domingo, 31 de agosto de 2008

Manifiesto nocturno


Ahora, al escribir estas palabras, es una hora avanzada de la noche y necesito que se me abran las puertas de la iglesita de Aldea. Se ven las vidrieras repujadas de plata de luna, pero es un fulgor que me despierta pavor en el interior de una iglesia solitaria. Aunque no lo merezca, desearía que se estableciese ese ambiente de luz atenuada propio de la Misa del Gallo.

Gracias, ahora está mejor.

Me he sentado en el último banco de la hilera más interna, cerca de la imagen de San Antón y su guarrillo, donde se ve todo y nadie te ve. ¿Y ahora qué? ¿Está Dios aquí? Sin duda, porque su milagrosa ubicuidad le permite estar acompañando incluso a este indigno. ¿Qué le puedo decir? No se me ocurre nada, si bien Él conoce mis pensamientos y mis necesidades mucho antes de que yo se los formule. ¿Le pareceré un hijo digno? Indudablemente, su amor de Padre llega a eso y mucho más. Y yo, ¿qué me parezco a mí mismo? Indudablemente, mucho menos de lo que El piensa de mí. Es que mis pecados son un lastre inmenso en el fondo de mi alma, y no soy en apariencia de virtudes lo que algunos me quieren atribuir. Tengo mucha necesidad de perdón. Lo que me vale es que mis pecados no han trascendido las paredes que me cobijan, ni siquiera las fronteras de mi pensamiento. Pero, seamos positivos, virtudes tampoco me faltan.

Señor amado, ¿cómo estaríamos si siguiésemos solos Tú y yo, y yo no hubiera abierto la boca en este foro de la tierra añorada? Acaso nos encontrásemos en un momento de tanta paz como el que estamos pasando entre los silentes muros de esta iglesita de Aldea, por la que no dejo de suspirar. Quiero creer, sin embargo, que yo me encontraría más triste de lo que ahora me encuentro, que ya es casi nada. Seguro que no conocería a tantas gentes maravillosas como las que ahora he tenido la fortuna de conocer, y a quienes estimo, en honor de Jesús, como si fueran superiores a mí mismo (Flp 2, 3).

Yo, al principio, no quería expresar todo lo que se me viene a la cabeza como por ensalmo, pero me hiciste ver, Dios amado, que mi alma tenía que ser una cascada y no un mero hilillo de agua; por mucho caudal que tenga la cascada, jamás se agota (no habiendo sequías pertinaces, claro está), y algo similar podría ocurrir con mis pensamientos. Ayúdame, Señor, porque mis defectos son muchos y sin tu auxilio me quedaré tirado en la cuneta, aunque eso es lo que tendrá que suceder algún día: el jardinero no puede ser eterno; las nubes nunca han necesitado jardinero, y bien pueden prescindir de mis cuidados en lo sucesivo.

El sueño me asedia. Realmente estoy muy cansado, y desde que soy el jardinero las siestas han terminado para mí y las noches se han hecho muy cortas. Pero más allá de estas palabras hay voces que me necesitan tanto como yo las necesito a ellas. Esto nunca me había pasado: ser útil a alguien desconocido, y, en el nombre de mi señor Jesucristo, intentaré dar cumplimiento a este cometido.

Los párpados me pesan como sendos peñascos. La luz atenuada de la misa de Nochebuena va adelgazando en mi iglesita. Sueño, acude a mí.

Algún día me iré. El jardinero no es eterno. Estoy muy cansado.

El jardinero de las nubes.

viernes, 29 de agosto de 2008

El mar y los pecados ocultos



Todos pasean por la playa, y dejan entrever el mismo amor por el mar que a mí me embarga en este momento. No pensamos en las catástrofes que alberga en su seno y en los crímenes de los que es culpable. Los paseantes de playa aman su fisonomía azul y su orla de espuma; los niños le gritan sus alegrías en los alvéolos de sus olas; los ancianos dejan que les lama sus cansados tobillos... No, nadie piensa en los temporales, las mareas negras o las víctimas de su furor. El mar siempre es perdonado y amado por los que se aproximan a sus costas, haciéndose ignorancias de sus pecados ocultos.

Y pensé, Dios mío, que tu amor por tus criaturas se asemeja al sentimiento que el mar nos inspira. Por fuera somos una playa calma y soleada, y por dentro rugen las ventiscas del pecado. El pecado que no confesamos y que pensamos que de ser sabido nos apartaría de la estima de nuestros semejantes. Y ciertamente así sería en este mundo que me es ajeno, por lo que mientras mi pecado de alta mar no dañe a los que se aproximan a mis playas, es preferible y necesario que quede entre tú y yo, amado Dios. No llevemos el furor de la galerna a aquéllos que disfrutan de la bonanza. Acaso me llamen sepulcro blanqueado, pero no soy el único. Pablo de Tarso fue sincero al admitir: "Y yo sé que en mí, esto es, en mi carne, no habita el bien, porque el querer el bien está en mí, pero no el hacerlo. No hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero, eso hago. Y si hago lo que no quiero, ya no lo hago yo, sino el pecado que está en mí" (Ro 7, 18-20).

Y sí, es triste saber que adoran la playa pero desconocen los furores de mar adentro. A veces me digo: ¿y si mis labios hablaran? ¿Qué ganarían con saberlo, y qué ganaría yo con revelarlo?... A tus ojos nada te es oculto, Dios amado, y tú me miras con los mismos ojos con que un paseante de playa contempla el mar, aun cuando conozca las desgracias de que es responsable. Por eso, en presencia del mar, he pensado en la cuestión de los pecados ocultos, te he pedido una respuesta y he sentido que me decías: "Abre bien los ojos, contempla el mar y conocerás mi respuesta". Y tu respuesta ha sido mi consuelo, y he hecho mío el grito de Pablo: "¡Miserable de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte? ¡Gracias a Dios, por Jesucristo Señor nuestro! Así que, yo mismo con la mente sirvo a la ley de Dios, pero con la carne, a la ley del pecado" (Ro 7, 24).

La respuesta que era buscada, ya fue dada hace muchos siglos. Arrastraré mi miseria, cuidando de que nadie resulte dañado, y pensaré en el mar, compañero de pecado, cuando busque el consuelo de mi propio reproche. Y te veré, Dios amado, como paseante de playa, hundiendo tus pies en las espumas de mi pecadora alma, hecha océano en tu nombre.

No buscaré la perfección ni la buena opinión de mis semejantes... Sólo buscaré tu amor.

El jardinero de las nubes.

miércoles, 13 de agosto de 2008

El heroísmo de Ernesto


La historia que viene a continuación nace de mis recuerdos, los comentarios de aquellos entonces y mis propias observaciones. Pido perdón, pues, a todas las sensibilidades que acaso se vean afectadas por mis imprecisiones.

Por la esquina suroeste del cementerio de Aldea, en un rincón de paz y olvido, está la tumba de Ernesto. Con ocasión de alguna visita que le hice y a resultas de fijarme en la fotografía, sentí como si sus ojos me dijeran desde la ultratumba: "Que no me olviden, que no me olviden". Ahora es el momento de saldar esa deuda.

Ernesto era bajito y delgaducho. Tenía los cabellos de azabache, rizados como los de un cantante de coplas, y usaba gafas de montura metálica que, hay que decirlo, le favorecían bastante. Es, sin duda, el mayor héroe que he conocido en Aldea.

A finales de los ochenta, un buen día, los médicos le dijeron que sus días estaban contados, que el reloj de la muerte ya había empezado a correr para él. Entonces debió de experimentar la angustia de tener casi 40 años y haber gozado poco de la vida. Eso había que cambiarlo. A partir de ese momento, haría todo lo que en Aldea pudiera hacerse desde el punto de vista de la diversión y el esparcimiento.

Fue en la picina donde alguien me señaló a Ernesto, diciéndome: "Fíjate, no le quedará ni un año de vida". Me llamó la atención lo abultado de su vientre pese a su notoria delgadez. Siempre se metía en la picina tirándose por el trampolín pequeño. Las cosas había que disfrutarlas intensamente, incluso los baños en la picina, aunque nadara como un pato mareado. Pobrecillo, nunca se metió con nadie, no hizo más daño que el de querer disfrutar de sus últimos meses.

También tenía sus ratos de serenidad. Le gustaba sentarse al fresco por las tardes, con sus familiares y vecinos de la calle de la Vírgen. Luego, por las noches, hacía el recorrido habitual de la juventud: La Granados, Tropicana y Decibelios. Diversión, diversión, diversión.

La última vez que lo vi fue una Nochebuena. Iba a la Decibelios con el ya casi inexistente pelo constelado de espumillón y confetti. Recuerdo cómo entró por la puerta de la discoteca, casi trastabillando, rodeado de luz amarillenta y humo de cigarrillos festivos, y ya no volví a verle nunca más. Fueron sus últimas navidades. Tenía 41 años.

Entonces conocí su olvido, y me sentí triste por la facilidad con que este pueblo olvida a los héroes procedentes de la gente humilde.

Si a las calles les ponen nombres de héroes, ¡ojalá este pueblo tuviera una calle como la calle Bailén, donde está el Palacio Real! No vacilaría en ponerle el nombre de Ernesto.

Nuestra deuda está finiquitada, Ernesto. Has obtenido tus palabras de recuerdo, y alguna que otra lágrima de este solitario.

El jardinero de las nubes.

martes, 12 de agosto de 2008

La desconocida



¿Dónde te escondes tú, aquella que hacía florecer por primavera las macetas de albahaca y geranios de su balcón? En ese balcón el despejado cielo de mayo arrancaba chispas a tus cabellos, y entonces mi corazón registraba estremecimientos propios de yunque de fragua.

Tus ojos, escondidos entre las hojas de madroño del huerto aldeano de Getsemaní, cuando la época de Semana Santa. En esa circunstancia, para llegar a ti había que atravesar una guarida de chacales, y no me quedaba otra alternativa que verte de lejos en tu balcón. Allí tu mirada buscaba forma a las nubes, mucho antes de yo estableciera entre ellas mi perenne habitación.

El fresco de la noche parecía transportar el bálsamo de tu aliento, y era agradable atisbar en la azotea el sector de tu balcón, aunque el cruel polígono de las construcciones del pueblo se interpusiera en mi contemplación. Sabía que en domingo frecuentabas la iglesia, pero entonces mi timidez no me permitía acudir allí.

No crucé jamás una palabra contigo, ni llegué a averiguar tu nombre. Cuando quise volver a pasar junto a tu balcón, la soledad ya había tendido su imperio sobre los silenciosos muros de tu casa.

Te fuiste muy lejos (a Barcelona, decían), y creo que ya no has vuelto. ¡Cuántos hemos emigrado de Aldea, esperando la hora de un pacífico regreso!

