sábado, 25 de diciembre de 2010

La cesta navideña (V): El hallazgo inesperado


Estuvo varios días en cama, postrado por una crisis nerviosa que se resistía a ceder. Pero al fin recobró el uso de su consciencia. Como entre sueños, tenía la sensación de escuchar sollozos lejanos, más allá de los tabiques. Se tocó la mejilla y la notó áspera de barba. Su estómago se quejaba imperiosamente de hambre. Se deshizo de la pesada cubierta de sábanas y mantas. Hacía frío, pues no estaba puesta la calefacción. Y aquélla no era la alcoba de matrimonio, sino la habitación de invitados. La sensación de hambre era verdaderamente insufrible.

Trastabillando, se allegó a la cocina. Su mujer y sus hijos no le dijeron nada. Tenían las faces llorosas y enrojecidas. No fue capaz de dirigirles la palabra, ni tan siquiera la mirada. La vergüenza representaba en su alma un peso demasiado abrumador. Abrió la nevera, cuyos estantes estaban inusualmente despejados, tomó una botella de leche e ingirió un buen trago. Su familia seguía sin dirigirle la palabra.

Caminó por toda la casa, y observó que las cortinas estaban corridas y las persianas a medio bajar. No había ninguna luz encendida. El mundo de afuera no podría penetrar con sus aviesas miradas en esta morada de sombras y tristeza. Ya no quedaba más que esperar a la oscuridad total.

Y los días transcurrieron entre silencios e ignorancias mutuas. Llegó Nochebuena. Desde muy temprano, José Ángel dio en vagar por las calles hasta su habitual retiro en el Parque de Santander.

Se sentó en un banco solitario, rodeado por el rumor de las fuentes ornamentales. Las primeras horas de la tarde, aunque frías, se presentaban agradablemente soleadas. Una bandada de palomas ateridas sobrevoló las alturas del estadio de Vallehermoso. Sus pensamientos se negaban a aflorar. Antes que sufrir el dolor, era preferible esa especie de atonía mental. Nadie había por los alrededores, hasta los comercios habían cerrado; quien más, quien menos estaría preparando la celebración de esa noche. El año había sido muy duro, pero la Nochebuena seguía teniendo algo mágico que merecía la pena celebrarse con todo el boato posible. ¿Por qué él no podía estar con su familia, atendiendo a los preparativos de la fiesta entre risas y caricias?

A punto estaba de derramar la primera lágrima del vencido, cuando acertó a ver algo a pocos metros de su banco, oculto entre las hojas de un arbusto esmirriado. Se puso en pie y con paso vacilante se aproximó al lugar.

Se trataba de una vulgar caja de cartón azul, con sencillos estampados de lazos rojos y campanas plateadas en cada una de sus caras; una cesta navideña, de las más humildes que había, a juzgar por su tamaño. Apenas si tenía espacio suficiente para contener una pastilla de turrón y un paquete de almendras garrapiñadas. Alguien la habría dejado olvidada allí, reputándola de ruin e indigna de las presentes celebraciones, acaso el regalo navideño de un patrón duro y exigente a su sufrido empleado.

José Ángel la tomó de su asa y apreció su notable ligereza, talmente como si se encontrase vacía. El parque estaba anormalmente solitario, y poco a poco se iban pintando las luces del atardecer. No había nadie a la vista, el cercano bar ya hacía tiempo que había echado el cierre. José Ángel volvió con la cesta a su asiento en el banco. Un automóvil recorrió el inmediato Paseo de San Francisco haciendo sonar jubilosamente su bocina. Al parecer, nadie iba a venir a reclamar la cesta. José Ángel decidió abrirla sin más ambages.

Estaba duramente precintada, y, al abrirla, los dedos de José Ángel sólo pudieron atrapar una breve esquela, concebida en los siguientes términos:



PAPÁ
VALE PARA UN MILAGRO
Todo va a salir estupendamente


Se trataba de una caligrafía infantil y angulosa, tal vez el regalo de un hijo devoto a un padre desesperado, como era el caso de José Ángel. Apretó la esquela sobre su corazón y dio rienda suelta al llanto tan largamente contenido. ¡Un milagro! Si ese padre, quien quiera que fuese, no había recibido ese vale, ahora sería él, José Ángel, quien le sacaría provecho.

La oscuridad ya había envuelto el cielo; iba a ser una fría y prodigiosa noche de estrellas. Y José Ángel no quería pasarla solo. El milagro estaba a punto de comenzar. No vio la hora ni el camino para regresar a su casa.

