viernes, 30 de julio de 2010

Mi padre (XXI): Sepelio


La tarde del entierro comenzó mal. Los de pompas fúnebres propiciaron un retraso que me hizo temer anticipadamente las iras del entonces cura-párroco de Aldea. Yo no quería agrios cruces de palabras ni enfrentamientos en la misa por el sufragio del alma de mi padre. Me mostré humilde y contrito con el cura, él aparentemente aceptó mis disculpas, pero las cosas siguieron por malos derroteros. Dio una misa de papagayo, ausente de todo sentimiento, a una velocidad de vértigo. Me arrodillé en el banco y me olvidé del oficio religioso. Detrás de mí escuchaba las respiraciones de mis parientes espurios. Los reflejos de la hermosa tarde de cielo despejado se tamizaban a través de los vitrales, y fue lo más alentador del oficio fúnebre, el guiño de Dios más allá de los muros de la vieja parroquia. Yo ya lo tenía aprendido a lo largo de los años: una parroquia que expulsaba a sus hijos y dejaba impasible que Dios se le colara por entre las rodillas; una parroquia del mucho aparentar y destacar y del poco sentir. Una vez creí que podría encontrar allí mi sitio, pero ahora, estando mi padre de cuerpo presente, me di cuenta de que yo no podría volver allí ni esperar ser bien recibido. También recordé el entierro de ella, en una tarde no tan hermosa como la presente, una tarde en la que los cielos se deshacían en lluvias copiosas y nubarrones prietos.

El oficio terminó. El cura tomó las de Villadiego sin tener la atención de despedirse de nosotros. Los escasos familiares (excepción hecha de los espurios) nos pusimos delante del ara del altar para recibir el pésame de los asistentes a la misa, lo que vulgarmente se conoce allí como “dar la cabezá”. A mí, y estoy seguro de que mi padre opinaría lo mismo, me sobrada toda esa ceremonia en la que la sinceridad brillaba por su ausencia.

El cortejo que acompañó al cementerio fue muy escaso. Una de mis primas me tomó del brazo y tal gesto fue un regalo tan hermoso, que algunas de mis lágrimas ausentes me distorsionaron la vista del sol poniente. Se puede decir que hasta hacía un poquito de calor, pese al mes de enero, y creo recordar el zumbido de un moscardón por entre las flores que adornaban el coche fúnebre.

Ya estaba abierta la tumba. Los albañiles tenían preparadas las maromas para bajar el féretro. Entonces volví a acordarme de ella, ahora que estaba a punto de dejar de ser la única moradora de la sepultura familiar. Y es cierto, en ninguno de esos miles de días sin su presencia había dejado yo de pensar en ella; ahora venía mi padre a buscar su acomodo en este recordar incesante. Ya no estaban, ya se habían ido. Hasta mis familiares espurios se fueron por las sendas del cementerio, una vez cumplido el absurdo protocolo social que las costumbres exigen, sin gastar palabras que no se les antojaba que merecieran la pena. Mi madre me esperaba en casa; no le gustaban los entierros; ni siquiera pudo asistir a la inhumación de ella, hacía ya tanto tiempo.

El coche alquilado por la funeraria nos conducía a casa por el camino del cementerio, teñido por los dorados arreboles del atardecer. Mis familiares espurios quedaron en la cuneta, talmente la cuneta de la vida. No hubo saludos ni gestos de reconocimiento por entrambas partes. A causa de mi madre fueron al entierro, porque las vecinas no dijeran, porque en el pueblo aún se recitaba el refrán que sostiene que es preferible la enfermedad antes que la deshonra. No pude por menos de afirmarme en la convicción de que jamás compraría la buena reputación a trueque de la mentira y la hipocresía. Si por esto se consigue el desprecio, sea bienvenido entonces, antes que consentir que el alma acabe languideciendo entre los negros tentáculos de la mentira.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

domingo, 25 de julio de 2010

Mi padre (XX): Velatorio


La mañana se presentó espléndida y apacible: el sol brillaba con resabios de primavera, y el tono azulenco de la bóveda celeste aparecía liso y diáfano, excepción hecha de las arruguitas de humo que creaban los lejanos aviones. La gente empezó a acudir con cuentagotas, obligándome a realizar esfuerzos sociales para los que mi ánimo no tenía la menor disposición. Un familiar me trajo una corbata negra para suplir la estampada que hasta ahora había llevado puesta. A lo largo de la mañana, hube de repetir varias veces los pormenores de la triste enfermedad que había consumido a mi padre. Mi mente volaba, y hubo un momento en que casi no me acordaba de aquél. Mi madre departía con los visitantes; a ella no le costaba hablar a diestra y siniestra.