Tu casa la derrumbaron para edificar otra, y nunca volvió a verse ese hermoso balcón de macetas orientado al lecho del sol.

Y ya, Dios mío, el rostro de ella se me ha desleído entre los arrullos de Leteo, pagana corriente fluvial del olvido.

¿Te basta, añorada desconocida, una gota de lluvia nacida de mis ojos, a manera de tardío homenaje?

Ya puedes imaginarte hacia dónde van mis pensamientos siempre que veo flores de geranio o albahaca.

El jardinero de las nubes.

Reproche a Dios


Esto ocurrió hará unos tres años, entre la boca del metro y el intercambiador de autobuses urbanos. En el cielo de la tarde de Madrid había cierto resabio primaveral; nos cobijaba un árbol cuyas hojas empezaban a brotar. Había una fuente que tenía atrapado el arco iris entre sus visillos de agua.

Estábamos sentados en el mismo banco. Tú comías una manzana y tenías a tus pies una mochila manchada de yeso. El sol de Perú había sido el causante de tu rostro atezado y de tus negros cabellos, barnizados por los vientos de tu tierra. Estábamos los dos solos. Terminaste tu manzana, y observé que no fuiste capaz de arrojar su corazón a la papelera. Seguí la dirección de tu mirada, y descubrí a una pareja que enseñaba a andar a una niña que era una ricura.

Te levantaste del banco y les preguntaste la edad de ese angelito.

-Tiene año y medio -respondió el padre.

-La misma edad que tiene la mía -dijiste con la voz y los ojos húmedos de emoción-. Tuve que venirme aquí cuando mi mujer estaba embarazada. No conozco a mi hija en persona.

La niña y sus padres siguieron su camino, sin hacerte caso aparente, hacia la fuente de cuyo surtidor había desaparecido el arco iris.

No volviste a sentarte en el banco. Tenías la mirada prendida en la niña, creyendo que era tu niña del otro lado del océano, la misma niña que estaría bebiendo la leche que tú le procurabas con tu sacrificado trabajo en esta tierra de falsas promisiones. Finalmente aplastaste en tu encallecida mano el corazón de la manzana, y lo arrojaste a la papelera. Luego te vi alejarte con los hombros abatidos y la mochila manchada de yeso. En ese momento, apenas doblaste la esquina, se encendieron las luces del alumbrado público, que trataban de usurpar la belleza del arco iris fugitivo que ambos habíamos contemplado.

¿Querrás creerte que se lo reproché a Dios? ¿Cómo tenía entrañas para tener a un padre apartado de su hija pequeñita? ¿Qué podíamos hacer? Dios mío, me hubiera gustado que me dijeras si entonces había posibilidad de hacer algo...

Seguro que ya les habrás reunido. Seguro que la niña ya beberá la leche que su mamá y su papá le compran juntos en el supermercado de la esquina; seguro que ya irá al colegio y sabrá pintar el arco iris que su papá y yo vimos en la fuente, sentados en el mismo banco, esa tarde del Madrid que se abría a la primavera.

Si todo esto es cierto, Dios amado, olvida el reproche que te hice.

El jardinero de las nubes.

Flor del pasado


Oh flor del camino, pasé por tu lado y mis ojos del color de la noche te ignoraron. Escóndeme de su presencia, floresta sombría; arroyo cargado de felices murmullos, no le dejes que descubra una sola de mis huellas.

Los cielos me traen su triste misiva: no busques en el presente la oportunidad que te negaron las arenas del pasado. Tú la viste crecer y no fuiste capaz de acariciar uno de sus pétalos cuando aún era el momento. ¿Crees que ahora tus manos sarmentosas pueden reclamar un derecho que perdiste en las nieblas de tu juventud? Por eso dejarás que los árboles y las montañas pongan distancia entre esa flor y tú. Déjala que encuente su oportunidad lejos de ti.

Flor del camino, no he sido yo; me habrás confundido con una brisa del tiempo de tu juventud. Aún alzas tus pétalos presuntuosos; los cielos buscan tu oportunidad. Haz como si yo no hubiera pasado por tu margen. Acaso ha sido una fantasía nacida del frescor de la mañana. No me sigas hasta mi morada de sombras; el sol encuentra felicidad iluminando tu piel de rosa primaveral.

No ha ocurrido, no cuenta en tus recuerdos. Olvida al que ha de ser olvidado y busca metas más elevadas para tu bello corazón.

No vuelvas a invocar mi presencia; las sombras no pueden latir para ti.

Flor del camino, encuentra tu felicidad... lejos de mí.

El jardinero de las nubes.

La aldea del mar


Mi pequeña aldea del mar. El monte verde, la brisa fresca, el acantilado azul y blanco de salitre. Mi casa de piedra y el humo de la leña húmeda. Mi vieja chaqueta de cien batallas.

No camines sobre el barro de la tempestad, transeúnte que transitas por mi calle. Que sobre tu corazón se apiñen las flores de un siglo de primaveras.

El caminante desaparece tras la cresta de la loma. El cielo se viste con su camisón cobalto de atardecer.

Ya descienden los copos de nieve de la cordillera. Mueren entre los lamentos de la mar.

El caminante que se ha ido, ha regresado y camina al filo del malecón. Vieja barca manteniéndose a flote entre las olas, como los petreles empapados.

Agoniza el cielo sin estrellas. El faro del peñón esparce su rubor de esperanza sobre la mar amotinada.

El caminante ha encontrado sitio donde pernoctar en la barca que ha llegado a puerto.

Vieja aldea del mar. Yo apago también mis luces, y sueño con tu oscuridad repleta de manchas de cobalto.

El jardinero de las nubes.

El guitarrista en los campos


Allí me lo encontré, tocando la guitarra en la hondura del valle. Yo ya había cumplido los veinte años, y llevaba puesta la misma chaqueta que ahora -toda raída y desabotonada- cubre la tristeza de mis carnes en este momento de escritura... Lo encontré tocando la guitarra en ese valle escondido de Aldea, que por la abundancia de olivos me gustaba llamar "El bosque de las aceitunas". Faltaba poco para el advenimiento de la primavera. Las nubes bajas, pesadas y esponjosas, soltaban con el roce del viento astillas de lluvia.

La primavera naciente me traía un soplo de tristeza, y ¡qué mal debe pintar la vida para estar cansado de la misma con sólo veinte años! Pasé entre los olivos sin mirar si había cañamones en las ramas redivivas. Entonces fue cuando noté cómo los acordes de la guitarra reverberaban en las rampas calizas del valle. Pasarían muchos años antes de que reconociera esa nostálgica melodía: se trataba del "Concertino para guitarra y orquesta" del madrileño Salvador Bacarisse, compositor que sufrió el destierro en Francia tras la Guerra Civil… Música del destierro para cantar el amor de una patria perdida.

¿Dónde está el guitarrista?, me pregunté yo, el guitarrista que ha enmudecido el canto de la avutarda y le ha robado el susurro a la brisa del olivar. Está escondido y toca para la soledad desde su propio sentimiento de soledad. Una música que expresa toda ella la añoranza del hogar perdido.

El bosque de las aceitunas está apartado de Aldea. Allí Cristo daría las tres voces y no le oirían. La figura del guitarrista apareció al pie de una encina; frente a él había una charca de agua llovediza. Aunque su aspecto melenudo desentonaba totalmente con el mío más convencional, tenía una mirada cenagosa que me recordaba a mi propia mirada. Nunca lo había visto antes por el pueblo.

No paró de acariciar las cuerdas de su guitarra aunque vio que me acercaba; parecía ignorarme. Yo tenía veinte años, y normalmente no me acercaba a la gente. Y tampoco hablaba con facilidad, y en esa ocasión tampoco lo hice. Simplemente dejé que mi vista y mi oído camparan a sus anchas.

El guitarrista terminó su interpretación, y entonces reparó en mí. Tenía la cara peluda y tostada por el sol.

-No es mi pueblo -dijo con una voz que parecía asimismo accionada por cuerdas de guitarra.

-Aunque sea mi pueblo, tampoco pertenezco a él -repuse yo, y me quedé atónito, porque jamás me hubiera imaginado capaz de completar una sola frase.

-Pero es mi guitarra -prosiguió el guitarrista-. Es mi cielo, mis nubes, mis colores y mis vientos. Irán conmigo adonde yo vaya.

Un viento de plata sacudió el olivar. El guitarrista bajó su mirada e incoó una nueva pieza musical. El cielo amenazaba convertir las astillas de lluvia en chuzos de punta. Las cuerdas tremolaron. Años después reconocería que ésa era la música de Francisco Tárrega, titulada "Recuerdos de la Alhambra".

Volví atrás, y me fui del bosque de las aceitunas. La luz huía de la tarde nubosa. Tenía veinte años, y esperaba tener otros veinte años para que la guitarra rescatara acordes de alegría.

Aldea está lejos del bosque de las aceitunas. Y ahora la guitarra está lejos de mí.

El jardinero de las nubes.

Esperanza


Hubo un tiempo en que yo te perseguía por todo el filo de la tierra. Te amaba, y entonces dejaba mi ventana abierta y cruzaba mis brazos, tumbado en la banqueta de mis horas solitarias, para atrapar el hálito de la brisa de primavera que me susurraba tus ternezas al oído. Te buscaba bajo los arcos de las iglesias, y te perseguía por los arenales que la tormenta oscurecía. Mi corazón se rendía a los incesantes latidos que le provocabas. En las cimas y en los valles se auguraba tu presencia. Tus perlas lucían blancas y tus ojos capturaban las estrellas del firmamento. El silencio me traía tu mensaje: "Algún día tu soledad terminará. Sentirás mi abrazo por todo el filo de la tierra". Te hacías llamar "Vida", pero yo te llamaba "Ilusión" y "Esperanza".

Hice de mi vida un borrador, y cierto día descubrí con horror que se había agotado el tiempo que me fue concedido para pasar a limpio dicho borrador. Dejé que mis brazos se abatieran, y mis ojos buscaron la mirada del suelo. Las nubes encubrieron el verdor de los paisajes por los que otrora te buscara. Los latidos de nuestra alborada se fueron pausando. La ilusión que me inspiraste se redujo a añicos, cual frágil cristal de Bohemia.

Ahora eras tú quien me buscaba, y yo ya no quería darme a encontrar.

Empezaste a coquetear conmigo, y ya no encontraste brasas en mi corazón; el hielo de los palacios de invierno desplegaba por sus ámbitos un cortejo de sombras de quietud. Me viste arrellanado en un trono de nieve, y colocaste tus manos sobre mis rodillas. "Yo no he envejecido, me dijiste, no he renunciado a tus persecuciones, no he sentido que tu sangre se enfriara. Debí agarrarte con mis brazos cuando tú me tendías los tuyos. ¿Por qué ya no me amas?"