CONTINUARÁ... (el próximo año)

El jardinero de las nubes.

jueves, 23 de diciembre de 2010

La cesta navideña (IV): En el mercadillo navideño de la Plaza Mayor


No podía arriesgarse a que su esposa descubriera que no entraba dinero en casa, y tuvo que valerse de numerosos ardides para diferir el momento del desahucio. Consiguió, tras muchos tira y afloja y por medio de no pocas lágrimas, que el banco le concediera una prórroga de seis meses para atender los pagos pendientes. Asimismo fue sacando de la casa objetos de oro a hurtadillas, para venderlos o empeñarlos en cualquiera de los establecimientos que a este respecto habían proliferado por toda la ciudad. Eran horrorosos los cartelones amarillos en los que figuraba “COMPRO ORO” y ruines quienes atendían esos cuchitriles de agiotaje. Con la Crisis y la devaluación de las divisas, el oro se perfilaba como el único valor seguro en medio de ese temporal financiero. Incluso habían surgido los ladrones de cobre, que no tenían reparo en adueñarse del cableado eléctrico que les salía al paso. Por su parte, José Ángel no quería verse en la tesitura de tener que recurrir al robo mientras se pudieran agotar otras alternativas.

Su hija mayor se estaba preparando para hacer la Primera Comunión, y por ello la familia tomó la costumbre de ir los domingos a misa en la iglesia del barrio, bajo la advocación de Nuestra Señora de las Nieves y San Juan de Mirasierra. En cada celebración el templo se ponía de bote en bote, pues cuando abunda el sufrimiento surge la necesidad de tener un amparo espiritual en los cielos o en la tierra. Según comentaba el cura párroco, los servicios de Cáritas y los comedores de beneficencia habían acusado una inusual afluencia de gentes necesitadas, y él mismo animaba a sus feligreses a que si se veían en una situación desesperada acudieran a la parroquia para tratar de encontrar algún remedio; también decía que si alguien sabía de algún trabajo, que hiciera el favor de decirlo… Los ojos de José Ángel se enrasaban en lágrimas tras escuchar semejantes palabras, y trataba de ocultar a su familia ese testimonio de sufrimiento. Y además se sentía muy ingrato por acordarse de Dios sólo cuando la necesidad acuciaba. Nunca lo había hecho con regularidad, pero empezó a salir a tomar comunión porque creía que así se allegaría más fácilmente el auxilio divino. Por lo demás, no tenía valor para hablar con nadie ni para levantar la mirada del suelo.

Para el puente de diciembre, su mujer le propuso ir con los niños a la Plaza Mayor para ver si ya habían montado los puestos del mercadillo de Navidad. Él no dudó en aceptar.

Parecía mentira que pese a lo más virulento de la Crisis, el esplendor navideño no hubiese menguado un ápice. Era una tarde deliciosa de un lunes festivo. Ya casi había anochecido. Las luces de Navidad y los escaparates decorados llenaban de belleza el entorno de la Plaza Mayor. La música de los villancicos poblaba el aire. José Ángel se había cuidado de llevar todo su dinero en la cartera, pues sus hijos apetecían varios objetos caprichosos que veían en los puestos (matasuegras, gorros de Papá Noel, cajas sorpresa, pomperos, pelucas de colorines, bolas y adornos para el árbol y el belén, etcétera). Incluso compró sendos cucuruchos de castañas calentitas para toda la familia. El gentío crecía por segundos y se respiraba la animación que insuflan las fiestas navideñas. José Ángel se complacía con la alegría de que daban muestra los suyos, pero al mismo tiempo se aterrorizaba al ver el expolio que estaba sufriendo su cartera.

De repente, cerca del Arco de Cuchilleros, notó que alguien le agarraba del codo.

-¡José Ángel, cuánto tiempo!

Tan pronto giró la mirada, notó como si se le hubiera aparecido un espectro. Quien le interpelaba era Teodoro Santos, un viejo socio del que no conservaba ningún buen recuerdo por cierto.

-¿No me conoces, animal de bellota?

-Eres Teodoro –contestó mientras el rostro se le cubría de palidez.

-En efecto, ¿cómo te va la vida? –El aliento de Teodoro hedía a tabaco.

-Bien…

-¿Sólo bien? Mantienes tu empresa, supongo. La mía consiguió capear el temporal.

