viernes, 29 de enero de 2010

Mi padre (IV): Simbiosis


Llegó al hospital con sólo un cuarenta por ciento de oxigenación en sangre. Tenía los pulmones encharcados y las radiografías no podían revelar si había algo maligno que crecía allí dentro. Había que esperar, mis rezos no podían cesar. Mi madre y yo pasamos a verlo en la camilla de urgencias. Le habían puesto la mascarilla de oxígeno. Si no fuera tan dramática la situación, me hubiera dado por reír: mi padre parecía un elefantito con su trompa de plástico y sus ojos saltones.

Mi madre no supo controlar su emoción, sin ser consciente de que en la vida se presentan ocasiones en las que es mejor morderse la lengua para no causar daño ajeno.

-¡Cuántas veces te lo dije! ¡No fumes, no fumes!... ¡No sabemos la que te has liado!

Fue entonces cuando los ojos de mi elefantito se cuajaron de lágrimas. No podía hablar, pero corrieron arroyos por sus mejillas mal afeitadas. Yo le tomé la mano, y, asombrado de mi propia seguridad, le dije:

-Te vas a curar.

Mi madre no quiso creerlo. Empezó a hacer planes contando con lo peor. Me vi obligado a cortar el hilo de sus reflexiones.

-Va a salir de ésta. Se lo he pedido a Dios encarecidamente. Debes tener fe.

Creo que aquélla fue una de las ocasiones en que mi madre dejó de verme como un niño. Su mirada se tornó indescifrable.

-Tengo fe…

Trasladaron a mi padre a planta. Enseguida comenzaron a suministrarle antibióticos por vía intravenosa. A los pocos días, los pulmones se le aclararon, permitiendo el examen radiológico. Abordé en el pasillo al médico que lo atendía.

-Dígame, doctor, si mi padre tiene cáncer.

-No se le ve cáncer. Lo que tiene es una pulmonía como un piano.

Fue volver a la vida, pasar de las tinieblas a la más hermosa luz. El susto fue descomunal, y le sirvió de escarmiento a mi padre: prometió no volver a fumar nunca más.

Aquella quincena en el hospital nos sirvió para estrechar nuestros lazos. Paseábamos juntos por el pasillo tomados del brazo. Comentábamos los programas de televisión. Bebíamos agua hasta empanzarnos. Incluso nos permitíamos bromear con las enfermeras. Empezamos a mantener largas charlas. Nos reíamos hasta del patuco que empleaba para aliviar esfínteres. A cada momento le preguntaba en plan de guasa cómo se llamaba ese dispositivo, y él algunas veces me respondía “Patuco” y otras “Patito”. Me seguía, haciendo gala de un fingido estoicismo, todas las bromas que daban amenidad a nuestra estancia en el hospital… Estábamos muertos y habíamos resucitado.

Vino aquel familiar de todos los diablos, regodeándose de verle encamado y vaticinando que no pasaría un mes sin que retomara el vicio del tabaco. Mi padre empezó a alterarse tras su mascarilla de oxígeno. Entonces hice uso de la diplomacia más exquisita para cortar esa conversación y hacer que el intruso se fuera antes de la hora. Me había llegado el tiempo de erigirme en defensor de mis padres.

Todavía no le habían dado el alta a mi padre cuando ciertos asuntos ineludibles me obligaron a ausentarme. Durante mi viaje en automóvil, me causó extrañeza no llevarle en el asiento del copiloto; acaso por eso nunca me ha gustado conducir solo. A través del teléfono supe que la cosa iba sobre ruedas; el alta ya estaba firmada y un taxi iba a llevar a mis padres a casa. En quince días había que volver al hospital para una revisión rutinaria.

Creció en mi corazón el deseo de reencontrarme con mi padre, y aquellos días de ausencia se me hicieron interminables. ¡Qué alegre me sentía el día del regreso! Ya mediaba el mes de abril, y el tiempo se volvió de veras hermoso. Los árboles de los extremos de la carretera rompían sus yemas para liberar las hojas de un verde esmeralda. La impaciencia me devoraba. Tuve que obligarme a prestar atención a las normas de tráfico.

Por fin llegué. Desde la calzada vi a mi padre sentado al sol del balcón de casa, rodeado de flores y plantas recién regadas. Atroné con el claxon toda la calle... Mi padre estaba muy delgadito. Lo estreché entre mis brazos tan pronto lo tuve delante. Yo ya era un hombre fornido, y me impactó la fragilidad de su cuerpo convaleciente. Se sentía muy cansado; sus palabras eran las justas y necesarias. Me prometí no volver a descuidar el cariño de mi padre.

-¿Ha trabajado usted en una mina? –le preguntó el neumólogo cuando fuimos a la revisión.

-No –respondió sin poder ocultar su asombro.

El neumólogo nos enseñó una radiografía en la que aparecían los pulmones de mi padre constelados de espículas blancas, parecidas a las que muestran los enfermos de silicosis. Para nuestra tranquilidad, no eran mortales y en principio se podían achacar a casi medio siglo de tabaquismo. Llevando una vida sana y acudiendo a revisiones periódicas, no debían de temerse complicaciones.