Mis labios no dieron respuesta a tus palabras. Sólo te regalé una lágrima, el último vestigio de mi juventud, y tu presencia se esfumó como una cortina de lluvia.

Me hubiera gustado decirte que mi corazón todavía late como un reloj agonizante, que mi amor se ha conservado en el hielo del ocaso de mi vida. Abriré por la vez postrera mi ventana, y le suplicaré a la primavera para que con sus alas de incienso te traiga a mi encuentro.

Te seguiré llamando "Esperanza".

El jardinero de las nubes.

La marquesa de Villasante (un relato de terror)


Tome buena nota de lo que voy a contar, que no es otra cosa que la causa de mi actual infortunio:

Ocurrió en el lluvioso noviembre de 2006, en la tranquila y acogedora ciudad de Albacete. La madrugada estaba muy avanzada, y los cielos se veían tupidos de lluvia y tinieblas. Yo paseaba por la céntrica calle de Tesifonte Gallego. El viento enlutado transportaba a mi olfato fragancias de hojarasca y tierra mojada desde el cercano parque de Abelardo Sánchez. No se veía gente por las calles, y los automóviles pasaban con cuentagotas.

Llegado que hube a la confluencia con la calle Mayor, torcí a la derecha y enfilé la misma hasta el número 58, donde actualmente se levantan las modernas instalaciones de la Delegación Provincial de la Consejería de Industria de Castilla-La Mancha.

Medio siglo atrás, en esta misma dirección había un palacete que era conocido en la ciudad como "la casa de los fantasmas". Era propiedad de una misteriosa mujer perteneciente a la alta nobleza: Margarita Ruiz de Lihory y de La Bastida (1888-1968), marquesa de Villasante, baronesa de Alcahalí, duquesa de Valdeáguilas y vizcondesa de la Mosquera. Una mujer extraña y peculiar donde las hubiera: la primera estudiante de Derecho en España, modelo de pasarela, espía, miembro de los servicios secretos españoles durante la Guerra Civil, la primera mujer corresponsal de guerra del mundo y una de las primeras féminas que manejaba automóvil en España. También fue una amante impetuosa, que causó no pocos quebraderos de cabeza a Manuel Aznar, abuelo del ex-presidente José María Aznar, y que sedujo a Miguel Primo de Rivera, aparte de ser amiga personal del general Franco. Se casó con Richard Shelly, un empresario irlandés con el que concibió cuatro hijos: José María, Juan, Luis y Margot.

El palacete del número 58 de la calle Mayor cobró mala fama por las actividades ocultistas que se rumoreaba la marquesa prácticaba en los sótanos de dicho inmueble: tenebrosas ceremonias satánicas, muros con extraños símbolos, habitaciones forradas con telas rojas, animales despellejados colgados de garfios y otros en el interior de ollas con abominables mejunjes, cabezas y calaveras de perros por doquier... En esos reinos subterráneos pasaba sus horas Margarita Ruiz de Lihory.

Las cosas fueron más lejos: la marquesa llegó a tener recogidos en su palacete a dos miembros del Schutzstaefel (las SS alemanas) escapados de los juicios de Nüremberg. Años más tarde se supo que eran dos médicos que adquieron gran fama por realizar investigaciones con cobayas humanos en los campos de exterminio nazis. Eran los doctores Schmidt y Framrenberg. Tenían apariencia albina, y en el Albacete de hace medio siglo se ganaron una siniestra fama por caminar por las calles de madrugada, enfundados en unos inquietantes trajes blancos. Luego se supo que en los sótanos del palacete llevaban a cabo experimentos destinados a desarrollar armas bacteriológicas.

Sea como fuere, Margot Shelly, la hija de la marquesa, falleció en 1954 a causa de una enfermedad desconocida, acaso atribuida a los experimentos de los perversos doctores. Por medio de una denuncia interpuesta por Luis Shelly, otro hijo de la marquesa, el cadáver de Margot fue exhumado y se destapó un hecho horroroso: le habían seccionado la mano derecha, al igual que los globos oculares, y le habían rasurado parte del vello púbico. La mano fue encontrada en el palacete, metida dentro de una lechera de latón. A lo que parece, la marquesa quería prácticar un macabro ritual para devolver la vida a su hija, y para eso precisaba ciertas partes de su cuerpo.

Para más intríngulis, en los años setenta del pasado siglo se llegó a afirmar que los médicos nazis refugiados en el palacete no eran tales, sino unos extraterrestes procedentes de un planeta llamado Ummo, situado a 14,6 años luz de la Tierra.

Pues bien, ese palacete quedó investido de un halo de malignidad. Hablaban que estando deshabitado en épocas recientes, se veían ciertas sombras en las ventanas y que de vez en vez se escuchaban sonidos espeluznantes procedentes del interior del inmueble. Lo derribaron con los años, y edificaron un bloque de viviendas. Quienes habitaron allí tuvieron que acabar marchándose, pues muchos contraían enfermedades extrañas y eran testigos de fenómenos paranormales. Al final, la Consejería de Industria de Castilla-La Mancha se hizo cargo del edificio.

Hasta ese lugar me condujeron mis pasos, esa fría y húmeda noche de noviembre de 2006. Mi vista se clavó en los ventanales, queriendo ser testigo de lo inexplicable. Un vendaval de lluvia difuminaba los resplandores de las inmediatas farolas. La peatonal calle Mayor tenía un aspecto tétrico, cuando durante el día bullía de animación con sus múltiples tiendas y bares.

Al ver que el temporal arreciaba, di la vuelta a mis pasos y por propio impulso me encaminé hacía el Pasaje de Lodares, que comunica la calle Mayor con la calle del Tinte.

Asombrosamente, los portalones aparecían abiertos a esas horas intempestivas. Me metí dentro sin vacilar. Es un sitio agradable, de gruesas columnas de piedra lustrosa, tiendas de lencería de estampa decimonónica, bonitos faroles y balcones adornados con plantas trepadoras. La lluvia no llegaba allí porque el pasaje está techado con una hermosa y extensa claraboya de vidrios emplomados. El recinto me trae a la memoria el encanto de la Galleria Vittorio Enmanuele II de Milán y el de la Galleria Umberto I de Nápoles.

La lluvia crepitaba en la claraboya del techo. Me senté al resguardo de dos columnas, esperando a que escampara. Durante el día, el Pasaje de Lodares es uno de los rincones más encantadores que conozco. Pero ahora, con la escasez de luz, movía a escalofríos. Mis ojos se posaron involuntariamente en las gárgolas que cubrían los muros a intervalos regulares; eran sobrecogedoras, como diablos recién escapados de los infiernos. Tanto era el pánico que su vista me generaba, que decidí marcharme de allí, pese a las inclemencias atmosféricas.

De repente, cuando me dirigía hacia el portalón de la calle Mayor, me di de manos a boca con una presencia que me dejó la respiración en suspenso... Se trataba de una mujer embozada con una capa de otros tiempos, una mujer de porte cimbreño, cuyos ojos fulguraban con un resplandor verde que se diría ultraterreno.

Conseguí reaccionar, y volví sobre mis pasos para salir por el portalón de la calle del Tinte. Pero hete aquí que vi a dos hombres vestidos con unos trajes de un blanco chillón. Tenían la piel de tono albino y sus ojos acusaban destellos rojizos.

Me detuve en el promedio del pasaje. El terror me sacudía el alma. Observé con espanto que tanto la mujer como los hombres acudían a mi encuentro; se deslizaban sin hacer ruido sobre las losas del suelo. Sentí mi frente perlada por un sudor gélido... Ya los tenía aquí mismo.

De súbito, sobrevino un apagón y me sentí rodeado por la más absoluta oscuridad. Noté que mi cuerpo me fallaba, y antes de caer desmayado solté el grito más agudo que jamás ha salido por mis labios. Luego mis pensamientos se vieron amordazados por las sombras...

Me encontraron a la mañana siguiente tumbado en las losas del Pasaje de Lodares. Me habían amputado los brazos y las piernas; por eso necesito del auxilio de usted para escribir estos hechos. Los muñones aparecieron perfectamente cauterizados y vendados, como si un médico experto me hubiera asistido. ¡Oh, el terror de la noche me visitó!

Y fíjese, poco después, leyendo un número atrasado de "La Tribuna de Albacete", me enteré de que esa misma mañana, en el cementerio de Albacete, había aparecido abierto y desocupado el nicho que acogía los restos de Margarita Ruiz de Lihory, la enigmática marquesa de Villasante.

El jardinero de las nubes.

El hermano Catalino y las noches veraniegas del Cine "San Antonio"


Ah, hermano Catalino, yendo por la calle Sierra con su carrillo cargado de gaseosas y refrescos carbonatados. Sus cabellos planchados hacia atrás, bien remojados, negros como ala de cuervo. Su gesto serio pero jamás avinagrado; su especialidad eran los refrescos, no el vinagre. No le oí en vida muchas palabras, pero siempre nos cruzábamos el saludo de Dios. Los neumáticos de su carrillo trepidaron en los adoquines de aquella Aldea todavía no alquitranada, y perdieron su dibujo por tantos servicios ininterrumpidos.

Un día le llovió encima un turbión traicionero, y maldijo a las nubes por despeinarle sus cabellos colocados con tiralíneas.

¡Qué bien organizaba la intendencia en el veraniego cine San Antonio! El día que tocaba película de Manolo Escobar hacía incontables viajes entre el cine y el almacén, transportando refrescos y cervezas "Calatrava", pues esa noche el aforo sería completo, y es que nuestro pueblo siempre ha sido muy gustoso de los gorgoritos del cantante almeriense, aunque en los descansos sonase la rayada cinta de Dire Straits; si las butacas faltaban no pasaba nada, ya que siempre había cajas de cerveza donde asentar posaderas. Otros aforos famosos fueron en la segunda parte de la película "Jesús de Nazareth" (duró hasta las dos de la mañana, con dos descansos), en 1983, y en "La misión", en 1987.

Catalino estaba siempre allí, sentado al lado de la puerta de arcaica madera del tenderete (a través de sus mal clavadas junturas se deslizaba una débil luz de bombilla polvorienta), tras el cual había un habitáculo que servía de mingitorio, cuyas blancas cales amarilleaban de tanto chorro de orina cervecera. Catalino contaba muy despacio las monedas rubias y niqueladas de entonces, cuando te tenía que dar cambio, aunque hubiera una cola de gente de aquí te espero delante del mostrador... Ese mostrador de acero inoxidable que guardaba en sus entrañas las mercancías de Catalino, entreveradas de verdugones de hielo calzadeño.