-Todo va bien –insistió sin ser capaz de mirar a su interlocutor.

Paula y sus hijos estaban expectantes. ¡Con lo grande que era Madrid y se había tenido que topar con este energúmeno!

-Pues verás, me alegro de que todo te vaya bien –prosiguió Teodoro con tono zumbón-. Suelo ir a jugar al pádel a las canchas del Parque de Santander, ¿sabes? Y no hace muchos días, a través de la verja, vi a un tipo que se te parecía como dos gotas de agua –José Ángel se sentía al borde del desmayo-, y no iba tan bien vestido como vas tú y además comía de una fiambrera azul. Me dio pena el pobre diablo, se notaba que había perdido su trabajo. ¡Cuánto me alegro de que no seas tú!

José Ángel sudaba frío. Los ojos de su mujer estaban clavados en los suyos propios. ¡La fiambrera azul! Había rabia y desesperación en la expresión de su rostro.

-¡Nos has mentido!

José Ángel casi se derrumba al suelo. Teodoro lo sujetó a tiempo.

-¡Suéltame, hijo de puta! –chilló con voz desfigurada por la angustia-. ¿Por qué tenías que aparecer? ¿Tanto odio me tienes desde que rompí la sociedad contigo? ¡Has arruinado mi vida familiar!

-Yo no sabía nada, camarada –se excusó Teodoro liberándole de sus brazos.

Estaban montando una escena y el gentío, atraído por la curiosidad, comenzó a apiñarse en torno a ellos. Paula reunió a sus hijos junto a su regazo.

-Teodoro no es el culpable –dijo con la voz sofocada por el llanto-. Nos has mentido a tus hijos y a mí todo este tiempo. ¡No tienes trabajo ni tampoco has hecho por buscarlo!

José Ángel se sentía sin fuerzas para afrontar el drama. En vista de que su equilibrio vacilaba, algunos viandantes se turnaban para sostenerle en pie. Su mirada estaba pendiente de su familia. Todo lo demás no existía para él, ni la Navidad ni el bullicio ni las luces decorativas. No podía ser cierto lo que estaba viviendo. En su interior le pedía a Dios despertar de esa pesadilla.

-Niños, volvemos a casa –dijo Paula con el rostro bañado en llanto-. Cogeremos un taxi.

Y se fueron por el Arco de Cuchilleros, bajando las escaleras en dirección a la calle de Toledo. Teodoro también se fue sin despedirse y con una sonrisa vulpina insinuándose en sus labios morados por el frío.

Un tendero tuvo que acercarle una silla a José Ángel para que se recuperara. Los villancicos sonaban en sus oídos, y la amargura se extendía como la peste por toda su alma. ¿Qué sería de él a partir de ahora? Y lo que era infinitamente peor: ¿qué sería de su mujer y sus hijos? No podía concebirlo.

-¿Se siente bien, amigo? –le preguntó el tendero.

-Gracias, señor, ya me voy. Por favor, acépteme una propina por las molestias que le he generado.

Se llevó la mano al bolsillo interno de su abrigo y descubrió que le habían robado la cartera. Debió de ser cuando unos y otros le agarraban para que no cayese al suelo. No le faltaba más que eso.

Soltó un suspiro y cayó presa de un desmayo profundo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

lunes, 20 de diciembre de 2010

La cesta navideña (III): La tertulia del malestar


Hago la advertencia de que muchas de las opiniones aquí recogidas (sobre todo las relativas a la inmigración) no forman parte de mi ideario personal y sólo las utilizo con fines literarios, porque la realidad y el dramatismo de la historia así lo requieren.
Durante aquéllos días en el Parque de Santander, conoció a muchas personas en su misma situación y oyó muchas conversaciones a cuál más descorazonadora. La Crisis, el aumento del paro, el recorte en las políticas sociales, la desesperación de las familias y la juventud eran temas recurrentes. José Ángel conoció a una joven opositora a auxiliares judiciales, de la que nunca llegó a saber su nombre, que escuchaba los temas del examen en su reproductor de mp3 para memorizarlos.

-Las cosas están muy mal –comentaba ella con tono de exaltado pesimismo-. Hay mucha gente inscrita a estas oposiciones. Ciento cincuenta mil para sólo trescientas plazas en toda España. En otras convocatorias sólo se presentaban cuatro mil aspirantes para parecido número de plazas. Como no hay trabajo seguro, todo el mundo se agarra a preparar oposiciones.