Salimos muy contentos de la consulta de neumología. Había corrido el riesgo de perder a mi padre y Dios me lo había devuelto. Era una lección que no se me iba a olvidar fácilmente.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

viernes, 22 de enero de 2010

Mi padre (III): Acercamiento



Mi padre se emocionó el día que supo que se me había dado bien el examen de ingreso en la universidad. Mi emoción por aquella escena tardaría en llegar bastantes años. Con la excusa de los estudios, me replegué más en mi mismo. Fui creciendo poco a poco, y sentí que mis padres ya comenzaban a mirarme con respeto. Aún no aceptaban mi retraída personalidad, pero me parece que empezaban a cerciorarse de que yo estaba escalando unas alturas vedadas a ellos. Yo no era más que el que siempre había sido. Sin embargo, me miraban distinto. Y querían que viviera y no malgastara mis años de juventud. En realidad, jamás supieron decirme en qué parte de mi vida hubo malgasto de mi juventud. Nunca les hablé del reducto arbolado que rodeaba los edificios de la universidad, el lugar al que me allegaba para comer en soledad (con sol, lluvia o frío), no porque mis compañeros me despreciaran, sino porque la soledad me llamaba a su encuentro.

Mi padre se enorgulleció el día que juré bandera, e incluso renovó su juramento a la patria para contar con el gozo de acompañarme. Me di cuenta de lo que me quería la víspera de mi marcha al servicio militar. Sintió el miedo de que pudieran hacerme daño. Sus lágrimas afloraron, y me dijo:

-Hijo mío, estoy acojonado, te quiero mucho.

-Tengo veinticuatro años. No me va a pasar nada –traté de consolarle.

Aunque fumara, fue el primer abrazo verdadero que le di en mucho tiempo. Oh, el otro abrazo había tenido lugar cuando yo contaba diez años. Una canción de Los Panchos (“En mi viejo San Juan”) me despertó la alarma de que algún día mi padre moriría. Aún me persiguen esos versos: “Mi cabello blanqueó./ Ya mi vida se va,/ ya la muerte me llama./ Y no quiero morir/ alejado de ti”. En ese abrazo de infancia, el cabello de mi padre ya blanqueaba y cuando tosía parecía que iba a echar los bofes… Debió haber habido más abrazos. Los abrazos de los padres son como la batería cargada que activa el valor para gozar y sufrir la vida.

Y se presentó aquella Semana Santa donde mi tristeza y los rezos por mi padre se desbordaron. Tosía convulsivamente cuando llegamos a la Aldea; se le iba el alma con cada nueva tos. Nunca había pasado: le encantaban las procesiones de Aldea, y en aquella ocasión no lograba verlas terminar. Volvía a casa con insólita premura, y todo su anhelo era recostarse en el canapé para ver si así se le calmaba la horrible disnea que padecía. Empecé a sentir temor de perderlo, lo que me impulsó a encerrarme en una constante oración interna; solía pasar muchas horas a la cabecera de su cama. No hablábamos, y él mismo, en mitad de su agonía, no podía por menos de admirarse.

-¿Qué haces aquí a todas horas?

-Simplemente quiero estar contigo.

Se hubiera asustado si le hubiera dicho que rezaba para que Dios lo salvara. Se le hubiera despertado el temor de que su hora se acercaba. Era patético ver que hasta había perdido las ganas de comer; ingerir un simple tazón de consomé se le antojaba un auténtico suplicio. Había que tomar una decisión... Lo metí en el coche y lo llevé a urgencias.

CONTINUARÁ...

Ilustración: "Abrazo", por cortesía de la pintora argentina
Sonia Salazar.

El jardinero de las nubes.

viernes, 15 de enero de 2010

Mi padre (II): Distanciamiento


Vinieron los años en los que el mundo era hostil, los tiempos en que el desprecio era mi exclusiva moneda de cambio, los días en que la soledad me impulsaba a rodearme de la concha del cangrejo ermitaño. Todos juntos sufrimos el dolor, y el día fatídico vi cómo las lágrimas afluían a los ojos de mi padre, en tanto que pontificaba con voz desgarrada el olor a rosas que emanaba el último vestigio de nuestra venerada ausencia. Pobre padre mío, no estuve mucho con él aquella noche de dolor. Otros brazos lo estrecharon consoladoramente. ¿Tan grande fue ese dolor que nos llevó a negarnos el uno al otro?

Creo que no se dio cuenta del momento en que cerré las puertas de mi habitación. Yo leía, yo estudiaba, yo hilvanaba fantasías. Pasábamos las cenas en silencio, sin apenas hablarnos, deseando por mi parte que llegara cuanto antes el momento de volver a refugiarme tras la puerta cerrada.

-Quédate conmigo un rato, ya ni siquiera te conozco -me dijo cierta noche lluviosa, y yo, sin ofrecerle ninguna explicación, volví a mi mundo de cuatro paredes y horizontes inacabables.