Y de aquí, desde el noble Catalino, parte al homenaje al Cine San Antonio, aquél que por techo tenía la Vía Láctea y el suelo era de cascajo, con cáscaras de pipas fosilizadas y aromas porcinos que recordaban su dedicación invernal como acomodo de cerdos. El cine de películas cortadas, cuya maquinaria era orquestada con gran acierto por parte del hermano del actual primer edil. Ay, esas butacas de acero pintadas de verde persiana, que no fueron pensadas para las carnes doloridas... San Antonio, ascendiste encima de tu techo y tu recuerdo se tornó una estrella más de la Vía Láctea.

Ya ves las cosas que me haces recordar, hermano Catalino.

El jardinero de las nubes.

La carpeta verde


La persiana se quejaba amargamente mientras la alzaba. Los rayos de luz de la mañana atravesaron densas constelaciones de motas de polvo, confiriéndoles a las mismas cierto resplandor de oro neblinoso. Y el cajón estaba allí... Tantos años olvidado, y aún permanecía allí.

El vértigo de enfrentarme a mi primera vida de escritor me hizo caer de espaldas sobre una vieja silla de asiento de enea. En el caballete del muro destellaba una telaraña polvorienta. Dentro del cajón se encontraría..., se encontraría la carpeta de escay verde.

¿Qué tenía de especial esta carpeta verde? Nada que la diferenciara de otras similares, salvo que contenía las frases que creé hacia el final de mi infancia y durante el transcurso de mi adolescencia. En todos mis paseos de búsqueda y soledad iba conmigo la carpeta verde. Si había un pájaro cuyo canto me embelesara; si había una nube con arreboles sangrantes por el atardecer; si había un sueño que anotar, una dulce mirada de jovencita que salvaguardar, una esperanza por la que suspirar; si había una receta mágica que pudiera ayudar a mantener la tristeza apartada; si el azul del cielo traía el recuerdo de un océano apartado; si las estrellas de la noche y los rayos de la luna buscaban el abrigo de una hoja de papel; si Aldea cobraba aspecto de Paraíso Terrenal; si había unos labios que pedían ser comparados a pétalos de flor, si unos cabellos de centeno maduro eran amados por los vientos, si las pieles juveniles tenían el esplendor de la fruta en los árboles; si había un verdor de hierba y un lapislázuli de piscina que proteger de los estragos del tiempo; si había algo que causara hormiguillo en el corazón... Entonces todo ello quedaba capturado en el interior de la carpeta verde, la carpeta de las verdes horas de juventud.

El cajón, de buena madera de cerezo, la había resguardado de la acción desgastadora de décadas implacables. Allí estaba la carpeta, con el mismo aspecto de antaño.

La abrí, y me topé con mis primeras historias ilustradas. Historias de una mente imberbe e idealista. Seguían borradores y cuentos pasados a limpio, el argumento de muchos de ellos ya olvidado. Luego una considerable profusión de poemas, que una vez fueran sometidos a público escarnio y, en consecuencia, yo los repudiara y abandonara injustamente. Reflexiones y hasta alguna que otra sentencia filosófica. Y sueños de amor y deseos de gloria mundana y celestial. En fin, la sangre de un muchacho que no podía ser como los demás, el embrión de sus escrituras de años posteriores.

He cogido la carpeta, y no la he vuelto a meter en el cajón. Necesito aprender algo que antes me afanaba en olvidar.

Ni siquiera he vuelto a bajar la persiana cuando me he ido de la oscura y fría habitación. El sol deseaba redimir, el polvo quería ser redimido.

El jardinero de las nubes.

Jeremy


Jeremías era su nombre, pero todos los que le conocíamos le llamábamos "Jeremy". Apareció un buen día por la universidad, con su corta estatura, sus ojos castaños, una mochila de nylon azul y un libro en el hueco del brazo. Este último objeto me llamó especialmente la atención: era muy grueso, estaba encuadernado en tela verde y se titulaba "El manantial", de Ayn Rand.

Jeremy era un chico extraño donde los hubiera..., más que yo, que ya es decir. En clase intentaba tomar apuntes, pero nunca era capaz de completar la mitad de un folio. Y había desaliento en su mirada; no parecía sino que intuía que todo aquel mundo le venía grande. Se iba a la biblioteca y no leía más que de su libro. Empezó a conocer a gente de clase, y era muy cariñoso saludándonos... Pero nunca pudo reunir el valor suficiente para saludar a Virginia García de Yébenes.

Ella era una rubita adorable, y tenía los ojos castaños como Jeremy. Su mirada rebosaba simpatía y hasta eran adorables las gafas de montura de concha que utilizaba. Era muy inteligente, y su corte sólo la formaban los portentos de la clase. Jeremy y yo quedábamos, pues, al margen de los beneficios de su amistad.

Los dos pasábamos muchos ratos en la biblioteca. Yo me peleaba con los apuntes y libros de texto, mientras que Jeremy leía indolentemente su libro. Un día le pregunté el argumento del mismo y me respondió:

-Trata sobre la historia de Howard Roark, un estudiante de arquitectura a quien le echan de la universidad por no seguir al dedillo los programas académicos. Y se enamora de una joven que no está a su alcance y ahí me he quedado...

Entonces desvió su mirada al ventanal que daba a los lujuriantes jardines del campus universitario. Sus ojos se engrandecieron. Sentada en el césped, se veía a Virginia García de Yébenes, rodeada de su corte de cerebritos presuntuosos y guaperas. Jeremy estuvo observándola un buen rato. Luego ella se fue, y Jeremy tomó su lápiz, abrió el libro por la guarda y bosquejó un retrato muy logrado. Unos cabellos etéreos y saturados de brisa, una sonrisa hecha de perlas y unos ojos relucientes tras las gafas de montura de concha.

-La has clavado -no pude por menos de comentar.

Jeremy no respondió, cerró el libro y se quedó mirando al infinito. Nunca supe lo que había detrás de esos ojos castaños, pero no resultaba difícil imaginarlo.

Jeremy se hizo muy popular entre la gente de clase. El tiempo pasaba, Dios mío, y en ningún momento fue capaz de saludar a Virginia García de Yébenes. Sabía que ella comía en la cafetería de la facultad, y se venía conmigo a comer a un sotobosque cercano. Allí nuestra cortedad encontraba refugio. Pero en los ojos de Jeremy siempre estaba marcado el deseo de volar a la cafetería y hacerse acreedor de una de las sonrisas de Virginia García de Yébenes. Cuando el deseo le apremiaba demasiado, abría el libro y se quedaba mirando el dibujo de la guarda durante largo rato. Verdaderamente, no parecía tan difícil hacerse amigo de Virginia García de Yébenes..., pero ninguno de nosotros lo consiguió. Bueno, la verdad es que yo logré hablar con ella una sola vez, y Jeremy siempre me envidió esa dicha momentánea.

Los años fueron pasando. El césped del campus seguía igual de fragante y lozano, y Virginia García de Yébenes adquirió gran notoriedad en el mundillo académico. Sus labios se los disputaban las mejores mentes de la universidad, y creo entender la manía que tenía Jeremy de acercarse a la boca húmedos pétalos de rosa. Y en medio de tal delectación cerraba sus ojos y las aletas de su nariz se desplegaban al mismo tiempo. Tardaba en abrir los ojos y un nuevo pétalo de rosa venía en sustitución del que quedaba ajado. Al cabo, cuando su ensoñación finalizaba, su mirada se empequeñecía y no le quedaba otro consuelo que contemplar el dibujo de la guarda del libro.

Como ya he dicho, los años pasaron. Virginia García de Yébenes se hizo una eminencia de matrículas de honor, en tanto que Jeremy no consiguió pasar del primer curso.

Como quiera que gastó infructuosamente sus últimas convocatorias de examen, Jeremy se vio precisado a comparacer a una prueba de gracia con tribunal. Haciendo uso de una poco convencional sangre fría, a la primera pregunta les desgranó el argumento de "El manantial" a los patriarcas y matriarcas de la facultad. Acto seguido les mostró el dibujo de la guarda del libro y les expresó su deseo de encontrar un rostro semejante en un lugar tan hermoso como el "Monadnock valley" que aparecía descrito en la novela. Como era de esperar, le suspendieron y aun le dijeron que le hacían un gran favor al ponerle de relieve la pérdida de tiempo que estaba obrando en la universidad.

Me lo encontré camino del apeadero de tren que había en el campus. Me dijo que ya no iba a volver, que le habían suspendido definitivamente, que hacía algunos años vino con sólo un libro y ahora se marchaba con el mismo libro y un hermoso retrato de Virginia García de Yébenes en la guarda. Nunca podría hablar con ella, pero a lo menos se llevaba secuestrada su sonrisa para siempre.

Y es cierto que Jeremy se fue y que con su ida la universidad perdió más que lo que él perdió. Las nubes incendiadas de sol que se veían camino del apeadero del tren, le impusieron un galardón que nunca podrían igualar una tonelada de matrículas de honor.

El jardinero de las nubes.

La poetisa de mi pueblo


¿Por qué extraño artificio tu rostro se me alza desde lo profundo de las aguas de Leteo, el río del olvido?

Hubo noches de verano como ésta, en las que el firmamento de encima de la Plaza de la Palmera era un sangriento mosaico de estrellas. Tú te sentabas junto al sardinel de tu casa, y parecía que estabas en un trono, al menos eso pensaba yo y no en términos peyorativos. La palmera despertaba las cadencias del arpa eólica, y tus ojos engafados buscaban en las mismas inspiración para tus poesías.

Cuando por un casual cruzaba la Plaza de la Palmera y te veía sentada al fresco, yo me iba por el extremo diametral. La vergüenza se me comía. "Ella escribe poesías, es como una reina. Yo no soy nada a su lado".

Todo el mundo te admiraba. Fuiste la Rosalía de Castro aldeana. Yo también leía tus poesías, y Aldea, sus paisajes, sus costumbres de antaño, su religiosidad popular, fueron alimento para mi corazón a través de tus versos.

No hablaré de ese libro que escribiste, de tu amor por Aldea, de tu amada familia, de los pájaros y las tardes de lluvia en la Plaza de la Palmera. Hablaré de lo que me hubiera gustado hablar contigo..., más de lo que realmente conseguí hablar. Lo suficiente para que me dedicases un ejemplar de tu libro, verde como las praderas de la Arcadia, lugar al que don Quijote le hubiese gustado ir para hacer profesión pastoril junto a su amada Dulcinea.

Luego, un día ya lejano, te fuiste más allá de las nubes, y la Plaza de la Palmera perdió para mí parte de su encanto y misterio. Sólo quedó la casa, y ya fue vendida.

Después de esto, volví a pasar alguna vez, en noches de verano como ésta, y al ver que no estabas, Francisca Benítez, pedí a la luna que trazara un camino de plata para la lágrima que quería deslizarse por mi mejilla.

El jardinero de las nubes.

Dibujos en la arena


Esta mañana fui temprano a la playa. Sobraban sitios para aparcar y se
veía muy poca gente sobre la arena. El cielo estaba entoldado por
nubes que casi tenían el mismo tono plomizo del mar. A lo lejos se
percibía el lento bogar de un carguero, y más lejos barcas de pesca de
bajura.

