miércoles, 23 de diciembre de 2009

Oración navideña


En las calles se eleva el canto unánime: ¡Es Navidad, ha nacido la esperanza, es forzoso propagar el sentimiento de amor y hermandad entre los humanos!

Y yo me pregunto: ¿qué es Navidad para mí?

Podrán colgar en los árboles farolillos de niebla y bolas de destellos, que yo veré la Navidad en los botones de la primavera, en las hojas manchadas del polvo estival, en el barro engendrado por la lluvia de otoño.

Los comercios se llenarán de parpadeo de luces y vistosos belenes, pero yo reconoceré la Navidad en las manos manchadas de yeso, en la masa del panadero y en la frente que suda repasando gruesos libros… Los pájaros de abril acudirán a mi ventana a cantarme el sentimiento navideño.

El buzón se llenará de felicitaciones y sobres coloridos, pero la Navidad estará en el corazón de quien me recuerda sin esperar que yo responda, en la sonrisa de quien antes conoció la tristeza y en la oración de quien confía en superar su dolor. ¿Qué más da? La Navidad resplandece cuando el filo de la segur del campesino roza el tallo de la espiga granada o cuando la sangre de las heridas sigue el camino de las lágrimas… Permíteme, Dios mío, ampliar mi calendario navideño a cualquier época del año.

El cuerno de la abundancia reventará en Navidad, saciando estómagos que no sienten hambre. Empero, que la Navidad llegue a la casa donde no alumbra el fuego y al techo que no está resguardado de la lluvia… ¿No es cierto, Señor, que es necesario comer y beber todos los días de la vida que nos has preparado bajo el sol? Pues que la Navidad no se haga esperar en esos rincones donde no alumbra la sonrisa de la juventud.

Ayúdame, Señor, a hacer de la Navidad la sombra de tu presencia, en cualquier lugar, en cualquier tiempo, en cualquier corazón que te conozca y aun en aquel que te repudie.

Es necesario sentirte nacer cada día, como lo es sentirte crecer y ver cómo de tu semilla nace un árbol inmenso, en cuyas ramas anidan las aves del cielo.

Resumiendo, haz de mi vida una Navidad perpetua.

Tu hijo que te ama.

El jardinero de las nubes.

domingo, 20 de diciembre de 2009

El viejo que contaba cuentos


Había llegado a la edad en que sólo podía contar cuentos. Era agradable en su rostro la caricia del sol de otoño. Del lagar subía un delicioso aroma a miel de mosto.

Inclinó la cabeza hacia arriba, y abrazó con su mirada el aire sombrío de lluvia. Una nube le trajo un beso de agua. Unos ojos de niño le devolvieron el gozo de sus años perdidos.

–Ven mañana. Ahora me siento cansado –dijo el viejo.

–Mañana es hoy –respondió el joven–. Cuéntamelo ahora.

–¿Qué quieres que te cuente?

–Aquello que tú desees contarme.

El viejo abatió su mirada al suelo. Las hojas secas chorreaban haces de luz otoñal.

–Cuentan que un día desapacible florecieron las ramas de todos los árboles. Aún no se había fundido la nieve del invierno. «Os habéis adelantado, flores presuntuosas. No sois esperadas todavía.» Ellas se sintieron profundamente ofendidas, plegaron sus lindas corolas y no se las volvió a ver por primavera...

El viejo cerró sus labios de ceniza de leña. Lágrimas de agua tibia asomaron al borde de sus párpados.

–Eres viejo pero aún no has aprendido la lección –arguyó el mozalbete–. Los árboles más hermosos sólo muestran sus flores en invierno.

Y las lágrimas cedieron su puesto a la risa. El viejo no paró de contar cuentos.

El jardinero de las nubes.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

Los caminos de la oración (y XIV): Helado de mandarina


Y ahora, Señor, ¿qué puedo yo esperar? En ti está mi esperanza (Sal 39, 8).
Pues Tú eres mi esperanza, Señor, Yahvév, mi confianza desde mi juventud (Sal 71, 5).
Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y prudentes, y se las has dado a conocer a los humildes (Mt 11, 25).

Las estrellas del verano se demoran en refulgir sobre el cielo de la plaza de Italia. La dicha de la adquisición de la cuarta serie, la magia de los lugares recónditos de la Magdalena, la vida cosechada en aquella apacible quincena…, mañana será historia. ¿Volveré algún día? ¡Por supuesto que sí! Cantabria es tierra amada por mí, piélago inmenso y cielo fragante de milagros coloridos. Ha llegado la hora de agacharse junto a la piedra del camino y hacer balance de lo que queda en el cercano pasado. Pero no, hacer balance es abrir las puertas a la despedida, y Tú sabes, Dios mío, que nunca me hizo bien despedirme de lo que fuera; acaso por eso sigo esperando sucesos y presencias que se marcharon de repente, sin avisar, dejando mi alma en continua expectación. Pero los ortos y los ocasos de los días se sucedieron sin ver cumplidas algunas de mis más anheladas esperanzas… Tengo fe todavía, Dios mío, aún puedo pensar que se alzará la flor en medio del árido pedregal.

