Estuvo varios días en cama, postrado por una crisis nerviosa que se resistía a ceder. Pero al fin recobró el uso de su consciencia. Como entre sueños, tenía la sensación de escuchar sollozos lejanos, más allá de los tabiques. Se tocó la mejilla y la notó áspera de barba. Su estómago se quejaba imperiosamente de hambre. Se deshizo de la pesada cubierta de sábanas y mantas. Hacía frío, pues no estaba puesta la calefacción. Y aquélla no era la alcoba de matrimonio, sino la habitación de invitados. La sensación de hambre era verdaderamente insufrible.
Trastabillando, se allegó a la cocina. Su mujer y sus hijos no le dijeron nada. Tenían las faces llorosas y enrojecidas. No fue capaz de dirigirles la palabra, ni tan siquiera la mirada. La vergüenza representaba en su alma un peso demasiado abrumador. Abrió la nevera, cuyos estantes estaban inusualmente despejados, tomó una botella de leche e ingirió un buen trago. Su familia seguía sin dirigirle la palabra.
Caminó por toda la casa, y observó que las cortinas estaban corridas y las persianas a medio bajar. No había ninguna luz encendida. El mundo de afuera no podría penetrar con sus aviesas miradas en esta morada de sombras y tristeza. Ya no quedaba más que esperar a la oscuridad total.
Y los días transcurrieron entre silencios e ignorancias mutuas. Llegó Nochebuena. Desde muy temprano, José Ángel dio en vagar por las calles hasta su habitual retiro en el Parque de Santander.
Se sentó en un banco solitario, rodeado por el rumor de las fuentes ornamentales. Las primeras horas de la tarde, aunque frías, se presentaban agradablemente soleadas. Una bandada de palomas ateridas sobrevoló las alturas del estadio de Vallehermoso. Sus pensamientos se negaban a aflorar. Antes que sufrir el dolor, era preferible esa especie de atonía mental. Nadie había por los alrededores, hasta los comercios habían cerrado; quien más, quien menos estaría preparando la celebración de esa noche. El año había sido muy duro, pero la Nochebuena seguía teniendo algo mágico que merecía la pena celebrarse con todo el boato posible. ¿Por qué él no podía estar con su familia, atendiendo a los preparativos de la fiesta entre risas y caricias?
A punto estaba de derramar la primera lágrima del vencido, cuando acertó a ver algo a pocos metros de su banco, oculto entre las hojas de un arbusto esmirriado. Se puso en pie y con paso vacilante se aproximó al lugar.
Se trataba de una vulgar caja de cartón azul, con sencillos estampados de lazos rojos y campanas plateadas en cada una de sus caras; una cesta navideña, de las más humildes que había, a juzgar por su tamaño. Apenas si tenía espacio suficiente para contener una pastilla de turrón y un paquete de almendras garrapiñadas. Alguien la habría dejado olvidada allí, reputándola de ruin e indigna de las presentes celebraciones, acaso el regalo navideño de un patrón duro y exigente a su sufrido empleado.
José Ángel la tomó de su asa y apreció su notable ligereza, talmente como si se encontrase vacía. El parque estaba anormalmente solitario, y poco a poco se iban pintando las luces del atardecer. No había nadie a la vista, el cercano bar ya hacía tiempo que había echado el cierre. José Ángel volvió con la cesta a su asiento en el banco. Un automóvil recorrió el inmediato Paseo de San Francisco haciendo sonar jubilosamente su bocina. Al parecer, nadie iba a venir a reclamar la cesta. José Ángel decidió abrirla sin más ambages.
Estaba duramente precintada, y, al abrirla, los dedos de José Ángel sólo pudieron atrapar una breve esquela, concebida en los siguientes términos:
Trastabillando, se allegó a la cocina. Su mujer y sus hijos no le dijeron nada. Tenían las faces llorosas y enrojecidas. No fue capaz de dirigirles la palabra, ni tan siquiera la mirada. La vergüenza representaba en su alma un peso demasiado abrumador. Abrió la nevera, cuyos estantes estaban inusualmente despejados, tomó una botella de leche e ingirió un buen trago. Su familia seguía sin dirigirle la palabra.