El baño fue fresco y vigorizante, como era de esperar. Dejé que la
brisa secara mi piel entumecida por el frío. El sol se insinuaba en
los lugares en los que el cerco de nubes era más liviano. Me vino al
pensamiento la noción de Dios, y el dedo gordo de mi pie derecho trazó
en la arena húmeda la figura de un pez, primitivo símbolo del
cristianismo. Me sentí reconfortado, y seguí adelante con mis
bosquejos en la arena: una cruz (moderno símbolo del cristianismo), la
silueta de una gaviota en vuelo y algunos nombres amados.

De repente se acercó una niña de unos siete años. Me preguntó qué
estaba haciendo yo. "Dibujar", respondí con simpleza. Ella estaba
jugando con las espumas de la orilla porque, me explicó, como no
estaba su papá, su abuelo no le dejaba adentrarse en el agua. Entonces
dibujó sobre la arena la figura de un sol, y yo le propuse que
escribiésemos el nombre que más significase para nosotros.

Yo escribí "Dios" y ella "Mamá". Entonces me comentó: "¿Te das cuenta?
Los dos están en el cielo.", y dirigió su manecita a las alturas cada
vez más grises. Comprendí, y la emoción me formó un nudo en la
garganta.

A todo esto, el abuelo llamó a su nieta. Se despidió muy sonriente de
mí, diciéndome que mañana haríamos nuevos dibujos en la arena.

¡Y sí, pequeña niña que echas de menos a tu madre! Mañana estaré
esperándote en el mismo lugar y dibujaremos y escribiremos en la
página en sepia de la arena, porque estos acontecimientos no se dan
fácilmente en la vida de este solitario.

Por cierto, vi cómo un anciano heptagenario borraba con saña la
palabra "Dios", mientras iba dando un paseo acompañado de su esposa.

Lo que él no sabe es que de inmediato la volví a escribir.

El jardinero de las nubes.

Dios protegió la nube


Gracias, Dios amado, por no haber disipado esa nube con la brisa vespertina. Observaste que esa alma que tenía los ojos ciegos la contemplaba... y dejaste que disfrutara con la ilusión nacida de ese resplandor dorado.

Te anda buscando, y Tú quieres dejarte encontrar por él. Haz descender tu lluvia de paz sobre el ya añejo letargo de su corazón. No permitas que sus ojos ciegos se desagüen en un mar de tristeza. Él, aunque no te lo diga con palabras, confía en Ti y desea emprender tus caminos.

Señor, dale fuerzas para resistir el sufrimiento que le sobrevendrá cuando las sombras nocturnas engullan la belleza de esa nube dorada de atardecer.

El jardinero de las nubes.

lunes, 11 de agosto de 2008

Nuestro viaje a Córdoba




Cuando quisimos aguardar a hacerlo, la arena del tiempo interpuso una barrera insalvable. Soñábamos con hacer ese viaje a Córdoba. ¿Te acuerdas cuando nos contaban que el abuelo se fue de este mundo con las ganas de llevar a su familia a visitar la Mezquita de Córdoba? La guerra le impidió realizar este deseo, y la vida me había dejado a mí solo para realizarlo.

Con el primer dinero que acopié en mi vida, hice el equipaje y puse rumbo a la capital andaluza. Mis ojos serían los tuyos, y en mi corazón sangrante iría el recuerdo de la primavera de tu corazón.

El cielo estaba azul y despejado, pero soplaban aires muy fríos y recios en el Puente Romano, por delante de la Torre de la Calahorra. Bajo sus arcos, el río Guadálquivir cabrilleaba con el sol y sus ondas se fragmentaban en rabiones de espuma junto a las orillas arboladas. Y vi que, entre caminos de vilanos, tus ausentes cabellos se llenaban asimismo del oro del sol invernal.

Dimos un paseo por los jardines del Alcázar de los Reyes Cristianos. Había rosales que bajaban al encuentro del río. Y sentí tu olor, el olor de ese agua de colonia que solías utilizar en las festividades aldeanas. Quise sentir tu abrazo, cerré mis ojos y me estrechaste con el viento que soplaba desde el otro lado del río.

Fue bonito nuestro recorrido por la Judería, por esos rincones de rejas, fachadas, patios y macetas de geranios. Sin darnos apenas cuenta, arribamos a la recoleta plazuela del Cristo de los Faroles. Tú tenías mucha fe, y una oración tuya se quedó enredada entre las flores que había al pie de la Cruz.

¡Cómo disfrutaste pataleando entre los surtidores de agua que brotaban del pavimento de la Plaza de las Tendillas! Tus risas me llegaban al oído, obligándome a sonreír a mi vez. Bonitas fuentes; seguro que no estaban en tiempos del abuelo, porque si no las hubiese recordado.

Nos cayó la noche, y te llevé a que vieras otra vez el Cristo de los Faroles. Y sentí tu silencio y las sombras con que las flores se habían arropado.

Los pájaros dejaban oír sus arpegios la mañana azul que fuimos a visitar la Mezquita-Catedral de Córdoba. La belleza circundante se salpicaba con la luz de tu rostro. Por un momento te perdí entre el bosque de columnas y arcos de herradura. Me quedé extasiado: el abuelo tenía razón cuando refería las excelencias de este recinto. Estuvimos un rato acomodados entre los asientos de madera barroca del coro del minúsculo reducto catedralicio. ¿Sería cierto que creí sentir tu mano estrechando la mía? ¿Sería cierto que lloré sin lágrimas?

Abandonamos el recinto y nos dimos una vuelta por el Patio de los Naranjos, donde las frutas semejaban en las ramas estrellas doradas. Llegamos junto a la fuente de las abluciones, y allá, en el pilón, vi tus ojos hechos de alegría. Tus ojos, que se enfrentaron a la tristeza de los míos. Tus ojos, que atraían a las palomas a beber del agua tranquila... Nunca más volví a verlos.

Así fue nuestro viaje a la patria de los Omeyas. Así ha sido mi vida desde entonces.

El jardinero de las nubes.

El verano de Yanira



En julio de 2003 el mercurio del termómetro se disparó. Comentan que fue el verano más caluroso de los últimos cincuenta años. Durante las horas de mayor insolación, no había quien parara en el interior de las casas, pues las paredes irradiaban un calor insufrible.

Harto de bregar en un mar de sudor, encontré un rincón de frescor en el parque al que yo solía ir a pasear. Un banco cercano a una fuente cantarina y bajo la frondosa copa de un pangío. Era una bendición, puesto que los pangíos expelen un gas insecticida y ese verano había especial población de moscas y mosquitos. Enfrente del banco se extendía un espacio habilitado para los juegos de los niños con toboganes, areneros, columpios y balancines... Hasta había un remedo de barco con su timón y todo, muy próximo al banco.

Yo solía ocupar ese enclave a eso de la media tarde, cuando el sol moderaba un poco sus ardientes embestidas. Me sentaba en el banco, constelado de las monedas de luz que proyectaban las ramas del pangío, y me enfrascaba en la lectura de algún libro que al efecto me trajera de casa.

Sin embargo, no tardé en descubrir que la vida es un libro de lectura más apasionante que cualquiera de los de letra impresa. Empecé a presenciar los juegos de los niños sin intenciones subversivas, por simple curiosidad.

Venía en ocasiones un grupo de niños de un campamento de verano, con sus relucientes gorras y camisetas estampadas. Podían comprarse helados y hasta hacer llamadas con teléfonos móviles. Sus padres no podían tenerlos en casa durante las vacaciones de verano, y por ello los enviaban a esos campamentos de placer. Como digo, este grupo de niños aparecía por el parque de vez en cuando.

Pero había otro grupo de niños que nunca faltaba a su cita diaria con el parque. Aparecían al punto de las seis de la tarde, con tal alharaca que enmudecían el matraqueante chirriar de las cigarras. Su aspecto no era tan esplendente como el de los otros niños. Iban acompañados por dos o tres muchachos jóvenes que tenían toda la traza de ser voluntarios de una ONG. Algunos de esos niños evidenciaban taras físicas o mentales. Eran hijos de la marginación, reunidos en un mismo centro de acogida, abandonados por unos padres que no podían cuidarlos.

Yanira era una niña traviesa y pizpireta. Llevaba los oscuros cabellos cortados en forma de tazón; sus mejillas estaban manchadas de restos de comida. Sólo tenía dos vestidos, ya de suyo muy usados: uno estampado de múltiples florecillas y el otro de color vainilla, que le venía un poquito holgado. Yanira tenía un hermano que se llamaba Florentino, y era ciego y sordomudo (como Helen Keller). Me enteré que Florentino tenía siete años y Yanira cinco.

Los niños del centro de acogida acaparaban todas las atracciones del parque. A Florentino le gustaba pasar el rato subido en lo alto de uno de los toboganes. Parecía como si el tibio sol de las últimas horas de la tarde supliera la carencia de luz que sus ojos acusaban. Yanira subía a cada nada para darle un beso y un abrazo. Pobre y dulce Yanira, con tu vestidito plagado de florecillas primaverales.

A Yanira le gustaba acercarse al barquito para manejar el timón. Desde allí comenzó a dirigirme furtivas miradas con el rabillo del ojo. Al cabo de una semana ya me sonreía, y yo aprendí a mi vez a sonreírle para que ni una nube de tristeza empañara el cielo azul de su infancia desdichada.

Recuerdo que en mitad de los juegos, uno de los voluntarios aparecía con una bolsa de gominolas y las iba repartiendo entre los niños del centro de acogida. Yanira cogía la gominola que le correspondía a su hermano, y, dando brincos de alegría, se la llevaba a lo alto del tobogán. Florentino se relamía que era un gusto verle. El rato de las golosinas era para esos niños todo un paroxismo de felicidad. Lo malo era si aparecían los del campamento de verano comiendo helados. Surgían las envidias y los agravios comparativos. Los voluntarios sólo podían encogerse de hombros cuando los niños a su cargo les pedían helados; el presupuesto que la Consejería de Bienestar Social destinaba a este efecto no daba para más.

Un día Yanira se atrevió a acercarse a mi vera, y me dijo:

-¿Por qué estás siempre solo?

Yo me sentí profundamente conmovido, registré lo profundo de mi alma y respondí:

-Porque de niño no fui niño, y ahora, de hombre, me he hecho niño.

Ella no pareció entenderme. Se fue corriendo, con su usado vestido de florecillas, al encuentro de su hermano, que parecía contemplar, aunque sin ver, las acrobacias de las golondrinas crepusculares. Cuando se fueron, Yanira encontró el momento de dirigirme una de sus sonrisas de golosina.