Soy como una sombra recorriendo los ámbitos de la plaza de Italia. Mi cabeza va agachada, sin fijarme en el gentío que ocupa terrazas y cafeterías. Parece que me recreo dolorosamente en la escasez de momentos dichosos que esta vida me ha deparado. No me duelen prendas confesarlo: he sido feliz a lo largo de esta quincena. ¿Y ahora qué? El azul del cielo se va desvaneciendo en el vaho gris del anochecer. El futuro comienza en la oscuridad herida por los puntos luminosos de las estrellas. Despedida. ¿Es necesario hacerlo? ¿Por qué cada momento placentero de la vida ha de ir rematado por el cruel baldón de la despedida?

Brilla la blanca fachada del Casino del Sardinero. El edificio que parece un palacio versallesco y que cuenta con las mejores vistas de Santander. En alguna de esas ventanas debió de estar asomada alguna vez la bella actriz Gina Lollobrigida, que interpretara a la reina de Saba y cuyos labios fueran besados por Yul Brinner, en el papel del sabio rey Salomón. Aquí estuvo ella, belleza italiana en la misma plaza de Italia. Sus pestañas tenían la coloración de las rocas oscuras de los Apeninos. Ella es Italia, como lo son las ruinas de Pompeya y las termas de Caracalla, los tapices venecianos y el queso parmesano, el aceite de Calabria y los perfumes florentinos… Italia es jabón de hierbas aromáticas para el afeitado y cuadernos a rayas en los que la tinta permanece indeleble para la posteridad; Italia son los mercados callejeros en Navidad, las velas encendidas, la pizza napolitana, los spaghetti a la boscaiola y…, el legado de Marco Polo (1254-1324): ¡los helados italianos!

Los engranajes de la memoria comienzan a girar. Durante un tiempo, en las noches luminosas de Internet, mantuve cierta comunicación con una mujer de Toledo, madre ella y creyente en Dios como pocas he hallado a lo largo de esta vida. Se hacía llamar Mará, el nombre que Noemí, la suegra de Rut, se aplicara a sí misma tras conocer el dolor de la muerte de su esposo y sus hijos (Rut 1, 20), nombre que literalmente significa “amargura”. Pero mi amiga no hacía honor a su apodo. Entre tantas conversaciones trascendentales, surgió de manera simpática una alusión a los helados que se podían degustar en la capital cántabra. Ambos coincidimos en que el mejor sitio de venta de helados se ubicaba en la esquina oriental de la plaza de Italia, a la sombra de una de las torres del casino. Heladería Italiana Café, así figuraba en la inscripción del toldo. Atractivo rincón hostelero flanqueado por una farmacia y una sucursal del Banco de Santander. Mará me dijo que el helado más delicioso que jamás probara, lo servían allí… El helado de mandarina. Yo sólo tenía conocimiento del exquisito sabor del helado de fresa que una vez compré allí. Entonces le empeñé mi palabra: tan pronto regresara a Santander, haría lo posible por probar su celebrado helado de mandarina. Nuestra comunicación fue breve como un instante de felicidad, se fue dispersando en el tiempo, pero dejó un recuerdo precioso que el paso de los meses no ha dejado de enriquecer. Sin duda, Mará seguirá volando por su cielo plagado de esperanzas y fe en Dios.

Ahora, en plaza de Italia, se aviva el recuerdo de Mará, y rezo por ella, como algunas veces me pidiera en momentos de especial incertidumbre. Me aproximo a la heladería. Nada ha cambiado. Hay que sacar primero los tickets para que te sirvan el helado. Un matrimonio de ancianos septuagenarios se encarga de la tarea de cobrar en caja y algo me dice que hasta del derecho de admisión.

-¡Aquí no podéis correr! –amonesta la mujer a dos niños que han entrado como una tromba por el hueco de la puerta que comunica con la cafetería.

-¿Qué quiere usted? –me interroga el hombre con un punto de aspereza en su voz.

Yo, que soy francamente tímido, noto que las palabras me vacilan en la boca, como siempre que paso a un comercio donde presumo que mi presencia no es bien recibida.

-Un helado de mandarina… doble.

El hombre, de bigotito blanco y perfilado, me echa una mirada rapaz tras sus gafas de montura de acero y lentes estriadas. Tiene los ojos enrojecidos y estancados en lágrimas, propios del cansancio nocturno.

-¿En tarrina o en cucurucho?

-En cucurucho…, por supuesto.

Me alarga el ticket, manteniéndolo aprisionado entre sus dedos hasta que le pago. Luego me hace una seña despectiva para que me dirija al mostrador del fondo. Allí me recibe una muchacha cuya cordialidad suple con creces la aspereza de los ancianos guardianes de la hacienda y del local.