José Ángel también se integró en la tertulia de un grupo de gente de ambos sexos, formado por parados jóvenes y viejos y por jubilados que veían peligrar sus pensiones. Se solían reunir en la mencionada glorieta.

-A esto es a lo que nos han conducido los asquerosos políticos –despotricaba un auxiliar administrativo, ya mayor, que llevaba casi cuatro años en el paro-. Ellos no carecen de nada y cargan contra los sectores más desprotegidos de la sociedad. Ahora nos dicen que para jubilarnos tenemos que esperar a los sesenta y siete años y que nuestra pensión se calculará en base a los últimos veinte años cotizados, con lo que cobraremos una miseria. Ellos nos aprietan bien las clavijas, pero mira tú a los parlamentarios: por siete años de ejercicio en el Congreso les queda una pensión vitalicia de cerca de cuatro mil euros. Vamos, que metiéndote en política, sólo necesitas haber trabajado (o tocarte los huevos, más bien) siete años para que te quede la pensión máxima.

-Y mira tú –añadía una mujer cuya hija se había tenido que marchar a la Argentina para ejercer su carrera de arquitecto-, la ministra de Sanidad ahora va y coloca a una amiguita suya de directora general, sin tener siquiera estudios universitarios. Y no es porque sea de un partido u otro, pues todos en política cuecen habas. ¿Y qué me decís de los casos de corrupción que salen cada dos por tres, de esos políticos que cobran sueldos oficiales por partida doble, como la Cospedal ésa?

-Este gobierno está formado por una panda de ineptos y buscadores de fortuna, y si se meten los del partido de la oposición también iríamos aviados. Todo está fatal. Suben los impuestos, el gas, la electricidad y la gasolina, la inflación está por las nubes, cada día se destruyen miles de empleos, no dan oportunidad a la juventud y les hacen la mamola a los bancos, que no reciben más que ayudas cuando dan el grito de alarma y no comparten sus beneficios cuando entre todos les hemos sacado del apuro.

-¿Y qué me dices de los Reyes? –dijo un joven desesperado-. ¿Cómo tienen cuajo a ir con ese lujo y esos cochazos el día de la Hispanidad? ¿No se darán cuenta de que el país está estrangulado, y ellos a lucir palmito y a no privarse de nada?

-¿No oísteis cómo abucheaban al Zapatero en el desfile de las Fuerzas Armadas? –manifestó otro-. Desde luego que por mucho que diga que se recorta el sueldo lo mismo que a los funcionarios, a él no le faltan ganancias. Si no, ¿de qué ahora va y se gasta un millón de euros en un chalet de León?

José Ángel tragó saliva; él también vivía en un chalet de lujo, que ahora representaba su ruina.

-Para postre, cuando hay que rescatar a un país de la Unión Europea, nosotros somos los que han de ser los primeros en poner el dinero, como cuando Grecia; y ahora puede pasar igual para Irlanda. Y las políticas sociales, ¿qué? Los que hemos pagado impuestos toda la vida tenemos menos derechos que cualquier inmigrante que lleva dos días en España: ellos tienen derecho a elegir colegio, a que les paguen el comedor escolar, a atención sanitaria gratuita y a mil cosas más.

José Ángel intervino enfurecido:

-Nosotros también tuvimos que emigrar en los tiempos del hambre, y es injusto culpar de la Crisis a los inmigrantes.

-No te mosquees, camarada. No tienes más que ver que los demás países de la Unión Europea ponían trabas a la inmigración cuando España se abría de piernas a todos los que quisieran venir. Así ha pasado, que muchos empresarios y agricultores listos se han aprovechado de los inmigrantes como mano de obra barata, pagándoles nada y menos y perjudicando en consecuencia a los trabajadores españoles con la reducción de jornales.

Se desató una agria discusión.

-¡Qué coño! ¡Si los inmigrantes se han hecho cargo de los trabajos que nosotros, por señoritos, rechazábamos!

-¡Pues los inmigrantes nos han traído delincuencia y suciedad!

José Ángel se sentía indignado por la xenofobia de que algunos daban muestra. Entonces tuvo que recapacitar. ¿Con qué derecho afeaba ahora las conductas radicales hacia los inmigrantes cuando él los había tenido trabajando en las obras a destajo, pagándoles una insignificancia y sin darles de alta en la Seguridad Social? Sintió que su alma se consumía en el remordimiento.