No volvió a acudir a mi encuentro. Se diría que la habían advertido de los peligros de aproximarse a un hombre extraño y solitario. No obstante, cuando venía a jugar con el timón del barquito, siempre encontraba ocasión de dirigirme una sonrisa de complicidad. Y yo le daba gracias al sol por arrancar destellos a sus bonitos dientes de leche.

Y aparecieron de nuevo los niños del campamento de verano comiendo helados. Surgieron otra vez las quejas y las disputas entre los del centro de acogida... y otra vez, en respuesta, los encogimientos de hombros.

Una vez en la vida sentí que debía hacerlo; una vez en la vida lo hice... Me levanté del banco y me acerqué al kiosco de helados. Pedí que me llenaran una bolsa.

Luego fui al encuentro de uno de los voluntarios, le tendí la bolsa y le dije:

-Déles un helado a estos chicos.

Las nubes del crepúsculo se llenaron de chillidos de felicidad, de sonrisas de nata y bigotes de fresa y chocolate. Sentí que el corazón se me oprimía; pensaba que no era bastante. Los adultos que allí había me miraban con extrañeza. La vergüenza me hizo empezar a alejarme del lugar a paso quedo.

Mi mirada se prendió en Yanira. Estaba con su hermano en lo alto del tobogán, comiendo ambos con delectación sus respectivos helados. Sé que si me hubiera mirado en esta ocasión, mis ojos hubieran terminado por reventar de lágrimas. Ellos eran felices. En el vestido de florecillas primaverales cayeron algunas gotas de helado.

Huí de semejante emoción, y no volví a personarme en el lugar en días sucesivos. Ya había pasado la ola de calor.

Estarás a punto de hacer tu Primera Comunión, Yanira. ¡Ojalá las florecillas de la primavera no se hayan marchitado en el fondo de tu corazón... como una vez se marchitaron en el mío!

El jardinero de las nubes.

El romance de la alberca




Diego era perseguido por sus ideas. Tuvo que buscar escondite en la cantera olvidada que había en los arrabales de aquella ciudad de cielos distantes... Y alcanzó la orilla de la alberca.

La pared daba sombra a la alberca y tenía una ventana repleta de flores de geranio. Las aguas eran verdes y estaban rizadas por las brisas del verano, y en invierno dormían bajo un manto de hojas secas. Mercedes se asomaba siempre a la ventana. Siempre veía los torturados montículos de la cantera y la silente lámina de agua llovediza. Y un día estival vio a Diego nadando entre escardillos de sol y chapoteos melancólicos.

Y Diego vio a Mercedes y sintió miedo de que le delatara a aquéllos que andaban buscándole por toda la ciudad. El miedo le hizo espantar a las ratas y a las culebras que asomaban a la vista de la alberca. Se escondió tras una retama en flor. Si no podía esconderse del sol ni del fulgor de la luna de mercurio, ¿qué poder en la tierra podría sustraerle a la mirada de Mercedes? Ella se arropó entre las sombras de sus flores..., y su corazón emprendió la ruta del amor.

Por la noche los chacales aullaban en sitios lejanos de la cantera. Diego nadaba entre las estrellas reflejadas en la alberca. Mercedes no había alertado a los desalmados de la ciudad. Sus ojos eran dos estrellas más, que se espejaban en la superficie de la alberca. Sus ojos fueron vistos por los de Diego al tibio claror de la luna estival.

Las miradas se hicieron besos y los aires de la ausencia se cerraron en apretados abrazos. Los labios se entibiaron con los besos y las lenguas practicaron el esgrima de la pasión. Mercedes vivía en la pared que daba sombra a la alberca, y Diego encontró allí un nido para su corazón. Sus piernas se enlazaban como las culebras de la alberca; sus cuerpos transpiraban escamas de sol y de luna.

A Mercedes no le gustaba bañarse en la alberca; Diego lo hacía por ver los ojos de ella confundidos entre las flores de la ventana de la pared. Entonaban las canciones de su amor como los gorriones al celebrar la llegada de la primera luz de la mañana, como la cigarra al proclamar el imperio del sol en los días de canícula. Y faltaban las palabras pero sobraban los besos. Labios de Mercedes, fuentes de la espesura florida...

Era llegado el último día del verano. Aún hacía calor. Los desalmados descubrieron a Diego nadando en la alberca. Supieron quién era; sus ideas aún flotaban por la ciudad, más allá de la cantera abandonada. Salieron las armas a relucir, y las heridas de Diego convirtieron la alberca en un campo de amapolas. Chillaron las flores de la ventana, y los desalmados huyeron como las hienas, perdiéndose tras los mellados promontorios.

La alberca se tragó el cuerpo de Diego entre ondulaciones rojas y verdes. Sólo el viento quedó para besar los hambrientos labios de Mercedes. Las ratas y las culebras amaron el cuerpo que ella había amado. Las primeras hojas cayeron de los árboles cercanos.

Y no, suspiros del invierno, Mercedes no iba a estar para recibiros con su soledad. Dejasteis el cielo sembrado de nubes negras como lápidas de cementerio. Ella se acercó a la orilla de la alberca. Negras eran las hojas que tapizaban la superficie. Un paso más y sus ojos se cerrarían creyendo sentir la mirada de los ojos ausentes de Diego... Sólo un paso más.

Llegó otra vez la primavera. Las flores de la ventana se secaron. Allí seguía esperando Mercedes, mientras las aguas se volvían verdes y las nubes se despedían del azul del cielo.

Y los vientos seguían besando sus labios. Los vientos... ¿Es que no te dabas cuenta, Mercedes?

El jardinero de las nubes.

Las flores de Cherburgo


Hacía más de un año que nadie entraba a comprar flores a su sombría tienda. Su pequeña floristería de la rue Matignon. Todas las mañanas pulverizaba las hambrientas corolas con fino aljófar de lluvia.

El mar lloraba a las nubes, y las nubes barnizaban con su llanto los adoquines del puerto de Cherburgo. Los paraguas crecían en las aceras como setas en una pradera empapada por los chubascos de marzo.

Sus flores estaban solas como la luna en el corazón de la lluvia, solas como la mariposa que revolotea en el muladar. Sus flores estaban solas porque ella se encontraba sola. El sol tenía pereza de asomar a los bajos de la rue Matignon. Callecita próxima al puerto, tan estrecha, tan solitaria. El color de los ojos de ella se había esfumado entre nubes de melancolía, como la sombra de una nube que se pierde bajo la hierba crecida en un jardín abandonado. Sus ojos estaban húmedos de la humedad de sus flores, en aquella calle oscura e ignorada de los arrabales del puerto de Cherburgo. Las lágrimas de lluvia no bastaban a alimentarlas; en aquella penumbra acabarían poniéndose mustias. Las flores se morían, y la tristeza convertiría la tienda de ella en una vaguada en otoño.

Pasó a la trastienda, y vio su guitarra de miel y naranja. Su vieja guitarra metida en la vieja funda ajedrezada de cuadros verdes y blancos. Afinó las cuerdas olvidadas, y quiso tocar una melodía de despedida para las flores que se morían en las sombras de la rue Matignon.

Las cuerdas sonaron, y la lluvia dejó de barnizar los adoquines del puerto de Cherburgo. Las nubes fueron barridas por un húmedo suspiro de la primavera. Los paraguas fueron cerrados. El sol se encaramó a las alturas de la rue Matignon para indagar la procedencia de esos dulces acordes de guitarra. El sol atravesó el polvo del viejo escaparate, y las flores se contagiaron de vida.

Ella seguía tocando la guitarra, y vinieron de todas partes a comprar las flores. En los balcones y las avenidas de Cherburgo, las flores de la rue Matignon bebieron la luz del sol, una luz que tenía sabor a música de guitarra.

Ella quedó sola en su pequeña tienda. Siguió tocando la guitarra, y enseñó a las nubes a soltar flores en lugar de lágrimas.

El jardinero de las nubes.

domingo, 10 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (X): 499 = Tzevaot (esto es, "Dios de los ejércitos"; también "ejércitos de letras")



"Si no disfrutáis de vuestra juventud, lo lamentaréis el resto de vuestra vida".

Tú le conociste: uno de los peores maestros que tuve en la escuela, fue quien pronunció estas palabras. Cometí el error de creérmelas, y sufrí lo indecible por el hecho de que mi juventud tomara cauces melancólicos. Mi camino se separó del camino del resto de los jóvenes que conocí. Recuerdo aquellos sábados con olor a colada. Miraba por la ventana, y veía sombras de jóvenes que iban en busca del divertimento del fin de semana... Yo me quedaba tras la ventana, y el fresco perfume de la colada me impulsaba al recogimiento de los libros. Así fui viviendo mis imaginarias historias de amor. Algunas veces, al atardecer, oía voces juveniles en el exterior; entonces apagaba la luz del flexo y me abocaba a la ventana para atisbar la presencia de alguna bella muchacha que me permitiera poner rostro a las heroínas de los libros... Así ocurrió, que al final mi horroroso maestro de la infancia acabó teniendo razón.

Y mi vida pasó, leyendo de claro en claro y de turbio en turbio. Había ocasiones en que el consuelo de Dios no me era bastante, y albergaba en mi alma el deseo de que se anticipara la hora de reunirme contigo. Durante muchos años, mis oraciones nocturnas concluían con el anhelo de que Dios me rescatara de esta vida y me llevara consigo... Pero Dios nunca me hizo caso en este sentido, y en no pocas ocasiones se lo reproché. No entendía por qué torcía tanto los renglones en lo tocante a mí... No fue muy agradable la vida más allá de las páginas impresas.

Buscando una huida utópica, hallé también refugio en la escritura. No fue poco lo que escribí, expresando lo que en la vida real me estaba vedado expresar. Mis cajones se llenaron de manuscritos, y, aparte de consumir mi juventud, no hice por ir en busca de lectores. Con todo y con eso, me presenté infructuosamente a algunos concursos y a algunas convocatorias de publicación de escritos, y dejé pronto de hacerme ilusiones, asumiendo la evidencia de que mi literatura no convencía a los entendidos en estas cuestiones. Entonces llegó un momento en que me cuestioné la razón de seguir edificando castillos en el aire, y sentí que menguaba mi entusiasmo de otrora. Dejé de escribir con regularidad, y fue peor que una enfermedad; era como si a un árbol le impidieran crecer de repente, como si a las olas del mar se las forzara a no romper en las mansas arenas de la playa. No me importaba tanto recuperar los momentos perdidos de mi juventud como el don literario que Dios me había dado a costa de tanto sacrificio (¿o acaso placer?). Mirándome al espejo, descubría un nudo de sombras extendiéndose por toda mi frente.