-Un cucurucho de mandarina con dos bolas, por favor –le pido tendiéndole el ticket.

Enarbola la cuchara heladera y enseguida, diestra y amorosamente, me compone una delicia que casi se asemeja al monte del Pan de Azúcar. Mis ojos se recrean tanto en las bandejas de apetitosos helados (frambuesa, turrón, chocolate, mora…) como en la fresca sonrisa que adorna los labios de la joven.

-Aquí tiene usted –me dice, ofreciéndome a la sazón una servilleta y una cucharita de color azul (mi favorito).

-Muchas gracias –contesto tributándole una de mis raras sonrisas.

Salgo del local sin despedirme de los displicentes ancianos, contraviniendo todo sentido de la educación. Ya brillan las luces en su mayor esplendor nocturno. Saboreo el helado y no puedo por menos de bendecir a Mará por su atinada recomendación. Fruta y azúcar disolviéndose en mi paladar. En mi imaginación se abre un camino rural de las islas jónicas, a cuyos márgenes florecen esbeltos mandarinos, que al instante, por efecto de las brisas perfumadas, conciben entre sus ebrias ramas frutos tan dorados como las mismas manzanas del sol. El sabor, hecho placer, eriza mi cubierta capilar. Efectivamente, en plena madurez, saboreo el mejor helado de toda mi vida. Casi no presto atención al entorno inmediato.

En un rapto de fascinación gustativa, cruzo la avenida hasta el extenso mirador enlosado sobre la primera playa del Sardinero. Aún sobreviven algunas casetas de los ya terminados Baños de Ola. El arenal está vestido con ropajes de sombras. Una pareja de enamorados camina, agarrados de la mano, por la divisoria de las aguas. Cuando era el tiempo de hacerlo, no lo hice, y ahora ya se me pasó la ocasión. Me queda la fantasía, como entonces me quedaba. Aunque ya me rodeen nubes de melancolía, no puedo por menos de esbozar una remota sonrisa. Si no hubo besos en el pasado, ahora me besan la imaginación y unos fríos labios de helado de mandarina. Si fueran besos cálidos, serían la eclosión de una vida que rompiera las fronteras del cielo y la tierra; serían brumas y caminos navideños ahítos de sonrisas benévolas; serían bailes sobre pistas acuáticas, con manos enlazadas bajo crepúsculos soleados; serían tardes de sábado en Madrid, donde el olor de la ropa recién planchada fuera suplido por parques fértiles de amistad y calles repletas de farolillos de oro, librando sus reflejos en esbeltos cueros cabelludos y ojos salidos de los mismos mantos de estrellas… La vida, nada más que la vida… Si el tiempo no fue entonces mi aliado, ahora ya he dejado de tenerle consideración. La pareja de enamorados se ha borrado de mi campo visual. Dios mío, Tú eres el fruto de toda mi existencia.

Ya es la hora de irme. Mañana me aguarda el cruce de la Cordillera Cantábrica y el encuentro con la invertebrada Meseta. Pasar del clima apacible a las Calderas de Pedro Botero. Enfilo la rampa en dirección a los jardines de Piquío. El helado va desapareciendo entre agradables paladeos. Ya empiezas a distanciarte de mí, Santander querida. Cielo, mar y montaña buscan resguardo en las emociones que alberga mi pecho. Las luces de la capital rielan sobre el negro tapiz de las aguas. Creo vislumbrar la silueta de un hombre pescando con caña al extremo del arenal. El palacio de la Magdalena aparece iluminado en lontananza. El helado aún me sabe a besos de amor. Los árboles del paseo marítimo exhalan olor a verde, a savia impregnada de sal. ¿Es necesario despedirse? La despedida es como aparición fantasmal al principio de la noche, como campana que da al viento su lúgubre tañido. Vuelvo a cruzar la avenida, y el helado ya se ha terminado.

Me hallo frente al Monumento a los Hombres del Mar. Tres colosos de piedra con la mirada enfrentada a la distancia. Mis pasos se detienen. Es la mirada que escruta el futuro. Pero yo, como cristiano, ni quiero mirar adelante ni atrás. El tiempo presente es lo que se nos ha dado, y del presente brota la oración, el deseo de que Ángel, mi paisano, aquel hombre con quien tan poco he hablado, adquiera en el presente los anhelos del futuro.

Cantabria, fueron tus brazos el consuelo de tantas carencias de juventud. Regaste con tu ambrosía mi alma sedienta, que de antaño venía siendo barrida por los vientos del infortunio. Me mostraste otro lado amable de la vida, y por ello ahora vivo… y seguiré viviendo.

