domingo, 3 de marzo de 2013

Cuentos urbanos: El inventor (XIX) - El paño de lágrimas



VIII. Hay que encontrar una solución

Ningún país del mundo se mostró indiferente ante lo que estaba sucediendo en aquella ciudad costera del norte de España. El milagro de los cielos fue visto como una legitimación de lo que algunos de los miembros del pueblo habían hecho, rebelándose a los caprichosos dictados de las clases políticas. Incluso la renuente Alemania se pronunció en términos conciliadores en relación al presunto acto de terrorismo cometido en el interior de la Universidad Laboral. Forzoso era admitir que España era una nación cuya economía se sustentaba principalmente en el sector agrícola-ganadero, sin el necesario tejido industrial para equipararse a las grandes potencias europeas. España era un pueblo pobre pero sublime; bien lo habían demostrado las clases populares en la apacible ciudad portuaria de Gijón.

Al otro lado del océano, los pueblos iberoamericanos contemplaban con visible emoción el heroísmo de una nación hermana, culminado por un milagro que sería recordado en el transcurso de los siglos. Incluso Estados Unidos, tras las consiguientes prevenciones en materia de seguridad, veía el suceso a través de un prisma de aprobación popular. Hubo concentraciones nocturnas, con velas encendidas inclusive, para rendir homenaje a un pueblo que soñaba con ver cumplidas sus esperanzas de ver superada algún día la cruenta recesión económica que llevaba años padeciendo.

Desde el gobierno de España, todo esto dio mucho que hablar en el gabinete de crisis que se estableció al efecto. Era necesario hacer algo: castigar o exculpar. La ley era taxativa y mandaba castigar; pero el pueblo se merecía que la ley actuara a su favor y no viceversa. ¿Eran legítimos los alzamientos de Cimavilla y de la Universidad Laboral? El apoyo internacional, por las noticias que llegaban, se pronunciaba a favor de esto último.

Tales eran los informes que Arsenio Corchado enviaba a Barrientos desde las dependencias de Radiotelevisión. Pero los mismos no servían para levantarle el ánimo. La melancolía se apoderaba de su ser como la desolación que queda tras las llamas de un incendio. Se sentía muy solo, y por eso concibió la idea de hacer una llamada telefónica a la doctora Canales, sin duda la mejor amiga que le quedaba en el mundo, su confidente, el paño de lágrimas que siempre le había proporcionado el consuelo de la amistad desde que las desgracias de la vida se cebaran en él.

No lo pensó más. Buscó un rincón discreto en el Patio Corintio y marcó el número de ella en su móvil.

—María de la Encina…

—¡Diego!

Una voz afectuosa le acogió al otro lado de la línea.

—Ya no puedo más, María de la Encina.

—Todas las personas, en todos los lugares de la Tierra, hablan de lo que habéis hecho y de lo que se ha producido en el barrio de Cimavilla a inspiración vuestra. Sois unos héroes. Y lo que ha pasado en el cielo, ¡maldita sea si lo entiendo!, ha contribuido a inclinar la opinión pública a vuestro favor.

—María de la Encina, no me quedan energías… Siento que han muerto mis ideales.

—Eso es señal de que has alcanzado una meta muy alta, y tu espíritu reclama el reposo.

—No me quedan ya razones para seguir adelante —subrayó con los ojos húmedos—. Ni siquiera me preocupa ir a la cárcel.

—No sé si iréis a la cárcel, pero desde luego eso no iba a sentar bien a la opinión pública. Y en los tiempos tan difíciles que corren, no es prudente indisponerse con el pueblo.

—María de la Encina, me siento muy solo. Mi pasado es una cadena que me está ahogando.

—Querido Diego, cuando se tienen mis años y se ha pasado por todas las pruebas que yo he conocido, se termina descubriendo que la soledad no está tan mal después de todo. La soledad se puede tornar una poderosa arma creativa.

En el cielo ya se apreciaban las coloraciones declinantes de la tarde. El aire estaba fresco, pese a portar infinidad de haces de sol. Todo podía ser distinto aunque la mentalidad que imperaba en el mundo lo condenara a seguir pareciendo igual. Los brazos de Barrientos estaban muy cansados, y sus pies apenas si podían sostenerle.

—María de la Encina, voy a entregarme.

—¿Sabes, Diego, que te comprendo?

—Ya no me quedan víveres para alimentar a los peces gordos de Educación. Son peores de lo que nos imaginábamos, y sólo podríamos vencerlos a costa de hacernos peores que ellos.

—Querido Diego…

—Mi vida está cumplida, María de la Encina. El mundo podrá arrebatarme la victoria, pero jamás permitiré que me quite la dignidad.

Poco a poco se iba despojando de su costra de melancolía.

—Diego, ¿lo entenderán los otros compañeros —preguntó ella.

—Se lo diré. Y además les diré que yo asumo todo el peso de la responsabilidad que les corresponde por lo que hemos hecho. Iré a entregarme al coronel Bertin, mi antiguo superior. Estará deseando echarme el guante y hacerme pagar el bochorno que le hice pasar en Bosnia. Me da igual lo que piensen. Es importante sentirse satisfecho con uno mismo.

La doctora Canales tenía los ojos pesados por las lágrimas. Se encontraba en su solitaria morada de Madrid. Nunca se termina de aprender, y la lección de Barrientos había calado hondo en su interior.

—Diego, si hubiera llegado a tener un hijo, me hubiera agradado que fuera como tú. Me siento orgullosa de ti.

—Gracias, María de la Encina. Tener una madre es lo mejor que le puede pasar a un hombre. Ahora me despido de ti. No sé cuánto tiempo pasará hasta que nos volvamos a encontrar.

—Querido mío…

—Adiós, María de la Encina.

 Barrientos cortó la llamada. Gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas. Desdichado el héroe que no haya conocido el tesoro de las lágrimas.

CONTINUARÁ…

Julián Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).