Agobiado por la presión social, me puse el abrigo y salí a dar un paseo por la calle Santo Tomás de Aquino. Era la hora del recreo de los alumnos del Instituto de Enseñanza Secundaria “Hernán Pérez del Pulgar”. Se les veía felices ante el derroche de luz de la mañana. Al otro lado de la calle humeaban los hierbajos que rodeaban el helipuerto. Los viejos edificios de la Diputación Provincial y del primigenio hospital se cubrían con un aura de recuerdo. Alguna vez mi padre acudió a curarse alguna herida a este ya abandonado hospital; alguna vez vio nevar sobre estos mismos árboles. El sol que ahora refulgía sobre las viejas construcciones de antaño, debía de ser el mismo que derramara su luz cuarenta o cincuenta años atrás, cuando Ciudad Real aún tenía poco de urbe y mucho de pueblo. Tiempos de boinas de La Encartada, corrales en los patios y carros de mulas por las calles de adoquín. ¿Tanta variedad de costumbres y exteriores podía caber en el espacio de la vida de una persona? Sin duda, hay mudanzas imperceptibles en lo que nos rodea y parece cotidiano, aunque la luz del sol se nos siga antojando la misma.

Regresé al velatorio hasta la hora de comer. Nos fuimos y volvimos a primeras horas de la tarde. Aparecieron los parientes que nunca nos tuvieron aprecio ni a mi padre ni a mí, los familiares espurios, como yo les designaba para mis adentros. Habían venido por la opinión de la gente. Percibí sonrisas vulpinas, y escuché desde lejos esa voz que atribuía la muerte de mi padre a sus “muchos vicios”. Me salí fuera de la sala por no reventar de rabia. La maldad es el triste acompañamiento de la vida. No sé si por la maldad yo hubiera sido capaz de vejar la memoria de un difunto, pero la vergüenza ante el hecho de promover un escándalo estando mi padre de cuerpo presente, me tenía inmovilizado, ardiendo de furor e indignación. A veces los protocolos sociales aconsejan no entrar en pugna con los oponentes, sucumbir, en una palabra, al juego hipócrita en que se desarrollan las relaciones sociales. “El que calló venció e hizo lo que quiso”, era la frase que solía invocar mi madre en parecidas circunstancias. Y por no herirla a ella guardé las formas; si de mí hubiera dependido, habría recurrido a mis instintos más básicos y gregarios y habría mandado al demonio a esos familiares que en su fuero íntimo se regodeaban visiblemente con la muerte de mi padre… Pero si la humillación semeja una derrota, la templanza representa la victoria para aquel que teniendo motivos para enfurecerse opta por desviar la vista hacia otro lado.

A última hora de la tarde vino aquel hombre campechano que yo recordaba de una de las visitas que le hicieran a mi padre en el hospital. Aquel hombre que tras su costra de rudeza ocultaba unos descomunales sentimientos de bondad. Lo acompañaba su mujer como en la anterior ocasión. Le dio el pésame a mi madre visiblemente compungido, y acto seguido se abocó a la cristalera de la capilla ardiente, junto a la cual yo me hallaba situado en ese preciso instante. Sus ojos eran sendas esferas de lágrimas. Apoyó sus gruesas manos sobre la cristalera. Un mechón de cabello gris le rubricó la frente, salpicada de arrugas de tristeza.

-¡Te has ido ya, viejo! –murmuraba con la voz troquelada por los sollozos-. ¡Te has ido!... ¡Pobrecito viejo!

Alguna de sus lágrimas se me contagió, y sentía que en lo profundo de mi ser se deshacía un nudo de emoción. No supe cómo reaccionar. Afirmé mi espalda contra la pared. Nos estaban observando mis parientes espurios.

El hombre se acercó a mi lado, y me tomó de los hombros.

-Tu padre te tuvo viejo, y era mi amigo antes de que tú nacieras. Ahora tienes en mí un amigo.