"El que quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9, 35), dijo el Maestro. Me sentía cohibido de estar sentado en aquella terraza de la plaza de Italia y de que el camarero nos estuviera sirviendo nuestra última cena en la capital cántabra. En este mundo es raro y hasta maravilloso que los poderosos sirvan a los humildes. Siempre me siento disminuido delante de los camareros. ¿Quién soy yo, me pregunto, para que se muestren serviciales conmigo? Imagino sus vidas esforzadas, sus hogares, sus familias, su escasez de lujos… y no me siento bien; me entran ganas de corregir las injusticias que el cielo dejó pendientes. Siempre veo a los camareros con gesto de cansancio, y muy pocos parecen no considerar su trabajo una esclavitud de la vida… El camarero que nos atendía se mostraba feliz porque le habías ganado el corazón con tu simpatía. Se preocupaba de que te lo comieras todo, y parecía alimentarse del inagotable caudal de tus sonrisas. A los postres, te trajo una piruleta sin que nadie se la hubiera pedido, como áureo premio a la felicidad que le habías proporcionado. Y tu propia felicidad te impulsó a abrazarle la cintura, dándole las gracias con todo tu corazón… ¿Brillaron lágrimas de gratitud en los ojos de ese hombre humilde y cansado?... No sabría decirlo; en mis propios ojos había lágrimas que restaron nitidez a mi mirada.



FIN



El jardinero de las nubes.

lunes, 9 de noviembre de 2009

Los caminos de la oración (XIII): La cuarta serie


Estudiáis apasionadamente las Escrituras, pensando encontrar en ellas la vida eterna; pues bien, también las Escrituras hablan de mí (Jn 5, 39).
Toda Escritura ha sido inspirada por Dios, y es útil para enseñar, para persuadir, para reprender, para educar en la rectitud, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para hacer el bien (2 Tim 3, 16).
Y sabemos que cuanto fue escrito en el pasado, lo fue para enseñanza nuestra, a fin de que, a través de la perseverancia y el consuelo que proporcionan las Escrituras, tengamos esperanza (Rom 15, 4).

Un Madrid insumido en los vapores del recuerdo, cuyos vivos colores de juventud van virando lentamente a los tonos sepia del tiempo pasado. Eran los años de martes y jueves nocturnos, siguiendo los cursos de inglés en las ya desaparecidas dependencias del British Council de la calle de Almagro. De ocho de la tarde a diez y media de la noche.

A veces me iba con bastante antelación, y me empleaba en deambular por los bellos rincones del barrio de Alonso Martínez. En la calle de Génova se encontraba Turner Libros (a tiro de piedra de la sede nacional del Partido Popular), una librería que tenía por emblema cierto cuerpo prismático y donde yo solía encontrar refugio contra el frío y pasar lluviosas horas de primavera, destinando parte de mis magras economías a la adquisición de libros que eran para mí auténticas joyas bibliográficas. Cierto día registraba los estantes en busca de “Crimen y castigo”, la conocida novela de Fiódor Mijáilovich Dostoyevski (1821-1881). Fue entonces cuando me topé con los libros que tanto me habían ponderado en mis estudios de bachillerato… Las cinco series de los “Episodios Nacionales” de Benito Pérez Galdós (1843-1920) en cinco atractivos volúmenes de la mítica editorial Aguilar. Me sentí atraído por ellos, y más que eso: fascinado…, un amor a primera vista, pudiera decirse. La letra era microscópica y el papel como de cebolla. Computé el precio de la obra completa: ¡treinta mil pesetas de la época! El desaliento se apoderó de mí. ¿Por qué se es pobre cuando se están dando los primeros pasos en la vida? La barba me crecería tupida antes de que pudiera reunir tan elevada suma. Con una mano sostenía “Crimen y castigo”, mi segura adquisición; y con la otra mano acariciaba los cantos dorados de la obra que me estaba tan vedada como el alojarme una noche en el Palacio de Hielo de San Petersburgo. Pero el dolor de mi contrariedad no remitió. Esa misma tarde me allegué a la Librería el Galeón, sita en la cercana calle de Sagasta, y tampoco hubo solución: yo no podía pagar las veinticinco mil pesetas que el barbado librero me pedía por los cinco volúmenes. Y así me hundí en el pozo oscuro de la desesperación del lector frustrado.

Cuando se es joven se piensa que habrá tiempo para todo. Los “Episodios Nacionales” quedaron postergados por necesidad para un punto impreciso del futuro. La juventud se fue yendo en la creencia de soportar ingentes cargas de defectos por no poder amoldarse a los patrones impuestos por una sociedad que vive pendiente del triunfo. Los defectos pueden desaparecer, pero siempre acudirán otros a ocupar los puestos que quedan vacantes. Habitualmente se piensa que el futuro tiene la cura y la solución. Empero, llega un momento en que la mirada al futuro se vuelve angosta y limitada y surge la lamentación por no haber hecho todo aquello que quedó pospuesto para más felices ocasiones. Y es así: sólo hay ocasiones, no felicidad…

