento; aunque
un bosque de barba encubriera sus labios, ¿habría posibilidad de imaginar lo
que nadie se hubiera atrevido a concebir? ¿Y qué pensaría él en relación a
ella?
En
el plano sentimental, Guzmán de Arteaga tenía sus pensamientos polarizados por
un recuerdo del pasado. Y el recuerdo tenía un nombre de fisonomía oculta tras
un velo neblinoso. En su vida sólo había amado a una mujer, cuyo nombre fue
Ederita; y decimos fue por la
sencilla razón de que había muerto.
Se
trataba de una compañera que había tenido en la universidad, quien, a cuenta
de su belleza de porcelana, contaba con las predilecciones de sus compañeros
del sexo opuesto. La timidez de que hacía gala Guzmán de Arteaga jamás le
había permitido mantener un diálogo abierto y fluido con la adorable Ederita.
Ella era el centro de todas las fiestas y reuniones juveniles que amenizaban el
final de la década de los años 70 del pasado siglo. Ederita marcó huella por lo
enconado de la tristeza que aquejó al mundo universitario en que se
desenvolvía, el día que se supo que estaba afectada de leucemia en un estadio
avanzado. De repente dejó de ir a la Escuela de Ingenieros Industriales de
Madrid; había regresado a su Zaragoza natal para iniciar la desesperada lucha
contra la enfermedad. Después de un tiempo, Guzmán de Arteaga veía las rosas
que había en los jardines del arranque de la calle Vitrubio, y recordaba verlas
deshojarse delante de sus ojos el día que corrió por toda la escuela la noticia
de la muerte de Ederita. La vida experimentó un cambio rotundo para él,
cobrando apariencia de sueño. Ederita estaba impresa en su retina toda vez que
pensaba en ella. Quizá hubiera existido la posibilidad de que en algún lugar y
en algún momento hubiese sido su amada, pero lo cierto era que jamás procuraría
casarse, por fidelidad a lo que la joven le hizo sentir mientras estuvo viva.
Pocos
en Gijón sabían de su cuita por causa de Ederita. Algunos mentaban haberle
visto hablar a solas mientras caminaba por el paseo marítimo. Y en otra
ocasión, ya muy tarde en la madrugada, lo vieron bailar los jardineros en el
entonces despejado Parque de Isabel la Católica. Tales hablillas llegaron a
oídos del padre Ampelio López, director del colegio de La Salle. Como le
tuviera cogida gran simpatía a Guzmán de Arteaga, no pensó mal del peculiar
profesor, por cuanto éste desempeñaba su labor con ejemplar entusiasmo y
dedicación; y, sea como fuere, los alumnos de Guzmán de Arteaga salían del
colegio muy bien preparados en las materias de ciencias.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).
Fotografías del autor.