Pronto descubrió que su hijo no era más que un cacho de carne, sin ganas ni valor para relacionarse con la gente. Una vez, durante las vacaciones en Aldea del Rey, a pie de barra del ya extinto Casino de la Amistad, llegó a decir con la tristeza que confiere el consumo alcohólico:

-Me ha quedado un hijo muy inteligente pero muy corto. No tiene nada que ver con el carácter abierto y cariñoso que ella tenía.

Ella aún vivía en el transcurso de las navidades que pasé parapetado entre las paredes de casa. Todos salían fuera y yo me quedaba dentro. Mis ritmos de sueño, a cuenta del poco cansancio, se vieron en consecuencia alterados. Empezaron a mirarme con extrañeza. No me dijeron nada los primeros días. ¿La vida podía consistir en libros nada más? Cerca de la Nochevieja, la tristeza de mi padre reventó por fin:

-Acabo de ver al hijo de fulano. Él tiene amigos, y tú estás aquí, sin salir y haciéndote insociable. ¡Qué envidia siento del hijo de fulano!

Yo llevaba tiempo esperando esta recriminación; no me cogió de improviso, pero no pude evitar que se me humedecieran los ojos.

-Al menos no le hago daño a nadie –musité en mi descargo.

La voz de mi padre se quebró por la emoción.

-Tienes razón… No le haces daño a nadie.

Por él me atreví a salir esa noche a la calle. No llegué a la plaza del ayuntamiento. Me veían venir desde lejos, y empezaban los aullidos de las hienas. Sonaban los villancicos en las calles, provenientes del aparato de megafonía de la casa consistorial. Me di la vuelta, porque aún tenía opción a marcharme andando y no corriendo. Nunca le informé a mi padre del éxito o del fracaso de mi salida nocturna. Volví a ser lo que nadie quería que yo fuera.

Y creo que tenían razón cuando una vez me dijeron:

-Ojalá hubieras muerto en su lugar, porque tú no das cariño a nadie ni nadie te querrá.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 6 de enero de 2010

Mi padre (I): Percepción


En aquella ocasión, hace ya casi veinticuatro años, quise contarlo para que sirviera de desahogo a la tristeza que padecía mi corazón. Me remonté a cuando debía de tener tres años, y dije que recordaba a mi padre llevándome, en el asiento trasero de su bicicleta, a la orilla de cierto curso de agua. ¡Que me aspen si no le veía (como aún puedo verle) con total nitidez enarbolando una caña de pescar!

-¡Mientes, mientes, mientes! -dijo esa voz que, aunque las evidencias revelaran lo contrario, nunca perteneció a mi familia-. Tu padre ni siquiera tenía caña de pescar. Eres como él, terminas creyéndote las mentiras que inventas.

Por aquel entonces trataban de imbuirme la certeza de que parecerme a mi padre podría ser considerada un agravio monumental. Y fueron las mismas gentes que sostuvieron que mi padre había muerto por lo vicioso que era, a cuenta de su afición al vino y al tabaco.

Yo quiero recordar un viejo baúl de contrachapado verde, donde mi padre me ayudaba a guardar mis primeros juguetes (un humilde camioncito de bomberos y una pequeña guitarra de cuatro cuerdas desafinadas). Y una vez colgó en el techo globos de colores para mí. Yo no levantaba muchos centímetros del suelo, y los veía tan inalcanzables como el sol y la luna. Mis manos ocupadas en los paseos por la calle: la derecha agarrada a la mano de mi padre, y la izquierda tirando del cordel que sujetaba el camioncito de bomberos. Yo no podría asegurarlo, pero durante años mi familia refería en tono gracioso una travesura que cometí cuando aún no sabía andar: a lo que parece, me hice caca en una de las botas de mi padre, con el consiguiente trastorno para el pobre hombre cuando acertó a calzársela. Quiero reírme ahora, al imaginarme la cara que debió poner.

Creo que mientras fui pequeño le di mucha alegría; le encantaba jugar conmigo. Me daba toda su protección, y fundó en torno mío un universo lleno de bondad y cariño, en el cual él asumía el papel de un dios soberano. Le quise mucho, en tanto que prevalecía mi desconocimiento de la vida y del mundo en que vivíamos.

Cierto día mis sentidos comenzaron a avivarse, y descubrí un olor que entonces me repugnaba y hoy detesto con toda mi alma: el olor del tabaco. Un olor mefítico que me llevaba a evitar los abrazos del ser que me dio la vida. Cuando tenía seis años, mis juguetes preferidos eran las manos de mi padre. Pude lograr que la mano derecha jamás sostuviera los malhadados cigarrillos, y así fue cómo pude salvar mi juego preferido, pese al desprecio que le tributé a la mano izquierda. Si alguna vez la mano derecha se mancillaba con el roce de un apestoso cigarrillo, me pasaba varios minutos friccionándola con agua de colonia. Era un juguete versátil e incomparable. Mi imaginación le adjudicaba la imagen de un rostro sonriente cuando los dedos reposaban sobre la palma, marcada ésta por la aspereza del trabajo. Quise mucho a mi padre a través de su mano derecha, a lo largo de muchos años, incluso cuando ya había rebasado el umbral de la adolescencia.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.