No es fácil que esto suceda, pero en aquella ocasión una lágrima caliente y viscosa, de tan retenida, surcó mi rostro. Yo sabía que las palabras de ese hombre eran sinceras, pero, por causa de mi carácter y de mi vida entera, no sacaría provecho de las mismas. A cuenta de tantos fracasos, el sonido de la palabra “amistad” había llegado a ser para mí como campana que suena o címbalo que retiñe, empleando el poético símil del apóstol San Pablo (1 Cor 13, 1). El amigo de mi padre me había cogido en una etapa de mi vida en que ya me había hecho a ser una persona solitaria y no me inquietaba un futuro en soledad. Pero yo no era refractario a las emociones, y pocas veces he sentido una emoción tan profunda. No sé qué habrá sido de ese hombre; sé lo que ha sido de mí, y toda mi vida le agradeceré ese gesto de cariño hacia mi padre… y hacia mí de rechazo.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

sábado, 17 de julio de 2010

Mi padre (XIX): Evocación


Aún no había clareado el día cuando ya nos encontrábamos en el espacioso salón que nos asignaron en el tanatorio de Ciudad Real. Estábamos solos; la gente todavía no había empezado a venir. Mi madre se recostó en uno de los sofás. Tomé una de las sillas tapizadas en terciopelo granate, y me acomodé frente al vidrio que confinaba la capilla ardiente. Lucían los cirios y las flores parecían empapadas de relente mañanero. Había un nudo en mi mente, que pugnaba por poner obstáculo a mis pensamientos; la vista del ataúd cerrado no me ocasionaba la turbación que hubiera sido de esperar. Pero me obligué a agilizar mis sentimientos… Recordé una apagada tarde de mayo de hacía casi veinte años. Mi padre y yo habíamos ido al Manantial de la Higuera, sito a unos dos kilómetros de Aldea, en un extenuado y matraqueante ciclomotor. Yo pilotaba. Había en las bajas nubes presagios de tormenta. Nos apeamos junto al caño de la fuente. Bebimos agua y nos dirigimos al cerro; mi padre quería coger tomillo. Las nubes empezaron a mugir con incandescente aparato eléctrico, y unas flámulas grises se desgajaron de sus panzas roturadas. “Vámonos, papá. Va a romper a llover”, le dije mientras le veía agachado al pie de una retama en flor. “Mamá quiere tomillo para los guisos”, me respondió impertérrito. Por la dirección de Puertollano, los nubarrones repartían los primeros fustazos de luz sobre los cordales de la distante sierra. El aire tenía un picante regusto a ozono, que activaba la deleitosa fragancia de la tierra húmeda. “¡Vámonos, papá! Va a empezar a tronar”, insistí. Mi padre se incorporó, y sus ojos me flecharon a través de un abanico de tomillo; en su otra mano portaba la navaja. “¿Tienes miedo?”, me preguntó. Mi mirada estaba fija en la hoja de la navaja. “Tengo miedo a lo desconocido”, respondí con pavor manifiesto. Mi padre anudó el manojo de tomillo con una tomiza y cerró la navaja; me hizo una seña para que bajáramos por la ladera del cerro. Los ronquidos de las nubes se trocaron en el inconfundible bramido del trueno. “Miedo a lo desconocido -dijo mi padre-. La vida es una gran desconocida; si tienes miedo a esto, se lo tienes a la vida. Lo importante es no perder de vista el camino”. Se abrieron las compuertas del cielo. Nos cayó agua a manta mientras íbamos en el ciclomotor. Los charcos ahogaron el barro del camino, ese camino que, al decir de mi padre, era tan importante no perder de vista. Un rayo murió en la punta del campanario de la iglesia de San Jorge Mártir. Ya estábamos en las calles del pueblo, cuando aún se veían pavimentadas con adoquines de basalto. Abrimos la puerta cochera de casa, nos miramos y nos pusimos a reír a mandíbula batiente… Habíamos encontrado otra vez el camino.

Mis manos se apretaron contra el frío vidrio de la capilla ardiente. ¿Dónde estás, padre mío? ¡Regresa pronto, que he perdido el camino! Sigo teniendo miedo a lo desconocido, sigo teniendo miedo a la vida.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.

jueves, 8 de julio de 2010

Mi padre (XVIII): Consumación


Se presentó la fría madrugada de enero. Yo no sé qué sueños o pesadillas hicieron que mi descanso me agotase las energías más todavía. El dormitorio estaba encostrado de las frías tinieblas del mes de enero. El teléfono inalámbrico reposaba sobre el tablero de mi mesita. Mis convicciones religiosas me impiden creer en las apariciones marianas, pero en la agitada somnolencia vi una peña entre nubes inflamadas de tormenta. Allí estaba una dama de los tiempos de la antigua Galilea, cubierta por vaporosos velos. Me miraba. Las nubes sangraban con los relámpagos. La mujer se recubrió el rostro con su velo. La intensidad de la mirada que me dirigía carbonizaba las órbitas de sus ojos. De repente, me desperté del sueño y fui consciente de las tinieblas del dormitorio. Me encontraba lúcido y despierto. Aún no sé explicarme porqué oí una voz lejana si ya no estaba soñando. Una voz femenina que pronunciaba mi nombre con la cadencia de un fatal llamamiento, una sola vez… Yo no creía en presencias fantasmales, pero esa voz no me resultó desconocida. ¿No se parecía a la voz que yo recordaba de ella cuando aún vivía en el mundo?