-A ver si nos calmamos –intervino una amable señora sexagenaria-. De todas formas, con la Crisis se están yendo los inmigrantes. Ya cada vez se ven menos en las calles y en el metro.

-Eso es cierto.

-Y no tiene sentido echarles la culpa. Los culpables de la Crisis son los políticos corruptos y aquellos que se han enriquecido con la especulación inmobiliaria.

“A mí en cambio, la especulación inmobiliaria me ha llevado a la pobreza”, se dijo José Ángel, sabiendo que no estaría bien que manifestara tal pensamiento delante de tan variopinto auditorio.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

domingo, 19 de diciembre de 2010

La cesta navideña (II): El camino cotidiano


Y el día fatídico llegó. La empresa de José Ángel tuvo que declararse en quiebra. No le quedó dinero ni para pagar las indemnizaciones a los pocos obreros que le quedaban. También fue necesario despedir al servicio doméstico, lo que hizo que Paula pusiera el grito en el cielo ante la perspectiva de tener que hacerse cargo por sí sola de las tareas de casa y el cuidado de cinco hijos. Y de ahí a poco vendría el banco a exigir el pago de la hipoteca del chalet de la Colonia Mirasierra y del apartamento de lujo que adquirieran en Santa Pola cuando los tiempos les sonreían. Casi tres mil euros al mes, y, sin trabajo, José Ángel no sabía cómo se las iba a ingeniar para pagarlos.

Al final no le quedó más solución que tragarse el orgullo. Tuvo que soportar las interminables colas de la oficina del Servicio de Empleo de la Comunidad de Madrid del Barrio del Pilar (en la calle de Camino de Ganapanes), para inscribirse como demandante; tuvo que ir a hablar con el director del colegio de la Alameda de Osuna para suplicarle una prórroga en el pago de las mensualidades de sus hijos, incluidas las del transporte en autobús; tuvo que hacerse cargo de la compra diaria, porque Paula, debido a lo dramático de la situación, cayó en depresión, obstinándose en no salir de casa para evitar las miradas de sus vecinos y conocidos, ahora que habían “caído en desgracia”. Incluso les habían mandado una carta de expulsión del club de campo por no satisfacer las cuotas correspondientes.

José Ángel se sentía al borde de la angustia. Con el temor de que les cortaran la luz y el gas en cualquier momento, habían reducido al mínimo el consumo. Sus hijos y su mujer empezaron a quejarse del frío.

-¡No podemos vivir así! –le reprochaba Paula con el mango de la fregona en ristre, y él sentía en su corazón como la herida de una espada de amargura.

-¡Papá, en el colegio se burlan de nosotros porque dicen que no tienes trabajo! –comentaban sus hijos entre llantos.

Una mañana lluviosa, José Ángel salió a la calle y no regresó hasta bien entrada la tarde. Cuando se presentó frente a los suyos, llevaba impreso en el rostro un afectado gesto de alegría.

-He encontrado trabajo.

Todos se mostraron jubilosos. Por fin dejarían de ir con la cabeza agachada. El trabajo reportaría el dinero necesario para ir tirando hasta que la Crisis acabara. Y luego todo volvería a ser como antes. Mejor era eso que nada. José Ángel le pidió a Paula que cada mañana le dispusiera el almuerzo en una fiambrera, porque debido a lo laborioso del trabajo se vería precisado a comer a pie de obra. Y lo bueno del caso es que tampoco necesitaba ir impecablemente vestido.

Durante el siguiente mes, salía cada mañana de casa, antes de que sus hijos se marcharan al colegio, y regresaba al punto de las cinco de la tarde con la fiambrera vacía. Traía los zapatos y los bajos del pantalón cubiertos de polvo y salpicados de barro. Su mujer y sus hijos le recibían como si fuera un héroe. Le hacían sentarse en el sillón más cómodo, le traían las zapatillas y le servían un café con leche calentito.

Pero ¿adónde iba esas húmedas mañanas de otoño que traía la ropa llena de polvo y la huella del frío en los colores de su rostro?

