Una
vez más, la máquina de los milagros
había funcionado a la perfección. Guzmán de Arteaga emitió un murmullo de
satisfacción. El cielo estaba poblado de los productos de su fantasía. Los del
15-M le contemplaban atónitos, pero no hacían ademán de aproximarse al
perímetro del monumento de Chillida. Aun así, uno de ellos le dijo:
–Tío,
¿toda ésta la has montado tú solito?
Una
placentera oleada de felicidad absorbió cada una de las fibras de su ser. El
fruto de toda su vida se encontraba dominando los cielos, la razón de tantas
renuncias y experiencias vitales que habían pasado por su lado sin apenas
rozarle.
–Ya
todos han visto lo que eres capaz de hacer, Guzmán de Arteaga.
Giró
la cabeza, y vio por encima de su hombro el pálido rostro del fantasma de
Ederita. Ella le contemplaba con amor delirante.
–Debiste
haberme contado, cuando tuviste oportunidad, los sueños que cruzaban por tu mente.
–Todo
lo hice demasiado tarde –confesó él–. Pero prometo que no volveré a dejar que
lo hermoso de la vida pase cerca de mí sin mover una pestaña.
–Lo
dices por esa joven, ¿verdad? –le imprecó el fantasma.
–No
tengo nada que ocultar. Estoy seguro de que a ella le encantaría ver nevar.
El
fantasma describió cinco rabiosas revoluciones en torno a él.
–No
se recuerda la última vez que nevó en Gijón –pronunció con voz cavernosa.
–Hágase
la nieve –dijo Guzmán de Arteaga, pulsando algunas de las teclas de la máquina de los milagros.
Por
el lado más oriental de la bóveda celeste, se insinuó una cierta polvareda
nacarada, que rápidamente se impregnó del oro de los rayos solares. Aquello
constituía el símbolo más atinado de la belleza de la Navidad. Al cabo de pocos
segundos, se definieron los primeros copos de nieve, pero se trataba de una
nieve especial, así lo quiso Guzmán de Arteaga; descendía copiosa a la tierra,
impulsada por un viento suave, pero no llegaba a cuajar, tan sólo a humedecer.
Cada copo de nieve era portador de una gota de luz, y al precipitarse llevaba
implícito el tintineo de una hermosa campanilla de plata. Guzmán de Arteaga
volvió a hacer patente su satisfacción con una leve sonrisa. Aquello era lo
hermoso de la vida. No le cabía la menor duda de que este espectáculo sería del
agrado de Irene, allá donde lo estuviera contemplando. ¿Y ella se figuraría que
todo se debía al ingenio de él? Guzmán de Arteaga había pasado la vida enclaustrado
para llegar a producir esa maravilla.
–Está
nevando –comentaban con entusiasmo por las calles de Gijón.
Los
aleros de los edificios se coronaban, a diferencia del suelo, con una capa de
inmaculada blancura. La nieve trae consigo los mejores sentimientos de la Navidad. España estaba
atravesando unas circunstancias difíciles, pero no hubo un solo habitante de
Gijón que en ese momento no tuviera un pensamiento amable para su vecino, un
deseo de que la felicidad acabara trasplantándose en medio de tanto desánimo y
melancolía. No había nubes desde las cuales se precipitara la nieve; parecía
como si el mismo sol arrojara los copos. Oro y blancura unidos en un apasionado
abrazo.
Guzmán
de Arteaga manipuló otro de los teclados de la
máquina de los milagros, y logró que en el monitor apareciera una imagen
amplificada de la Torre
del Reloj de la Universidad Laboral.
Allí, en el balcón, se encontraba el hombre del que últimamente hablaban todos
los medios de comunicación. Diego Barrientos, el líder de la revuelta que había
tenido lugar en la Universidad Laboral.
Guzmán de Arteaga afinó aún más la imagen. El rostro de Barrientos estaba
investido de un brillo especial. No cabía duda de que había recibido el mensaje
de la paloma mensajera; desviando la vista hacia su mano, podía apreciarse
todavía el rollito de papel. Los ojos de Barrientos denotaban que había calado
en su alma una creencia profunda. Guzmán de Arteaga sacudió la cabeza. ¡Qué
paradójico el caso! Infundiendo creencias en otros, cuando las suyas no estaban
del todo cuajadas. En algo había que creer. La presencia del fantasma de
Ederita constituía una prueba de que existían esferas incomprensibles en el
entramado del universo. Y a todo esto, ¿adónde había ido a parar Ederita?
***
En
la Plaza Mayor
reinaba un bullicio atronador. Nadie daba con las razones de lo que estaba
pasando en las alturas, pero lo cierto y verdad es que se había tomado como un
motivo de celebración. A semejanza de lo que había ocurrido en la Universidad Laboral ,
los representantes de la Corporación
Municipal habían sido autorizados por Jerónimo Ortega para
abandonar momentáneamente los rigores de su retención y poder asistir al
espectáculo de los cielos desde la Plaza
Mayor. Todos recibían la nieve con una fe y un entusiasmo que
superan todo intento de descripción.
Sebastián
Amorós no se apartaba un milímetro de la proximidad de la señora alcaldesa.
Ella no entendía lo que estaba sucediendo en el cielo, y se limitaba a dirigir
perplejas miradas en derredor. Su guardián la observaba a ella, y para su fuero
íntimo creía que estaba ante un milagro de superior calado que el que se
desarrollaba en el cielo; comprendía, no obstante, que hay milagros de los que
uno jamás se beneficia y que sólo pueden ser soñados desde la lejanía de la
soledad.
CONTINUARÁ…
Julián
Esteban Maestre Zapata (el jardinero de las nubes).