Entonces arrancó la melodía del teléfono inalámbrico. Una especie de antífona electrónica que pretendía remedar la belleza de “El lago de los cisnes” de Tchaikovsky. No hacía falta responder a la llamada para saberlo. No obstante, lo hice.

-Acaba de morir –La voz de mi madre sonaba desgarrada por el llanto.

-Enseguida estoy allí –dije con la calma que nunca hubiera imaginado poseer en semejante trance.

Me vestí en un abrir y cerrar de ojos. Mi mente estaba como amordazada. Tomé el coche y conduje con movimientos sorprendentemente certeros. Las luces de la madrugada, las siluetas de los edificios a medio levantar que había antes de llegar al hospital, todo surgía en medio de la neblina de una apacible ensoñación. No queriendo profundizar en mis pensamientos, me puse a tararear la melodía de “El lago de los cisnes”… Nunca más volvería a ponerla en mi teléfono, pues siempre me recordaría la voz de la oscuridad y el anuncio de la muerte de mi padre.

Mi alma drenaba por los vacíos pasillos del hospital. Las luces estaban disminuidas a consecuencia de la madrugada. Encontré a mi madre llorando en el umbral de la habitación. Buscó fundirse en mis brazos tan pronto me detectó a su lado. Había presenciado el estertor de mi padre mientras yo escuchaba en el dormitorio aquella intrigante voz femenina.

-Intentó incorporarse con los ojos muy abiertos –me explicó-. Echó todo el aire fuera y al tocar el colchón ya estaba muerto.

-Ya está avisado el médico de guardia para certificar la defunción –nos dijo el enfermero, un hombre de cabeza rapada y mirada amable.

-Este chico me he abrazado cuando ha muerto tu padre. Se ha portado muy bien el pobre.

-Muchas gracias –le dije, sobreponiéndome a mi timidez.

-No las merece –respondió él, dándome en la espalda una amistosa palmada.

Mientras esperábamos al médico de guardia, y, aprovechando que mi madre había ido a sentarse a la sala de estar de pacientes, fui a ver a mi padre. Tenía el rostro seco y macilento. Le despuntaban los blancos cañones de su barba. La boca entreabierta dejaba ver sus carencias dentales. Pero, en resumidas cuentas, un aura de serenidad circuía su rostro desfigurado por la muerte y la enfermedad. Le toqué la frente, y acto seguido se la besé. El camino que juntos recorrimos había tocado a su fin. Apreté mis párpados con las yemas de los dedos de mi mano izquierda, y dejé que mis piernas me condujeran fuera de la habitación.

“Adiós”, fue la única palabra que sonó en mi interior. ¿Dónde estaba el llanto que hubiera sido de esperar que derramara en esa hora fatídica?

Entre las sombras del pasillo surgió la doctora de guardia. Traía la cara somnolienta. Me dio sus condolencias de un modo maquinal y rutinario. Ordenó que se le hiciera a mi padre el electroencefalograma de rigor. Cuando la muerte del paciente resultó evidente, se puso a extender el certificado de defunción, al tiempo que me pedía que viniera a recogerlo pasada media hora.

Un celador actuó de guía para conducirnos a la sala del tanatorio en medio de ese laberinto de pasillos escasamente iluminados. Una vez allí, avisé por teléfono a los de pompas fúnebres y a los familiares más cercanos, desde un punto de vista sentimental. Luego me interné solo en los pasillos del hospital para ir en busca del certificado de defunción. Me extravié. El eco de mis pisadas se ampliaba hasta los rincones más oscuros y distantes. Di varias vueltas hasta que por fin llegué a una oficina iluminada donde había tres guardias de seguridad. Les expliqué mi problema, y uno de ellos se ofreció muy amablemente a guiarme hacia el área de cuidados paliativos y posteriormente hacia la sala de tanatorio.

A mi regreso, ya me estaba esperando el empleado de pompas fúnebres. Me tomó los datos y me preguntó cómo queríamos que mi padre apareciera en el féretro: con el rostro descubierto o con la tapa colocada. Mi madre y yo fuimos unánimes: mi padre tenía el rostro muy desfigurado y no era agradable que tal fuera la última imagen que nos quedara de él, por lo que optamos por colocar la tapa al ataúd.

CONTINUARÁ…

El jardinero de las nubes.