Entonces, sin yo esperarlo, las cenizas se removieron cierta madrugada de agosto de 2006. Navegando por Internet, encontré un foro de Aldea del Rey. Leí atentamente los comentarios, y me asaltaron oleadas de recuerdo... y de resentimiento. Yo amaba el paisaje de Aldea, pero el paisanaje ya era harina de otro costal. Entonces decidí probar a escribir algo yo también, con total libertad, desahogando mi alma y sin temor por quedar mal de cara a la galería. Firmé con el título de una de mis primeras novelas de juventud ("El jardinero de las nubes"), de marcado carácter autobiográfico.

Pues bien, las reacciones no se hicieron esperar. Me respondieron dando la razón a mi visión de Aldea y, además, alabando muy especialmente mi forma de escribir. A raíz de esto, me introduje en la dinámica del foro, y escribí todo lo que se me antojaba en el momento (sin medir en ocasiones el alcance de mi sinceridad). Hubo textos políticos, satíricos, de remembranza del pasado de Aldea, de contenido poético, religioso, panegíricos de héroes anónimos..., incluso me vi metido de lleno en la campaña electoral de las elecciones de mayo de 2007, apoyando de lleno al candidato que hubiera rescatado a Aldea del deterioro en que está sumida. Me sorprendí de la grata acogida que tuvieron mis escritos por gentes de muy diversa índole. Pero lo más importante de todo es que hice amigos entre mis paisanos y gentes de lejanos lugares. Pronto amplié el círculo, y tuve triunfal acogida en diversas páginas literarias en que participé.

Se podría decir, asimismo, que el magnífico pintor aldeano Feliciano Moya y yo nos dimos de la mano para caminar por los mundos de Internet, y, a través de nosotros, Aldea del Rey se hizo conocida en muchas partes del mundo físico. Aunque suene a vanidad, sería atentar contra la realidad negar que Feliciano y yo hemos sido sin pretenderlo (él con su pintura y yo con mi literatura) los abanderados de Aldea de Rey en el mundo. No buscamos reconocimiento municipal a esta certeza, pero certeza es al fin y a la postre. Hacemos lo que nos gusta y lo hacemos en completa libertad... y nada logrará hacernos cambiar en nuestros planteamientos.

Así es cómo me encuentras ahora, siendo el que siempre fui. Antes despreciado, y ahora ensalzado... Pero no por ello mis calcetines dejarán de tener agujeros; no por ello olvidaré lo que aprendí de Dios en la soledad; no por ello me iré dando ínfulas, permitiendo que el orgullo hunda sus nocivas raíces en mi interior; no por ello renunciaré a aquel muchacho que sufrió tu ausencia y que creció como quien camina por un campo de minas.

¡Soy el jardinero de las nubes! Ya me conoces mejor que cuando te tenía a la vista, ¿verdad? Y ya sabes que te quiero más de lo que nunca fui capaz de expresar.

¡Oh, Dios amado, Dios de los ejércitos! No me falles ahora, y asegúrame que todo mereció la pena y que algún día me conducirás a su presencia.

El jardinero de las nubes.

sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (IX): 345 = El Shaddai (armonía encontrada)






"El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras vivirán para siempre" (Mt 24, 35).

Acaso algún día pueda tenerte en mi mirada para siempre. Ya te dije que la casa, en otro tiempo tan animada, se volvió silenciosa en la más alta expresión de la palabra. Los visitantes se batieron en retirada, y ya no fue necesario subir demasiado las persianas. Cuando era todavía un jovencito, pude apreciar la indiferencia de las gentes que te querían; me hice mayor, y esa indiferencia se tornó desprecio. Antes que paladear estos frutos de hiel, preferí replegarme más aún en la soledad. Y, como te digo, yo ya era entonces un hombre. Un hombre con las mejores oportunidades de la vida echadas a perder; un hombre extraño que muchos esperarían ver en un psiquiátrico. Pero allá donde falló el calor humano, un libro sostuvo mi esperanza.

Entre las cosas que dejaste en tu legado, había una Biblia en rústica. Tenía las pastas verdes y las páginas amarillas, y era la bonita versión de Nácar-Colunga. Estaba nuevecita, señal de que no la habías usado demasiado. Pero, yo de ti, no me haría el menor reproche: la Biblia es el libro más publicado y uno de los menos leídos en su conjunto. Tampoco es necesario leérsela al completo para gozar de los beneficios de Dios. Yo, siendo niño, empecé a leerla muchas veces y otras tantas veces abandoné su lectura, desanimado por las enormes dimensiones del libro.

Ahora era un hombre, un hombre sumido en la tristeza y en tu recuerdo. Comencé a leer la Biblia, y me enganché... Al margen de las historias que ahí se contaban, lo que más atrajo mi atención es que veía reflejados en esas páginas todos mis estados de ánimo: encontraba alegría cuando me sentía jubiloso; melancolía cuando me sentía abatido; poesía cuando necesitaba saborear la belleza; una senda a seguir cuando me encontraba en una encrucijada de caminos; el amor cuando mi alma ansiaba amar; el valor cuando la vida me asustaba... Lo encontré todo en la palabra de Dios.

Bien es verdad que anduve preocupado la primera vez que leí el Pentateuco. Yo pensaba que si había que considerar la palabra de Dios en su sentido literal, me iba a hacer falta todo un rebaño de ovejas, algunos becerros y no poca cantidad de palomas para realizar las correspondientes ofrendas expiatorias en el Tabernáculo de la Reunión; de verdad, me causó pánico saber todo lo que era necesario llevar a cabo para el perdón de los pecados. Por fortuna, luego leí en el Nuevo Testamento que Jesús, como cordero de Dios, se sacrificó de una vez para siempre, al objeto de la expiación de los pecados de la humanidad.

Pero lo que de verdad me valió del mensaje bíblico fue ver reflejados por escrito los anhelos de mi corazón. Y me di cuenta de que, pese a que el afecto escaseara en mi entorno inmediato, podía contar con el enorme amor de Dios. Si algo no tenía solución, siempre existía un motivo para empezar de nuevo.

De este modo, la Biblia se convirtió en mi mejor libro de cabecera. Me la leí completa varias veces, y me la seguiré leyendo varias veces. Y esto ha sido causa de que posea un conocimiento muy profundo de la palabra de Dios. No es que yo esté más cerca de Dios que el resto de la gente, pero este conocimiento me ha ayudado a tirar adelante. El saberse la Biblia no es requisito imprescindible para que Dios nos ame.

Quiero decirte también que en la universidad tuve un amigo poco común. Su padre era teólogo, aunque alejado de la ortodoxia católica. Al ver mi predisposición a los textos bíblicos y mi visión tolerante de la religión, me facilitó muchos materiales que enriquecieron mi formación bíblica. Aunque al principio buscaba atraerme a su congregación, pronto descubrió mi propensión a la soledad y acabó respetando el que yo andara mi camino en soledad. No soy enemigo ni de la fe católica ni de la fe protestante. Yo creo en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo y venero el recuerdo de María... María, que aunque no forme parte de la Trinidad, amó a su Hijo y fue amada por su Hijo; lloró al pie de la Cruz, y su Hijo se la encomendó a su discípulo amado. Muchas veces me he conmovido hasta lo máximo imaginando esta escena, y es por eso que mi corazón ama a María.

Ya lo ves: cuando yo me sentía perdido, un libro me encontró. Muchos lo considerarán un ladrillo, un soberano aburrimiento, una esclavitud ideológica, una pérdida de tiempo... Sólo les diré, atendiendo a mi experiencia personal y solitaria (lejos de toda influencia externa y demás lavados de cerebro), que si desean encontrar algo, es posible que sean encontrados leyendo las páginas de ese libro mágico.

Y ese libro fue tuyo antes que mío.

El jardinero de las nubes.


Los diez números de Dios (VIII): 314 = Shaddai (equilibrio entre el desorden y la organización)







"El estilo es como las uñas: es más fácil tenerlo brillante que limpio".

Este aserto se puede aplicar al mundo del Ejército, habida cuenta de que en los desfiles y paradas militares siempre queda patente el lado más amable de la institución castrense, pero, como en todo, siempre hay distintos matices.

Tenía yo veinticuatro años cuando fui llamado a filas, tras agotar mis prórrogas por estudios. Con mis sentimientos cristianos a cuestas, hubo cosas que me chocaron realmente, mientras que otras me valieron de mucho. Permíteme que te refiera algunas.

Yo cumplí el servicio militar en un cuartel pequeño de Madrid, cuyos efectivos apenas si sumaban las cien personas. Dicho cuartel había sido azotado por el horror de los atentados de ETA, y la primera cosa que vi allí al entrar fue una enorme corona de laurel en homenaje a las víctimas caídas. Daba miedo verdadero.

Había una discreta plantilla de suboficiales chusqueros, algunos de los cuales empinaban bien el codo en horas de servicio, jugaban a los dados y en algún caso se llegó al extremo de ver una película pornográfica. Los oficiales, por su parte, no estaban más que en simplezas y en luchas intestinas e inútiles. El páter castrense obligaba a todos los soldados, fueran o no creyentes, a escuchar sus absurdos y aburridos sermones, porque de lo contrario ya lo tenías amenazando con arrestos y demás sanciones; una vez le hice un comentario bíblico y me mandó callar, aduciendo que él sabía de lo que hablaba porque estaba más cerca de Dios que yo (talmente era de esos hombres que cuela un mosquito y se traga un camello). Los responsables de la cocina cometían latrocinio, y encima tenían la desfachatez de admitirlo con soberbia delante de los soldados. En las guardias nocturnas y de fin de semana, hubo un suboficial que hacía entrar a su amante en el cuartel sin el menor recato.

Quiero hablarte de la única vez que sufrí arresto... Pese a la mala fama que tenía la mili en el aspecto de la alimentación, te puedo asegurar que en mi vida he comido mejor y con tanta abundancia. El problema era que se desaprovechaba mucho e iban a parar a la basura ingentes cantidades de alimentos. Los alimentos son sagrados, y no deberían desperdiciarse de esa forma en un mundo donde se pasa hambre. Sin ir más lejos, había pobres pidiendo en las calles que rodeaban el cuartel, y se me ocurrió llevarles a hurtadillas algunos de los alimentos que nos sobraban. ¡Qué contentos se pusieron, qué bien me sentí! Durante varios días repetí esta operación, hasta que uno de los oficiales me sorprendió con las manos en la masa (nunca mejor dicho). No atendió a los razonables argumentos que le expuse, y me arrestó cuatro días por hacer uso inapropiado del uniforme. Un compañero me dijo que los indigentes, entretanto, me andaban buscando afanosamente. Cuando me levantaron el arresto, utilicé la ventana del edificio de la lavandería para seguir con la distribución de los alimentos; allí nos encontrábamos a salvo de toda mirada indiscreta, pues la lavandería daba a un callejón angosto y solitario.

