sábado, 9 de agosto de 2008

Los diez números de Dios (IV): 31 = El ("hacia, Dios es grande"; bet-El, "casa de Dios")




"No me vengas con fantasías: al menos en esta vida, óyeme bien, en esta vida no volverás a tener noticias suyas".

Esto me espetaron cierto atardecer de primavera, caminando por una vereda flanqueada de árboles torcidos. Y yo respondí: "Eso está por verse; tengo derecho a tener mis propias ideas". Y la sonrisa condescendiente de mi interlocutor me respondió finalmente: "Tú mismo... Ya lo acabarás descubriendo... Tus sueños no son más que humo al viento".

Yo necesitaba creer y creía firmemente en el poder de la fe. Si la fe era capaz de desplazar montañas, según se contaba por ahí, también podría devolverte a nuestro lado. Nadie confiaba en tu resurrección, y para mí era la vía más factible: pensaba que era más sencillo hacer que resucitaras antes que seguir viviendo ausente de tu presencia.

Había que hacer algo, porque también decían que la fe sin obras estaba muerta. Entonces, convencido del poder de la oración, concebí el proyecto de los 10000 padrenuestros. Y fue así porque una noche de mediados de junio soñé que los rezaba delante de tu tumba y como premio a tan grandioso esfuerzo te encontraría de nuevo con vida. Tal cosa debería de ocurrir en el mes de agosto. Yo cogería mi bicicleta a comienzos de la tarde, y, en el calor de la siesta, acudiría a la tapia oriental del cementerio de Aldea... Allí me estarías esperando. Te montarías en el asiento trasero de la bicicleta, y te llevaría a casa como si tal cosa. En el entretanto, iría voceando el milagro por las calles del pueblo, alabando a Dios con toda mi mayor elocuencia... Bonito sueño, al que yo atribuí carácter de revelación.

Había que empezar con los padrenuestros, y una hermosa mañana de julio, antes de ir a la piscina, me pasé por el cementerio. Me puse a la tarea, y en una hora y media desgrané cerca de 400 padrenuestros. Valeriano, el sepulturero de aquellos entonces (a quien Dios tenga en la gloria), me miró como algo extraño. Y más todavía en los días siguientes. En cierta ocasión llegó a preguntarme: "¿Cuántos llevas rezados?" "Creo que unos tres mil", respondí dominado por la vergüenza. Empezó a correrse la voz de lo que yo estaba haciendo entre las personas que visitaban habitualmente el cementerio. Incluso alguien me dedicó unos versos. ¡Era toda una hazaña!

Pero algo extraño germinaba en mi corazón mientras soltaba como un papagayo esas ristras de padrenuestros. No me sentía satisfecho de esta forma de oración. Cuantos más padrenuestros recitaba, tanto más sentía el establecimiento de una lejanía entre Dios y yo. Mi corazón, agotado por tanta repetición, ya no estaba en la oración; sólo mis cuerdas vocales alababan a Dios. Y cada día salía más triste del cementerio. Empezaba a dudar de la existencia de un Dios que exigiera de sus criaturas rezos de papagayo; y si ese Dios existía realmente, yo prefería ignorarlo. "¿Cuántos van, muchacho?" "Casi 9000". Entonces empezó a darme el husmillo de que el Dios de mi soledad se alejaba ostensiblemente del modelo de Dios que me habían dado en el seno de la Iglesia.

Amaneció el día en el que debería de completar los 10000 padrenuestros. Valeriano rondaba tu tumba e incluso se veía más concurrencia de la habitual: se rumoreaba que ese día cumpliría por fin mi promesa. Cuando vi tu imagen en la urnilla de la lápida, el corazón se me volvió a despertar y puso como una mordaza en mis labios. ¡No más padresnuestros, por favor! Sólo 300 y la promesa estaría cumplida. Miré los cielos tan azules, las hilachas de nubes, el polvo verde en las ramas de los cipreses... y escuché el monótono estridular de las cigarras y el zureo de las palomas... y entonces fue cuando empecé a rezar de verdad, silenciosamente, con mis palabras, con mi tristeza, mis inquietudes, mi corazón a pleno funcionamiento, mi vida entera... Y fui feliz: sabía que había sido escuchado. Y el sol brilló en el mármol de tu lápida como en un espejo. "9700 y ya no voy a recitar más", le dije a Valeriano en cuanto me preguntó. Y sí, mi promesa no fue cumplida..., pero aprendí a rezar.

La tarde de agosto se presentó, y no fui a buscarte. Mi fe no facilitaría tu resurrección, pero te hizo vivir para siempre en mi corazón. Una voz me decía: "Ve a la tapia del cementerio a buscarme"; otra voz me decía: "Ve a cualquier lugar del mundo y allí me encontrarás". La casa de Dios está en cualquier parte.

Te habías ido, y yo no podía acompañarte más que en sueños. Por eso nacieron palabras de los sueños, y los sueños se tornaron nubes que yo, cual inusitado alfarero, modelaría a mi antojo. Tú sabes que fue así y asimismo no se te esconde el modo en que mi alma buscaba el alejamiento de las gentes y de la realidad. Y Dios me dio una morada en las nubes, lo más cerca que he podido estar de ti después de tu marcha.

Dos noches después, tras ver cómo se burlaban de mis sueños frustrados, hice caso de las palabras de Jesús: busqué la soledad de la habitación más apartada de casa, cerré la puerta y hablé con el Padre de los cielos y la tierra, que al orarle no gusta de repeticiones y vana palabrería y oye y ve en lo secreto y sabe nuestros requerimientos antes de que se los formulemos. Le hablé de tu ausencia. Las lágrimas no brotaron de mis ojos porque estaban agotadas, pero en la oración se hicieron torrentes que formaron meandros plateados entre los juncos de la irrealidad. Durante cuatro horas hubo un lugar en Aldea del cual dijeron que salían alaridos. Ese lugar fue tu casa... Me despedí de ti, y al mismo tiempo te di la bienvenida. Luego me quedé dormido y descansé; había aprendido mucho ese día.

Sin embargo, se me olvidaron todas las oraciones del catecismo que tuviste la paciencia de enseñarme.

El jardinero de las nubes.

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