martes, 21 de septiembre de 2010

A José Antonio Labordeta


¿Te acuerdas, amigo? Era una mañana de un tibio otoño de hace siete años. Arrastrabas tu melancolía en tu escaño solitario del Congreso. Abriste tu correo electrónico. Tus ojos de hierro fundido soltaron un brillo de estupefacción; tu encanecido bigote de morsa osciló como el carrizo de la ribera. Habías recibido una invitación para hacer el Camino de Santiago a treinta años vista. Otro hubiera pensado que se trataba de un sarcasmo, pero rápidamente te diste cuenta de que la sinceridad se traslucía en las palabras que tus ojos de sabiduría iban leyendo. “Me temo que para dentro de treinta años la agenda esté muy vacía”, respondiste al remitente desconocido.

Y volvió a escribirte contándote tus andanzas y las suyas. Era hermosa la recreación de Balouta, aquel pueblo perdido de la Sierra de los Ancares. Intercambiabais impresiones. Tu amigo recordaba tus propias vivencias, te ensalzaba las magnificencias del ramal del AVE hasta Zaragoza, y tú decías que mientras el tren no acabara aplastado por una dolina la cosa no pintaba mal. Y hablasteis de turismo de cielos. Te dijo tu amigo que La Mancha era una tierra áspera como la propia melancolía, pero que sus cielos albergaban rebaños de nubes y doradas calimas otoñales. Le preguntaste: “¿Por qué me escribes a diario?”, y te respondió: “Porque soy como el coronel que no tiene quien le escriba”. Te envidiaba; envidiaba tu vida, tu arte, tu profesión, tu lucha, tu gracejo, tu talento y hasta tu recuerdo de los trianones de Versalles. Te decía que quería ser gallo en la veleta, viento achubascado, almena en el castillo, presencia que se confunde en la lejanía del camino, hasta la flor que suspira por el relente en los cármenes del Albaicín. “Estás tan loco como el paria de tu tierra”, respondiste con una sonrisa. ¿Y qué es la locura? La locura es la fuente de cuyo caño nace la alegría y el buen sabor de la vida. “Querido amigo desconocido, un texto como el tuyo me anima a seguir en la vida combativa, aunque uno con los años pierde las utopías y el deseo de volver a levantarse ante las continuas derrotas”. Y tu amigo desconocido sintió una bola en el pecho y llegó el silencio de sus penas y de su trabajo. El dolor que iba apagando el rescoldo de la juventud.

Cuando quiso volver a contactarte, ya se habían ido los buenos y quedaban los guapos, como cantaras en tu despedida a la vida pública. Tu correo se había perdido en la sombra de tu crepúsculo. El aragonés es melancólico por la dureza de la tierra que lo vio nacer… “Aqueras montañas”… Cuando la cima se corona, aguarda la bajada.

No lo convertiste en un secreto, sino en una razón de humor. Si la hoja del roble se volvía roja y tenía que caer, ¿por qué tu vida no había de ser como la hoja del roble? Era verde en su origen y se volvió hermosa al enrojecer. Cuando el río la arrastró, dejó en su puesto una flor, una guitarra y una mochila de andar por los caminos.

Amigo nuestro, amigo mío, que nunca se borren las huellas que sembraste en la tierra por ti cantada.

Descansa en paz.

Tu fidelísimo amigo,

El jardinero de las nubes.