En tiempos recientes, me regalaron la primera serie (“La guerra de la Independencia”) de los “Episodios Nacionales”, en un atractivo y grueso volumen editado por la editorial Destino. Enseguida fui a mi librería favorita y adquirí jubilosamente las series segunda (“La España de Fernando VII”) y tercera (“Cristinos y Carlistas”). Por fortuna, ya tenía dinero para comprarlas. Pero ahí paró todo: a la editorial Destino aún le faltaban por publicar las series cuarta y quinta (ignoraba los títulos genéricos que les iban a asignar). Dolores Troncoso, la profesora de la Universidad de Vigo encargada de recopilar tan magna obra, se estaba tomando un tiempo razonable en su para mí importantísima tarea. La ausencia de las dos últimas series creaba un vacío obsesionante en mis estanterías. Anhelaba la presencia física de estos volúmenes, en concepto de tributo a aquel muchacho que no tenía suficiente dinero para comprarlos. Actualmente, con la irrupción del ebook (libro electrónico) en el mercado, ya tenía los “Episodios Nacionales” en formato digital. No soy reacio al uso de las nuevas tecnologías, pero en este caso deseaba la posesión de esta obra en formato tradicional. ¡Los cinco volúmenes por los que suspiraba en mi mocedad!

El viernes, 17 de julio de 2009 (la misma mañana lluviosa que visité la catedral de Santander), me presenté en la peatonal calle de Burgos, y, en un intervalo en que la lluvia arreciaba en demasía, busqué cobijo dentro de la Librería Estudio. Imperaba un grato aroma a papel impreso y a madera vieja. Me sentía como beduino en un oasis.

Aunque Cantabria es una comunidad autónoma que sólo abarca una provincia, sabe explotar todos sus atractivos, incluido el cultural. Es muy común que las dos librerías más emblemáticas de Santander (Estudio y Tantín) editen libros sobre cuestiones geográficas, históricas, literarias y etnográficas en torno a la tierra cántabra. Yo tengo adquiridos varios títulos de estas interesantes colecciones, que me han hecho sentir que en mi pecho late un corazón cántabro, bien que mis patrios lares se hallen en las desoladas tierras manchegas… Ya iba a encaminarme a la sección de libros locales, cuando mis pies se pararon en seco. En un mostrador de novedades casi podría decirse que arrojaba destellos… ¡la cuarta serie de los “Episodios Nacionales”! La editorial Destino le había dado el título global de “La era isabelina”. La portada era muy atractiva; estaba compuesta a partir de un cuadro de la madrileña Puerta del Sol en multitudinaria algarabía, bajo un cielo azul pintado de nubes primaverales. La primera edición de este volumen databa de junio de 2009, vamos, con la tinta todavía fresca. En la solapa de la contracubierta se indicaba el origen de tan sugerente ilustración: “Recibimiento en la Puerta del Sol al Ejército de África encabezado por el general O’Donnell”, obra de Atienza de 1860.

¡La cuarta serie! He aquí la prueba material de que Dolores Troncoso seguía adelante con el proyecto. Mi primer impulso fue adquirir el libro, pero enseguida el diablillo que me disuadía de todo aquello que constituía mi deleite, dio en hacer de las suyas. ¿Para qué quieres la cuarta serie si ya la tienes en formato digital y la puedes leer en el ebook? Cuantos más libros se vendan en papel, más bosques serán talados y tú estás a punto de contribuir a que se siga perpetuando esta práctica abominable… Dejé de acariciar el precioso volumen; el diablillo resultó convincente. Ya había escampado y puse pies en polvorosa, pues había experimentado el desencanto de cerciorarme de que aquel mundo de papel impreso había dejado de parecerme vital. ¡Quién me lo iba a decir, cuando antes no era capaz de salir de una librería con las manos vacías!

Los días vacacionales fueron transcurriendo en plácida atonía, y había momentos en que lamentaba no haber adquirido el libro. El libro me buscaba lo mismo que yo al libro. Para más inri, las mañanas que bajaba a la playa del Sardinero, me topaba de pies a boca con la estatua de don Benito al final de la avenida de Fernández Castañeda. Cuando atravesaba los jardines que preceden al paseo marítimo, me daba la sensación de que los pájaros chillaban con mayor desafuero en las proximidades del monumento. Precisamente veía la diestra de don Benito apoyada en un cuarto volumen, y me figuraba que era precisamente la cuarta serie, el libro que yo había desdeñado por no considerar su adquisición necesaria en los tiempos actuales. Cada vez que pasaba por allí, se despertaba en mi alma una especie de reproche. Y era mucha casualidad que a don Benito también le gustara veranear en Santander, atraído por la lectura de las peredianas “Escenas montañesas”. En Santander conoció a una bella asturianita (Lorenza Cobián), con quien tuvo en 1891 su única hija reconocida. En Santander era y es querido, y su libro “Cuarenta leguas por Cantabria” ocupa un lugar de honor en las bibliotecas de la zona. Yo ya conocía de antes la literatura de don Benito, pero aquí, en Santander, se reavivó el deseo de profundizar más todavía en su vida y obra. ¡La cuarta serie, la cuarta serie!