Quien le hubiera acompañado a la salida de casa, cuando aún no había abierto la mañana, le hubiera visto caminar por las serpenteantes calles de la Colonia Mirasierra hasta llegar a la confluencia de la avenida del Cardenal Herrera Oria con la calle de Ginzo de Limia. Luego enfilaría esta última y larga arteria hasta llegar a la no menos larga avenida de Asturias. Así seguiría hasta alcanzar la Plaza de Castilla, con los pies ya bastante doloridos. Después cobraría nuevos ánimos para seguir un buen trecho por la calle de Bravo Murillo hasta Ríos Rosas, pasada la glorieta de Cuatro Caminos. Y desde aquí se desviaría por la avenida de Filipinas hasta llegar, ya exhausto y con la mañana avanzada, a la entrada del Parque de Santander, junto al monolito del monumento a José Rizal… La Colonia Mirasierra quedaba muy distante; era muy difícil que pudiera cruzarse con alguien conocido en este parque tan metido en la ciudad.

Su familia vivía engañada por él. Nadie le había contratado, y, lo que era más triste, sabía que a su edad sería baldío todo esfuerzo por encontrar trabajo. Así que dejaba que las horas transcurrieran en el recogido recinto de ese parque urbano, tan expoliado por las recientes reformas que le practicaran por la construcción de canchas de pádel, campos de golf y fútbol y la pista de atletismo.

Era un gusto permanecer allí en las soleadas mañanas de otoño. José Ángel gustaba de acomodarse en un banco situado en el perímetro de la glorieta lindante con el bar y la pista de atletismo. Allí pasaba un buen rato recuperándose de la larga caminata. Sentía el pulso vivo de la ciudad y abría los ojos a todo lo que ocurría a su alrededor. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer.

Veía al camarero limpiando las mesas que no registraban ni por asomo la misma ocupación que en épocas estivales. Las madres y empleadas domésticas sacaban a pasear a bebés y niños en edad no escolar, quienes pasaban ratos de divertimento en los areneros y toboganes infantiles. Las hojas de los chopos iban variando de color, y el azul del cielo exhibía gasas de blancura. También José Ángel veía a jubilados y a hombres jóvenes que, como él, no tenían trabajo. Y luego, cuando ya hacía rato que había pasado el mediodía, se internaba en el parque y buscaba un rincón resguardado para comer de su fiambrera. Al rato, calmaba la sed en el caño de alguna fuente. Entonces se volvía a sentar y se quedaba mirando la esfera de su reloj hasta que marcara las cuatro de la tarde, hora en que emprendería el regreso a casa.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

sábado, 18 de diciembre de 2010

La cesta navideña (I): Prosperidad y Crisis


El período navideño se acerca, y deseaba escribir un relato para conmemorar tan entrañables fiestas, en un año especialmente azotado por la Crisis. Dejo aparcados todos mis proyectos literarios hasta concluir este relato. Conforme vaya escribiendo, lo iré publicando. A tod@s les deseo una Feliz Navidad y un venturoso Año Nuevo.

Todos en el barrio de la Latina sabían cómo era José Ángel Villavieja antes de que se fuera a vivir a aquel chalet de la Colonia Mirasierra. Sabían que desde muy joven apuntaba maneras. No es que fuera buen estudiante en el instituto de San Isidro, pero resulta forzoso admitir que destacaba en actividades deportivas: metió muchos goles en aquellos encuentros que se disputaban en el mítico Campo del Gas, situado junto al Paseo de las Acacias, y también quedó en los primeros puestos en el Marathon de Madrid que se celebró en no me acuerdo qué año de la década de los ochenta. Lo cierto es que siempre iba muy pagado de sí mismo, a lo que se había de añadir que no pasaba desapercibido delante de las chicas.

A trancas y barrancas, consiguió terminar un peritaje, y, como quiera que en aquellos tiempos todavía a la gente de estudios no le costaba encontrar trabajo, se colocó ventajosamente en una empresa de obras civiles cuando aún no contaba veinticinco años. La vida le sonreía, y él se sentía marcado por el éxito, hasta el punto de permitirse despreciar a aquéllos que pensaba que merecían ser despreciados. El dinero, las ganancias lícitas e ilícitas, le perseguían, y su envanecimiento creció exponencialmente. Empezó a rodearse de comodidades y caprichos, y fue entonces cuando se trasladó a vivir a aquel suntuoso chalet de la Colonia Mirasierra.