Caminó por toda la casa, y observó que las cortinas estaban corridas y las persianas a medio bajar. No había ninguna luz encendida. El mundo de afuera no podría penetrar con sus aviesas miradas en esta morada de sombras y tristeza. Ya no quedaba más que esperar a la oscuridad total.
Y los días transcurrieron entre silencios e ignorancias mutuas. Llegó Nochebuena. Desde muy temprano, José Ángel dio en vagar por las calles hasta su habitual retiro en el Parque de Santander.
Se sentó en un banco solitario, rodeado por el rumor de las fuentes ornamentales. Las primeras horas de la tarde, aunque frías, se presentaban agradablemente soleadas. Una bandada de palomas ateridas sobrevoló las alturas del estadio de Vallehermoso. Sus pensamientos se negaban a aflorar. Antes que sufrir el dolor, era preferible esa especie de atonía mental. Nadie había por los alrededores, hasta los comercios habían cerrado; quien más, quien menos estaría preparando la celebración de esa noche. El año había sido muy duro, pero la Nochebuena seguía teniendo algo mágico que merecía la pena celebrarse con todo el boato posible. ¿Por qué él no podía estar con su familia, atendiendo a los preparativos de la fiesta entre risas y caricias?
A punto estaba de derramar la primera lágrima del vencido, cuando acertó a ver algo a pocos metros de su banco, oculto entre las hojas de un arbusto esmirriado. Se puso en pie y con paso vacilante se aproximó al lugar.
Se trataba de una vulgar caja de cartón azul, con sencillos estampados de lazos rojos y campanas plateadas en cada una de sus caras; una cesta navideña, de las más humildes que había, a juzgar por su tamaño. Apenas si tenía espacio suficiente para contener una pastilla de turrón y un paquete de almendras garrapiñadas. Alguien la habría dejado olvidada allí, reputándola de ruin e indigna de las presentes celebraciones, acaso el regalo navideño de un patrón duro y exigente a su sufrido empleado.
José Ángel la tomó de su asa y apreció su notable ligereza, talmente como si se encontrase vacía. El parque estaba anormalmente solitario, y poco a poco se iban pintando las luces del atardecer. No había nadie a la vista, el cercano bar ya hacía tiempo que había echado el cierre. José Ángel volvió con la cesta a su asiento en el banco. Un automóvil recorrió el inmediato Paseo de San Francisco haciendo sonar jubilosamente su bocina. Al parecer, nadie iba a venir a reclamar la cesta. José Ángel decidió abrirla sin más ambages.
Estaba duramente precintada, y, al abrirla, los dedos de José Ángel sólo pudieron atrapar una breve esquela, concebida en los siguientes términos:
PAPÁ
VALE PARA UN MILAGRO
Todo va a salir estupendamente
Se trataba de una caligrafía infantil y angulosa, tal vez el regalo de un hijo devoto a un padre desesperado, como era el caso de José Ángel. Apretó la esquela sobre su corazón y dio rienda suelta al llanto tan largamente contenido. ¡Un milagro! Si ese padre, quien quiera que fuese, no había recibido ese vale, ahora sería él, José Ángel, quien le sacaría provecho.
La oscuridad ya había envuelto el cielo; iba a ser una fría y prodigiosa noche de estrellas. Y José Ángel no quería pasarla solo. El milagro estaba a punto de comenzar. No vio la hora ni el camino para regresar a su casa.
CONTINUARÁ... (el próximo año)
El jardinero de las nubes.
1 comentario:
Esa cesta de sueños espero que contenga mucha felicidad.
Tanto como la que yo te deseo, Jardinero.
Un fuerte abrazo.
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