jueves, 23 de diciembre de 2010

La cesta navideña (IV): En el mercadillo navideño de la Plaza Mayor


No podía arriesgarse a que su esposa descubriera que no entraba dinero en casa, y tuvo que valerse de numerosos ardides para diferir el momento del desahucio. Consiguió, tras muchos tira y afloja y por medio de no pocas lágrimas, que el banco le concediera una prórroga de seis meses para atender los pagos pendientes. Asimismo fue sacando de la casa objetos de oro a hurtadillas, para venderlos o empeñarlos en cualquiera de los establecimientos que a este respecto habían proliferado por toda la ciudad. Eran horrorosos los cartelones amarillos en los que figuraba “COMPRO ORO” y ruines quienes atendían esos cuchitriles de agiotaje. Con la Crisis y la devaluación de las divisas, el oro se perfilaba como el único valor seguro en medio de ese temporal financiero. Incluso habían surgido los ladrones de cobre, que no tenían reparo en adueñarse del cableado eléctrico que les salía al paso. Por su parte, José Ángel no quería verse en la tesitura de tener que recurrir al robo mientras se pudieran agotar otras alternativas.

Su hija mayor se estaba preparando para hacer la Primera Comunión, y por ello la familia tomó la costumbre de ir los domingos a misa en la iglesia del barrio, bajo la advocación de Nuestra Señora de las Nieves y San Juan de Mirasierra. En cada celebración el templo se ponía de bote en bote, pues cuando abunda el sufrimiento surge la necesidad de tener un amparo espiritual en los cielos o en la tierra. Según comentaba el cura párroco, los servicios de Cáritas y los comedores de beneficencia habían acusado una inusual afluencia de gentes necesitadas, y él mismo animaba a sus feligreses a que si se veían en una situación desesperada acudieran a la parroquia para tratar de encontrar algún remedio; también decía que si alguien sabía de algún trabajo, que hiciera el favor de decirlo… Los ojos de José Ángel se enrasaban en lágrimas tras escuchar semejantes palabras, y trataba de ocultar a su familia ese testimonio de sufrimiento. Y además se sentía muy ingrato por acordarse de Dios sólo cuando la necesidad acuciaba. Nunca lo había hecho con regularidad, pero empezó a salir a tomar comunión porque creía que así se allegaría más fácilmente el auxilio divino. Por lo demás, no tenía valor para hablar con nadie ni para levantar la mirada del suelo.

Para el puente de diciembre, su mujer le propuso ir con los niños a la Plaza Mayor para ver si ya habían montado los puestos del mercadillo de Navidad. Él no dudó en aceptar.

Parecía mentira que pese a lo más virulento de la Crisis, el esplendor navideño no hubiese menguado un ápice. Era una tarde deliciosa de un lunes festivo. Ya casi había anochecido. Las luces de Navidad y los escaparates decorados llenaban de belleza el entorno de la Plaza Mayor. La música de los villancicos poblaba el aire. José Ángel se había cuidado de llevar todo su dinero en la cartera, pues sus hijos apetecían varios objetos caprichosos que veían en los puestos (matasuegras, gorros de Papá Noel, cajas sorpresa, pomperos, pelucas de colorines, bolas y adornos para el árbol y el belén, etcétera). Incluso compró sendos cucuruchos de castañas calentitas para toda la familia. El gentío crecía por segundos y se respiraba la animación que insuflan las fiestas navideñas. José Ángel se complacía con la alegría de que daban muestra los suyos, pero al mismo tiempo se aterrorizaba al ver el expolio que estaba sufriendo su cartera.

De repente, cerca del Arco de Cuchilleros, notó que alguien le agarraba del codo.

-¡José Ángel, cuánto tiempo!

Tan pronto giró la mirada, notó como si se le hubiera aparecido un espectro. Quien le interpelaba era Teodoro Santos, un viejo socio del que no conservaba ningún buen recuerdo por cierto.

-¿No me conoces, animal de bellota?

-Eres Teodoro –contestó mientras el rostro se le cubría de palidez.

-En efecto, ¿cómo te va la vida? –El aliento de Teodoro hedía a tabaco.

-Bien…

-¿Sólo bien? Mantienes tu empresa, supongo. La mía consiguió capear el temporal.

-Todo va bien –insistió sin ser capaz de mirar a su interlocutor.

Paula y sus hijos estaban expectantes. ¡Con lo grande que era Madrid y se había tenido que topar con este energúmeno!

-Pues verás, me alegro de que todo te vaya bien –prosiguió Teodoro con tono zumbón-. Suelo ir a jugar al pádel a las canchas del Parque de Santander, ¿sabes? Y no hace muchos días, a través de la verja, vi a un tipo que se te parecía como dos gotas de agua –José Ángel se sentía al borde del desmayo-, y no iba tan bien vestido como vas tú y además comía de una fiambrera azul. Me dio pena el pobre diablo, se notaba que había perdido su trabajo. ¡Cuánto me alegro de que no seas tú!

José Ángel sudaba frío. Los ojos de su mujer estaban clavados en los suyos propios. ¡La fiambrera azul! Había rabia y desesperación en la expresión de su rostro.

-¡Nos has mentido!

José Ángel casi se derrumba al suelo. Teodoro lo sujetó a tiempo.

-¡Suéltame, hijo de puta! –chilló con voz desfigurada por la angustia-. ¿Por qué tenías que aparecer? ¿Tanto odio me tienes desde que rompí la sociedad contigo? ¡Has arruinado mi vida familiar!

-Yo no sabía nada, camarada –se excusó Teodoro liberándole de sus brazos.

Estaban montando una escena y el gentío, atraído por la curiosidad, comenzó a apiñarse en torno a ellos. Paula reunió a sus hijos junto a su regazo.

-Teodoro no es el culpable –dijo con la voz sofocada por el llanto-. Nos has mentido a tus hijos y a mí todo este tiempo. ¡No tienes trabajo ni tampoco has hecho por buscarlo!

José Ángel se sentía sin fuerzas para afrontar el drama. En vista de que su equilibrio vacilaba, algunos viandantes se turnaban para sostenerle en pie. Su mirada estaba pendiente de su familia. Todo lo demás no existía para él, ni la Navidad ni el bullicio ni las luces decorativas. No podía ser cierto lo que estaba viviendo. En su interior le pedía a Dios despertar de esa pesadilla.

-Niños, volvemos a casa –dijo Paula con el rostro bañado en llanto-. Cogeremos un taxi.

Y se fueron por el Arco de Cuchilleros, bajando las escaleras en dirección a la calle de Toledo. Teodoro también se fue sin despedirse y con una sonrisa vulpina insinuándose en sus labios morados por el frío.

Un tendero tuvo que acercarle una silla a José Ángel para que se recuperara. Los villancicos sonaban en sus oídos, y la amargura se extendía como la peste por toda su alma. ¿Qué sería de él a partir de ahora? Y lo que era infinitamente peor: ¿qué sería de su mujer y sus hijos? No podía concebirlo.

-¿Se siente bien, amigo? –le preguntó el tendero.

-Gracias, señor, ya me voy. Por favor, acépteme una propina por las molestias que le he generado.

Se llevó la mano al bolsillo interno de su abrigo y descubrió que le habían robado la cartera. Debió de ser cuando unos y otros le agarraban para que no cayese al suelo. No le faltaba más que eso.

Soltó un suspiro y cayó presa de un desmayo profundo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

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