A todo esto, me di cuenta de que el tiempo se agotaba, pues ya era jueves 30 de julio de 2009, la víspera de mi marcha, el mismo día que tenía proyectado ir a la península de la Magdalena (muy cerca del caserón donde se alojara don Benito en sus veranos santanderinos). Era la hora de la siesta, cuando la animación de las calles decaía a ojos vistas. El deseo de poseer el libro se había aquilatado en el transcurso de esas vacaciones. Mi mente no atendía a más razonamiento que el orientado a satisfacer deseo tan largamente postergado.

Lo hice. Subí las calles empinadas que conducían al Prado de San Roque. Crucé el paseo del General Dávila, a la altura del Colegio Salesiano “María Auxiliadora”. En el calor del aire de la siesta se disolvía el tañido de una campana que marcaba las cuatro. Abordé la cuesta de la Atalaya, sintiendo que mis pies rodaban en el descenso. Torcí por la estrecha calle de Vista Alegre. Me dolían los pies por tantas caminatas sobre la arena de la playa. Pensé en acomodarme en la señera butaca de un bar cuya barra se abría a la misma acera, pero desistí por la prisa de estar de regreso cuanto antes. A mitad de la calle, bajo tupido dosel de ramas verdes, había escalones que no parecían tener fin. Empezaba a asaltarme la aprensión de que de ahí a poco tendría que afrontar esta pronunciada pendiente en sentido de subida. Aprecié el olor de la hiedra soleada de una tapia cercana.

Llegué a la plaza de la Leña, y, siguiendo un dédalo de calles en sombra, me planté junto a la Biblioteca Menéndez Pelayo, situada en la casa que perteneciera al ilustre erudito, paredaña con el Museo de Bellas Artes. De mi pecho ascendió un suspiro. Nunca sería capaz de hacer lo que él hizo. En sus casi 57 años de vida, don Marcelino Menéndez Pelayo acopió una nutrida biblioteca que da fe de su increíble capacidad de trabajo: 563 manuscritos (algunos de puño y letra de Lope de Vega y del mismísimo Quevedo), 2333 libros raros y 38382 libros diversos. A la hora de su muerte, dejó dispuesto en su testamento que donaba al ayuntamiento santanderino la biblioteca, junto con el inmueble que la contenía, a condición de que no se quitaran ni se añadieran libros a su colección. La inauguraron en 1923, once años después del óbito de este fénix e ingenio de los intelectuales españoles, y, desde entonces, se han dado cita entre estos muros sabios y eruditos de todo el mundo. Algún día entraré a verla, teniendo en cuenta que hay que ir por la mañana, pues por las tardes cierran en época estival. Adiós, admirado señor, pues bastante sé que no es justo llamarme colega tuyo al no poder medirme contigo ni en conocimientos ni en capacidad de trabajo. Seguro que tú, a mi edad, ya te habías leído los “Episodios Nacionales”.

Entre dulces ensoñaciones, llegué a la calle de Burgos. Enseguida me metí dentro de la Librería Estudio. Subí escalones de madera, buscando el mostrador donde estaban apilados los volúmenes de la cuarta serie. La dependienta era muy guapa, con ojos verdes y oscura cabellera.

-Vengo a por ella –dije notando que me faltaba el resuello por tan rápido paseo, el cual no me había llevado más de veinte minutos.

-¿Y quién es “ella”? –me respondió con una sonrisa que tenía el brillo de las perlas.

El aire regresó a mis pulmones, y ya más calmado pude indicar con jubiloso aplomo:

-¡La cuarta serie de los “Episodios Nacionales” de Galdós!

-¡Marchando!

¡Qué agradable me pareció la dependienta! Me recordó a Sylvia Beach (1887-1962), la cariñosa encargada de la parisina librería Shakespeare and Company, que Ernest Hemingway (1899-1961) describe en su libro “París era una fiesta”. Pero, a diferencia del escritor norteamericano, no pude verle las piernas a la dependienta, para compararlas con las de Sylvia Beach. Aún así estoy convencido de que también las tendría bonitas.

El regreso fue feliz, aunque más dificultoso que la ida. Subir por la calle de Vista Alegre se me antojaba la ascensión al pico del Teide. ¡Pero llegaré arriba! Cada paso era una oración. En esos instantes comencé a pensar en las dificultades a que se estaría enfrentando mi paisano Ángel. No dudes que tú también remontarás las pendientes de tu infortunio. Entonces el cielo te concederá el objeto de tu esperanza… Como a mí, que después de tantos años abrazo por fin el libro que deseé leer con todo mi anhelo de juventud. La ascensión por la vida es difícil; acaso todo sea una continua ascensión. Y la cumbre puede llegar, porque aunque nosotros dejemos de buscarla por desaliento, hay caminos ocultos por donde puede venir a nuestro encuentro… A las pruebas me remito.