Tras varios años de éxitos y pingües ganancias, conoció a una joven, de nombre Paula Delgado, que se encaprichó de él, vista su aureola de conquistador y hombre de negocios, con el resultado de que al final sus requiebros terminaron en boda. Eran los tiempos del auge inmobiliario. José Ángel se metió en negocios de promotor de obras, y el dinero siguió afluyendo a sus manos en constante y turbulento caudal. Necesitó instalar una enorme caja fuerte en el hueco de la escalera de su casa. Él ya tenía cierta edad cuando sus cinco hijos vinieron al mundo uno tras otro; le nacieron dos niñas (Marta y Laura) y tres niños (Andrés, Matías e Iván); los amaba con todo su corazón.

Los negocios iban viento en popa. Él y su familia se introdujeron en las altas esferas de la sociedad: frecuentaban el club de campo, les invitaban a fiestas, conocieron a políticos y altos cargos, hacían viajes a lugares paradisíacos. Los niños iban al colegio de la Alameda de Osuna, una institución de rígidos principios religiosos, aunque José Ángel nunca había destacado por ser creyente; sólo iba a misa con ocasión de bodas, bautizos o comuniones. El orgullo había hecho de él una persona de sonrisa falsa y mirada superficial y taimada; tras el manto de sus gracias ocultaba unos sentimientos de ave de rapiña. Se acercaba a la cincuentena con pasos agigantados, y deseaba llegar aún más lejos en los negocios: compraba solares y pilas de ladrillos vitrificados y promovía obras que le rendían el quinientos por uno. Pero a su juicio, no era bastante; quería convertirse en multimillonario.

La década de los primeros años de este siglo tocaba a su fin, y la especulación inmobiliaria devino en una crisis financiera como no se había conocido otra en el país. José Ángel vio que el dinero se le esfumaba y el volumen de ventas de viviendas caía en picado. Se hizo necesario despedir a albañiles y quedarse con los justos. Hubo de reducir considerablemente los precios del metro cuadrado, y ni por ésas.

La burbuja inmobiliaria acabó estallando. La gente perdía sus trabajos y los sueldos experimentaban escandalosos recortes. Las ayudas sociales empezaron a mermar, y el gobierno de la nación perdió capacidad para solventar los efectos desastrosos de los años de continuas especulaciones y corrupciones en todos los ámbitos de la vida pública y privada. La tasa de desempleo se disparó por las nubes y el mercado de valores se situó al borde de la ruina. En los hogares se experimentaban necesidades que parecían propias de los tiempos de Posguerra.

José Ángel se sentía paralizado por el pánico. Sus negocios se habían hundido. Sólo le quedaban algunos bloques de edificios a medio terminar, que llevaban nombres de sus hijos, y un montón de deudas a las cuales no podría hacer frente de ahí a pocos meses. Sus amistades de altos vuelos (también afectadas en bastantes casos por la Crisis) se habían batido en retirada; no tenía nadie a quien pedir ayuda. Paula, su mujer, le inquiría con unas miradas que dejaban traslucir un terror inexpresable. Pronto empezarían a pasar necesidades, a menos que la Crisis se solucionara o que algo fortuito les ayudara a salir del apuro en que se veían.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 7 de diciembre de 2010

Cuentos urbanos: El hombre que adiestraba palomas (y II)


Los chicos guardaban un silencio de santuario. La pregunta de Lucas aún flotaba en el aire. Norbert se sentó en una banqueta inmediata. Sus ojos habían escapado a la realidad.

-Tienes que venirte con nosotros –dijo Borja.

-Es cierto –corearon Dorotea y Cristina desbordantes de emoción-. Los otros deben ver todas las cosas que eres capaz de hacer.

-¿Serviría de algo? –preguntó Norbert con un asomo de indecisión.

-Si no lo pruebas, nunca lo sabrás –sentenció Lucas.

Norbert se puso en pie.

-De acuerdo, probaré.

Bajaron todos ellos los escalones. Los padres de Norbert se quedaron mirándoles con ojos atónitos. El fuego de troncos iba ya muy disminuido. Las luces del salón ya estaban encendidas.

-Ahora vengo, padres.

Norbert no recordaba dónde había puesto su abrigo. El criado le prestó el suyo.

Ya era de noche. Las nubes habían abierto un ancho orificio donde palidecían las estrellas, antes de alumbrar con fuerza. Se notaba el frío de noviembre.

Los chicos iban pregonando por las calles:

-¡He aquí el hombre que amaestra palomas! ¡Y en el cielo dibujan lo que él quiere! ¡Es el hombre del que todos habéis oído hablar!

