domingo, 19 de diciembre de 2010

La cesta navideña (II): El camino cotidiano


Y el día fatídico llegó. La empresa de José Ángel tuvo que declararse en quiebra. No le quedó dinero ni para pagar las indemnizaciones a los pocos obreros que le quedaban. También fue necesario despedir al servicio doméstico, lo que hizo que Paula pusiera el grito en el cielo ante la perspectiva de tener que hacerse cargo por sí sola de las tareas de casa y el cuidado de cinco hijos. Y de ahí a poco vendría el banco a exigir el pago de la hipoteca del chalet de la Colonia Mirasierra y del apartamento de lujo que adquirieran en Santa Pola cuando los tiempos les sonreían. Casi tres mil euros al mes, y, sin trabajo, José Ángel no sabía cómo se las iba a ingeniar para pagarlos.

Al final no le quedó más solución que tragarse el orgullo. Tuvo que soportar las interminables colas de la oficina del Servicio de Empleo de la Comunidad de Madrid del Barrio del Pilar (en la calle de Camino de Ganapanes), para inscribirse como demandante; tuvo que ir a hablar con el director del colegio de la Alameda de Osuna para suplicarle una prórroga en el pago de las mensualidades de sus hijos, incluidas las del transporte en autobús; tuvo que hacerse cargo de la compra diaria, porque Paula, debido a lo dramático de la situación, cayó en depresión, obstinándose en no salir de casa para evitar las miradas de sus vecinos y conocidos, ahora que habían “caído en desgracia”. Incluso les habían mandado una carta de expulsión del club de campo por no satisfacer las cuotas correspondientes.

José Ángel se sentía al borde de la angustia. Con el temor de que les cortaran la luz y el gas en cualquier momento, habían reducido al mínimo el consumo. Sus hijos y su mujer empezaron a quejarse del frío.

-¡No podemos vivir así! –le reprochaba Paula con el mango de la fregona en ristre, y él sentía en su corazón como la herida de una espada de amargura.

-¡Papá, en el colegio se burlan de nosotros porque dicen que no tienes trabajo! –comentaban sus hijos entre llantos.

Una mañana lluviosa, José Ángel salió a la calle y no regresó hasta bien entrada la tarde. Cuando se presentó frente a los suyos, llevaba impreso en el rostro un afectado gesto de alegría.

-He encontrado trabajo.

Todos se mostraron jubilosos. Por fin dejarían de ir con la cabeza agachada. El trabajo reportaría el dinero necesario para ir tirando hasta que la Crisis acabara. Y luego todo volvería a ser como antes. Mejor era eso que nada. José Ángel le pidió a Paula que cada mañana le dispusiera el almuerzo en una fiambrera, porque debido a lo laborioso del trabajo se vería precisado a comer a pie de obra. Y lo bueno del caso es que tampoco necesitaba ir impecablemente vestido.

Durante el siguiente mes, salía cada mañana de casa, antes de que sus hijos se marcharan al colegio, y regresaba al punto de las cinco de la tarde con la fiambrera vacía. Traía los zapatos y los bajos del pantalón cubiertos de polvo y salpicados de barro. Su mujer y sus hijos le recibían como si fuera un héroe. Le hacían sentarse en el sillón más cómodo, le traían las zapatillas y le servían un café con leche calentito.

Pero ¿adónde iba esas húmedas mañanas de otoño que traía la ropa llena de polvo y la huella del frío en los colores de su rostro?

Quien le hubiera acompañado a la salida de casa, cuando aún no había abierto la mañana, le hubiera visto caminar por las serpenteantes calles de la Colonia Mirasierra hasta llegar a la confluencia de la avenida del Cardenal Herrera Oria con la calle de Ginzo de Limia. Luego enfilaría esta última y larga arteria hasta llegar a la no menos larga avenida de Asturias. Así seguiría hasta alcanzar la Plaza de Castilla, con los pies ya bastante doloridos. Después cobraría nuevos ánimos para seguir un buen trecho por la calle de Bravo Murillo hasta Ríos Rosas, pasada la glorieta de Cuatro Caminos. Y desde aquí se desviaría por la avenida de Filipinas hasta llegar, ya exhausto y con la mañana avanzada, a la entrada del Parque de Santander, junto al monolito del monumento a José Rizal… La Colonia Mirasierra quedaba muy distante; era muy difícil que pudiera cruzarse con alguien conocido en este parque tan metido en la ciudad.

Su familia vivía engañada por él. Nadie le había contratado, y, lo que era más triste, sabía que a su edad sería baldío todo esfuerzo por encontrar trabajo. Así que dejaba que las horas transcurrieran en el recogido recinto de ese parque urbano, tan expoliado por las recientes reformas que le practicaran por la construcción de canchas de pádel, campos de golf y fútbol y la pista de atletismo.

Era un gusto permanecer allí en las soleadas mañanas de otoño. José Ángel gustaba de acomodarse en un banco situado en el perímetro de la glorieta lindante con el bar y la pista de atletismo. Allí pasaba un buen rato recuperándose de la larga caminata. Sentía el pulso vivo de la ciudad y abría los ojos a todo lo que ocurría a su alrededor. Después de todo, no tenía nada mejor que hacer.

Veía al camarero limpiando las mesas que no registraban ni por asomo la misma ocupación que en épocas estivales. Las madres y empleadas domésticas sacaban a pasear a bebés y niños en edad no escolar, quienes pasaban ratos de divertimento en los areneros y toboganes infantiles. Las hojas de los chopos iban variando de color, y el azul del cielo exhibía gasas de blancura. También José Ángel veía a jubilados y a hombres jóvenes que, como él, no tenían trabajo. Y luego, cuando ya hacía rato que había pasado el mediodía, se internaba en el parque y buscaba un rincón resguardado para comer de su fiambrera. Al rato, calmaba la sed en el caño de alguna fuente. Entonces se volvía a sentar y se quedaba mirando la esfera de su reloj hasta que marcara las cuatro de la tarde, hora en que emprendería el regreso a casa.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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