«¿Qué hay dentro de esos libros que siempre estás leyendo?», me preguntaste tan pronto me viste regresar acezante y sudoroso de la Librería Estudio. «Lo entenderás algún día, cuando yo ya haya dejado de entender las cosas», respondí apretando el libro contra mi pecho. Era la hora de irnos a la Magdalena, la hora de dejar a un lado la vida que quedaba dentro de las páginas de los libros. Se lo ibas diciendo a todo bicho viviente: «Lee, lee mucho, se pasa la vida leyendo». Ya no tenías otra imagen de mí. Y pensabas en tantas madrugadas como habías adivinado mi presencia dentro del despacho, a causa de la luz segmentada por las rendijas de la puerta. ¿Para qué, todo esto para qué?... No encuentro la respuesta. ¡Vayamos juntos a la Magdalena o adonde se tercie!... Es lo único que no precisa respuesta.

CONTINUARÁ...

Post scriptum:
Recomiendo visitar mi artículo Aldea del Rey en los "Episodios Nacionales" de Galdós.

El jardinero de las nubes.

domingo, 25 de octubre de 2009

Los caminos de la oración (XII): La península de la Magdalena


Mis planes no son como vuestros planes, ni vuestros caminos como los míos (Is 55, 8).
¿De dónde le viene a éste todo esto? ¿Qué sabiduría es ésa que le ha sido dada? (Lc 6, 2).
Un profeta sólo es despreciado en su pueblo y en su casa (Mt 14, 57).


Era un jueves por la tarde, y la luz del cielo brillaba sobre Santander. “Pick, Pick”… Don José del Río, poeta del mar y flor y nata del periodismo cántabro. Es la suya la piedra que nace de las olas, aquí en la avenida de la Reina Victoria, al arranque de la península de la Magdalena. Estatua de hombros caídos y gesto sonriente. Su pipa está congelada en el aire, sin exhalar volutas de humo aromático, que en tiempos se enredaran entre las teclas de una máquina de escribir. A sus espaldas, tras la pantalla de ubérrima vegetación, la playa del Camello abre un resquicio placentero en los confines del Cantábrico. Y hoy especialmente, el 30 de julio (la víspera de mi marcha de esta tierra amada), el sol celebra un idilio con la capital de las nubes. ¿Dónde estás, roca que recreas la figura de un camello? Buscándote, no he reparado en despedirme de la estatua del corpulento “Pick”.

Acometí la bajada hasta la entrada del recinto que una vez perteneciera a la Casa Real. Una finca que le fuera regalada por suscripción pública, y que después devolvió al pueblo a trueque de un generoso estipendio. Hoy es solaz para los santanderinos y sede de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Dejé a un lado un kiosco de helados y un furgón de churrería; como no soy de dulzainas, sólo pude dirigirles una mirada desdeñosa. Pero más despectiva todavía fue la mirada que hinqué en la entrada de la Real Sociedad de Tenis de la Magdalena: no me gusta nada todo lo que pueda oler a cubículo de ricachones. Podría comprarme el mejor helado puesto a la venta, pero mis caminos son distintos; llevo la ropa lavada varias veces, con la textura brillante y los colores apagados por tanto uso; más vale la limpieza que la ostentación. No soy nadie y estoy contento de no serlo, pues no me esclavizan hipocresías ni caprichos costosos. No soy el mejor hombre sobre la tierra, pero creo haber olvidado el sufrimiento de la envidia.

Atravesé el arco de acceso a la finca, y pude contemplar a mi derecha la famosa campa de la Magdalena, toda engalanada para los conciertos de verano. Sin embargo, yo giré a la izquierda, en sentido al mini zoo que bordea los acantilados que se abren al nordeste. El trenecito turístico rebosaba de visitantes, armados de cámaras y videocámaras. Por las superficies de césped, a la sombra de los pinos que antaño trajeran del segoviano palacio de Valsain, muchos grupos de santanderinos tendían toallas y manteles de picnic, y dejaban sus pies descalzos para sentir bajo sus plantas el fresco contacto de la hierba doncella.

Primero me topé con el recinto donde se encuentran las aves acuáticas. En mi alma alientan arraigadas devociones ornitológicas, y gasté mis buenos diez minutos contemplando aquel hermoso corro de patos y cisnes. Acto seguido me encaminé hacia el enclave de los pingüinos. Nunca llego a tiempo de verles comer, en todas las veces que he visitado la península de la Magdalena. Tampoco resulta fácil verlos por el apiñamiento de gente que se suele formar en derredor. Caminé un poquito más, y me encontré a la derecha el estanque de las focas, mamíferos de aletas cortas cuyos movimientos subacuáticos inducen a la relajación. Ese día el oleaje estaba suave, y pude enfilar sin empaparme el sendero que deja a un lado los rompientes hasta la hondonada de los leones marinos (mamíferos de aletas más largas y gargantas que desgranan estridentes trompeteos); en días de fuerte resaca, ese acceso suele estar cerrado. ¡¡Arg, arg, arg!!, vociferaba un león marino en un repecho arenoso… ¿“Estrella”?