De los cafés salían hombres que brindaban con jarros rebosantes de hidromiel. Por detrás de las lunas de los escaparates, los vendedores saludaban la procesión que formaban Norbert y los chicos. Los guardias de tráfico hacían lo que estaba en sus manos por imponer orden a la multitud. Un concejal del ayuntamiento habló de hacerle un homenaje a Norbert. Todo el mundo creía a pies juntillas las maravillas que los chicos referían.

-¡Hagamos una barbacoa en la playa para celebrarlo! –propuso el dueño de una mantequería, hombre calvo, bigotudo y obeso por más señas.

Cuando las agujas del reloj ocuparon los segmentos correspondientes a las nueve de la noche, ardían los carbones del festín en la playa; suculentos aromas a chuletas y sardinas humeaban en las parrillas. Hasta había un hombre que aprovechaba para vender globos con formas de estrellas, unicornios, flores, águilas bicéfalas y osos y ciervos. Había cestos de manzanas y naranjas de Sicilia, jarros de hidromiel y nueces peladas y bañadas en chocolate. Todo el pueblo se encontraba allí presente. El alcalde pronunció un discurso encomiástico en honor a Norbert, y los poetas desgranaron sus versos para cantar las hazañas del maestro de palomas. Los niños y los mozalbetes rodeaban al homenajeado en hermoso cortejo. Incluso las nubes de la costa empezaron a arrojar pétalos de margarita. Las rebanadas de pan blanco adquirían cárdenos colores con los jugos de las viandas asadas.

La medianoche se acercaba. Todos guardaban silencio esperando que Norbert tomara la palabra. Las gaviotas dejaron de graznar y el mar detuvo sus olas. La luna apuntó sus ojos de plata en la dirección del hombre solitario.

Norbert tragó saliva, y dijo:

-¿Qué he hecho?

La abadesa del cercano convento de ursulinas rompió el compacto silencio de la multitud.

-Has conseguido fabricar esperanza. Las palomas te obedecen como la que obedeció a Noé y le trajo una ramita de olivo en la punta de su pico.

-¿Eso es todo?- preguntó Norbert.

Empezó a levantarse un coro de alabanzas. Él se sentía desbordado al cosechar en esos instantes lo que tanto había carecido a lo largo de su vida. Apuntó su mirada al mar y se puso a caminar. Empezó a balancear sus brazos como si pretendiera levantar el vuelo. La luna soltó un guiño agonizante, y las tinieblas se abatieron sobre las rodajas de plata que moteaban las ondas del mar. Todos los presentes prorrumpieron en murmullos de expectación.

-¿Sigues ahí, maestro de las palomas? –preguntaron algunas voces infantiles.

En la oscuridad acertó a percibirse un sonoro batir de alas, como cuando los murciélagos salen en tropel por la boca de una mina.

Al cabo regresó la luz de la luna. El horizonte del mar estaba hecho de plata y soledad. Norbert había desaparecido.

-¿Dónde ha ido?

-¿Habéis oído esas alas que batían por encima de nuestras cabezas?

En medio de semejante confusión, la pequeña Laura señaló en dirección al famoso palomar. Todos vieron que allí brillaba una luz.

-¿Cómo es posible? –se admiró el director de la escuela-. ¿Es que ha ido volando hasta allá?

-Eso parece –dijo una de las catequistas de la cercana parroquia de San Carlos.

Y vieron recortarse la silueta de Norbert contra el cuadro de luz. Movía sus brazos; los estaba saludando desde la lejanía.

-¿No deberíamos ir a buscarle? –sugirió el empleado de pompas fúnebres.

Todos se consultaron con la mirada. Lucas fue el primero en ofrecer una respuesta.

-Dejadle. Es feliz saboreando la vida desde su palomar. Sus milagros surten efecto estando lejos. Cuando está entre nosotros, se siente solo. Y cuando está en su palomar, nos ama con todo su corazón, hasta el punto de que consigue que las palomas le obedezcan.

Y ya no se escuchó más sonido que la canción de la luna sobre las praderas del mar. En silencio, la multitud se fue dispersando.

Los últimos en marcharse fueron los chicos que hicieran la visita al maestro de las palomas.

Mientras arrastraban sus pasos por la arena, Norbert, allá en el palomar, agitaba el brazo, intentando aclararles que aunque no volvieran a verse él seguiría allí, esperando que algún día repitieran la visita.

La luna se fue perdiendo en el cielo azul de la alborada. Las palomas dormían en la quietud de sus nichos.

FIN

El jardinero de las nubes.