Quiero hablarte también de Harinero, un muchacho de El Toboso, apasionado por la horticultura y la ganadería. Muchos de los soldados de su promoción le gastaban bromas pesadas, y él no se arredraba; antes al contrario, hacía lo posible por zaherirles (por ejemplo, les toreaba con una manta). Por lo demás, era una persona magnífica que siempre que podía se daba un buen atracón de lectura con sus libros de horticultura.

¿Y el amigo "Vallecas"? Le aburría soberanamente hacer guardias de puerta, y siempre estaba soltando comentarios chuscos a los viandantes y piropeando a las chicas de buen ver. Había un salón de mormones cerca del cuartel, y una tarde me consultó sobre algo que pudiera decirle a los mormones, pues sabía que yo estaba muy puesto en la Biblia. "Diles que somos ovejas sin pastor", le respondí. Dicho y hecho: cuando pasaban los mormones les enjaretaba con su habla medio gangosa: "¡Somos ovejas sin pastor!". Al principio los mormones se lo creyeron, e incluso llegaron a invitarnos a pegarnos un chapuzón en su piscina; pero enseguida se dieron cuenta de la guasa del amigo Vallecas, y, cuando les venía con la cantinela, le contestaban con acento humorístico: "¡Ay, la pobre ovejita sin pastor!".

Por último, te hablaré de Alberto, el cantinero mañico. Tenía una pinta de niño que no podía con ella, aunque ya debería de haber cumplido los diecinueve años; no le hacía falta afeitarse siquiera. A mí me cogió mucho cariño, y siempre me andaba buscando para soltar una parrafada. Como tenía acceso al almacén de la cantina, en cuanto podía me invitaba a tomar un refresco y unas patatas fritas. Y me contaba que a los oficiales y suboficiales que peor nos trataban, les echaba un escupitajo en el café. Le encantaban las golosinas, y un domingo de verano esta afición le costó cara. Me lo encontré llorando en su litera, contoneándose de un lado para otro, aquejado de un terrible dolor de muelas. Llamaba a su madre en medio de su sufrimiento, pero su madre estaba a unos buenos centenares de kilómetros del cuartel. Entonces le dije que había que avisar al suboficial de guardia para que ordenara el traslado del enfermo a la policlínica. Pero Alberto se negó en redondo, pues, argumentaba, ese día el suboficial estaba en su camareta con la querida de turno, y temía que se enfadara con él por interrumpirle en mitad de sus "quehaceres". Y el dolor de muelas recrudeciéndole a cada tanto...

Tomé por mi cuenta y riesgo la decisión de advertir al suboficial sobre el estado de Alberto. Se trataba de un hombre que era conocido por sus gestos de sadismo, y nadie podía quitarme el canguelo que llevaba mientras me dirigía a la camareta de guardia. Antes de llegar allí, ya me era dable oír una serie de gemidos pasionales. Golpeé con los nudillos el marco de la puerta, los gemidos cesaron y medio minuto después me encaraba con el furioso suboficial. Sin pararme en preámbulos, le expliqué el problema de Alberto. La faz se le demudó y los ojos se le pusieron tiernos. De inmediato, me pidió que le llevara adonde estaba Alberto. Se portó dulcemente con él, y, desde luego, dispuso su traslado a la policlínica.

Yo me sentía atónito: la bondad había despuntado en un alma que se nos antojaba perversa. Pero el suboficial no hizo comentarios: regresó a paso quedo a la camareta, y poco después se reanudaba el concierto de gemidos.

Bueno, ya sabes que aun en un entorno tan hostil como un cuartel del Ejército, era posible dar salida a los sentimientos cristianos. Extraña época: me era muy fácil odiar a los que nos trataban sin respeto, pero aprendí también a ayudar y a ser ayudado... Pude encontrar orden en el caos.

Después de todo, la mili no fue una pérdida de tiempo.

El jardinero de las nubes.


Los diez números de Dios (VII): 21 = Ehyeh (seré; "ehyéh asher ehyéh", es decir, soy el que soy)







"No de de callar en tanto que no esculpa mis poesías,

encima de las tablas del corazón del mundo

para que no se borren" (Selomó ibn Gabirol).

Nueve siglos cuentan ya estos versos escritos por un autor judío de Zaragoza, y encierran por cierto una gran verdad: tal es el anhelo del poeta. Has de saber que, pese a lo que digan por ahí de mí, yo no me considero poeta, por cuanto no reconozco en mí la facultad de elaborar versos... Seré lo que sea que Dios quiera que sea.

Me di cuenta de que había crecido cuando me llegó el momento de atender a mi formación universitaria. Ya hasta me afeitaba el bozo, que crecía duro e hirsuto. Tuve que dejar la tierra donde reposabas, para explorar las innumerables calles de la urbe madrileña. Mudé los atardeceres de la Higuera por las puestas de sol en el parque del Templo de Debot. Y sí, desde las primeras veces, me declaré enamorado de las bellezas del Madrid de los Austrias. Empecé a leer como nunca antes lo había hecho, y de la lectura surgió la escritura. No frecuentaba las fiestas universitarias; prefería dedicar mis ratos libres a patear el Madrid castizo y literario. El entusiasmo que me embargaba hacia la literatura, crecía sin parar. Una vez mi desatino me llevó a la plaza de Pontejos, al lado de la famosa mercería del mismo nombre; miré todas las fachadas de en derredor, tratando de adivinar cúal sería el balcón de Juanito Santa Cruz, uno de los protagonistas de "Fortunata y Jacinta", la celebérrima novela de Benito Pérez Galdos. Yo andaba siempre al olor de los libros viejos, y frecuentaba los lugares donde sabía que los encontraría... Y no era el único que lo hacía, como te paso a contar inmediatamente.

Fue una de las épocas mágicas de mi solitaria juventud. "Violeta", así la bauticé para mi fuero íntimo. Ella no lo sabía, pero andaba mis mismos pasos: las mismas horas, los mismos lugares..., y eso en una ciudad tan enorme como el Madrid otoñal. No recuerdo si empezó a atraer mi atención en la plaza de la Cebada o en los tinglados de la Cuesta del Moyano. Se la veía tan sola como yo, pero no pareció darse cuenta de mi presencia las muchas veces que me topé con ella; llevaba los ojos como metidos para dentro. Las hojas caían de los castaños de indias del Paseo del Prado, y ella llevaba una boina parisina de color rojo y un echarpe de cachemir naranja; su falda era marrón, y calzaba botas de media caña. Me encantaban sus gafas de concha, que encerraban el azul de sus ojos. Las pecas se asentaban caprichosamente por todo su rostro, a fuer de pelirroja, y sus labios revelaban una belleza que no necesitaba realzarse con el carmín. Calculo que tendría unos tres años más que yo.

Una vez la descubrí en los jardines de Sabatini, escribiendo en un cuaderno de tapas azules. La expresión de su rostro dejaba entrever elevaciones poéticas. Estaba sola, y yo me moría por decirle que yo también estaba solo. ¡Qué envidia de los gorriones, que se acercaban a menos de un paso de ella! Creo que siguiendo de cerca a Violeta, descubrí muchas bellezas y rincones ocultos del Madrid de los Austrias. Por ella supe de la existencia de la Casa del Libro, en la Gran Vía, donde, con mis magras economías, adquirí auténticos tesoros literarios en el sótano de las ofertas. Por las noches, yo leía incansablemente, a efectos de adquirir el oportuno barniz cultural para que Violeta no me considerase un mentecato si alguno de esos días formaba conversación con ella.

Un día la vi meterse en el Ateneo de la calle Prado, y me dio vergüenza seguirla, porque se veía que aquél era un sitio principesco y nunca me sentí muy seguro con las ropas humildes que llevaba; realmente, nunca me ha abandonado la sensación de vestir ropas viejas y miserables.

Estuve un rato frente a la portada del Ateneo, esperando a que Violeta saliera, pero el aburrimiento me venció y me fui a hacer una visita a la cercana iglesia de Jesús de Medinaceli... Con el asunto de Violeta, tenía a Dios un poquito descuidado.

Durante el siguiente mes me fue imposible encontrarme con Violeta. Yo atribuía semejante circunstancia al mal tiempo, porque llovía de lo lindo. De esta suerte, me fijaba en todos los rostros que se cruzaban en mi camino, buscando ansiosamente las facciones de Violeta. Frecuentaba todos los lugares que le eran gratos. Avistaba los rostros de las personas que navegaban a bordo de las barcas del estanque del Retiro. Hasta recorrí las espesuras del jardín botánico a la espera de toparme con su grata figura tras uno de los floridos arriates. Subí en otra ocasión por la calle Génova hasta el barrio de Chamberí, donde descubrí la belleza de la iglesia de la Milagrosa. ¿Dónde estaba Violeta? No podía haber desaparecido de mi vida sin haber tenido la oportunidad de hablar con ella... Perdí la esperanza del reencuentro. Seguí mi exploración sin rumbo de los rincones del Madrid añejo. Y seguí leyendo y escribiendo sin descanso... Violeta...

Un año después, mis pasos me condujeron a la plaza de Santa Ana, con sus entrañables comercios ambulantes. Yo volvía de la calle de los Libreros, donde había comprado un texto universitario que me había costado un riñón y medio en el sitio más barato, esto es, la librería de la Felipa, y eso que la amable señora repartía caramelos para endulzar tan rotundos desembolsos. Empecé a dar paseos al acaso por los tinglados de la plaza de Santa Ana. Era una dorada tarde de otoño. Hubo un instante en que la respiración se me cortó. ¡Violeta! Su boina parisina y su echarpe inconfundibles. Más hermosa que nunca. Pero ya no iba sola: iba abrazada a un joven del que sólo recuerdo su tupé engominado. Me quedé quieto en el sitio, con el corazón encogido. Pasaron por mi lado, y Violeta ni siquiera me miró. Otra oportunidad de la vida que desaproveché. Se fueron, y no volví a verlos nunca más...

Me fui a contarles mis cuitas a los patos del estanque del Palacio de Cristal. Era otoño, y se veían ardillas correteando por las ramas de los olmos. Cogí el libro que había comprado y me puse a leer. Yo era el que era: si la vida real no me favorecía con sus placeres, yo sabría disfrutar de los placeres de la vida interior. ¡A leer todo lo que se pusiera delante de mis ojos! ¡A pasear y a no forjarme ilusiones con respecto a mis relaciones con el prójimo! Leer, leer, leer... Yo era el que era... Leer, leer, leer.

Así fue cómo se formaron las raíces literarias de mi alma. Sin ti y sin nadie más, sólo me quedaba leer como si la vida me fuera en ello. Vértigo me produce el imaginarme todo lo que habré leído en esta vida: en los años en los que aún estabas con nosotros y en tu ausencia.

Y si me preguntaran por qué fue así, yo respondería de un modo similar a como Dios respondió a Moisés en la zarza ardiente: "Porque yo era el que era".

El jardinero de las nubes.