Tras salvar unos cortos tramos de escalones, me presenté en el anchuroso mirador marino con vistas al abra del Sardinero. Allí se encuentran las carabelas (réplicas de las que utilizara Cristóbal Colón) y la balsa con las que el navegante cántabro Vital Alsar acometiera audaces expediciones a lo largo del Atlántico y del Pacífico. Parece mentira que en estos endebles cascarones se pudiera desafiar la violencia de tan adustos océanos. Me acomodé junto a la estatua de la sirena, que al insuflar aire en una caracola se enfrenta a la furia de los elementos que le alargan la cabellera en sentido contrario. Las carabelas y la endeble balsa de troncos constituyen veraces testimonios de la tenacidad y voluntad del alma humana. Si Vital Alsar salió airoso de sus empresas, que se presagiaban condenadas al fiasco, tú también, amigo Ángel, saldrás adelante y navegarás por las indómitas aguas de la vida. Tal fue mi oración junto a la estatua de la sirena, que se perfilaba tan esbelta como el mascarón de proa de un navío. Los niños trepaban por sus lomos, y los mayores se tomaban junto a ella las fotos del recuerdo. Una gaviota se posó en la punta del palo de mesana de la réplica de la Santa María.

Me asaltó el deseo de seguir la carretera que conduce al palacio de la Magdalena. Coches subían y bajaban. Era el tiempo de los cursos de verano de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, que se imparten principalmente en la antigua residencia de la monarquía. Dejé el asfalto y seguí por la espesura que formaban los pinos gigantes que trajeron desde el monte del Pardo, en Madrid. Entre la sombra y los troncos distinguía las aguas azules de la marea alta. Una joven estudiante, muy bien vestida y con toda la pinta de asistir a un curso, inglesa tal vez, estaba sentada sobre las agujas de pino. Se había quitado los zapatos de tacón y adoptado la postura del loto. Sus cabellos rubios formaban sobre sus hombros bucles de oro en la penumbra. Su mirada divagaba en la lejanía del mar. Fue uno de los momentos en que me apercibí de que ya llevaba un buen zurrón de años a las espaldas. Con la edad de esta muchacha, ¿hubiera hecho yo lo mismo que ella? ¿Asistir a un curso de verano, rodearme de gente, sentarme a contemplar el mar; en definitiva, vivir y saber que estaba empleando bien la vida? Ahora yo caminaba entre los pinos gigantes del Pardo, y aún no se me pasaba por la cabeza quitarme las sandalias y recostarme en una joroba de césped para confundir mis pensamientos con la visión del mar.

Salvando la espesura, coroné la colina del palacio. Parece ser que a comienzos del siglo XX este vergel de vegetación boscosa y cultura universitaria no había pasado de ser un simple erial, aun cuando albergara las ruinas del castillo de San Salvador de Hano. “Cumbre desolada, yerto peñasco”, lo define el escritor cántabro Amós de Escalante (1831-1902) en su libro “Costas y Montañas”.

La afluencia de gentes del mundo académico era considerable; debía de ser muy importante la sesión que se estaría celebrando intramuros. En los atestados aparcamientos había unos cochazos que parecían niquelados, recién salidos de fábrica. No era baja la temperatura que reinaba aquella tarde soleada, y me produjo agobio ver tantas corbatas y trajes de raya diplomática. Se veían también mujeres escrupulosamente maquilladas y con sus mejores arreglos de peluquería. Ya he dicho que mis ropas no iban muy allá, y, al mezclarme entre tanto despliegue de elegancia, capturé algunas miradas de velado desprecio. Recuerdo en especial el gesto de un estirado cuarentón con aires de patriarca universitario, el pelo engominado y peinado hacia atrás y más botones que una mercería; se me grabó en la memoria la petulante curva de su boca mientras me miraba, pareciéndome hasta percibir el destello de un diente afilado, más blanco que las nieves de Groenlandia… No, estimado amigo, no quiero medirme contigo ni en conocimientos ni en percha. Cuando era joven, aún podían impresionarme sujetos de tu laya; aún podían mostrarme con ostentación las cimas que yo jamás podría coronar y hacer que me sintiera disminuido por eso. Es igual, los años han pasado y con ellos ha crecido el deseo de aprender siguiendo mi propio olfato y andando mis propios caminos. Me importan un huevo tus ínfulas de papagayo y la suma de tus conocimientos. Yo tengo mis propios conocimientos y son los que me sirven para mi verdadera vida. No puedes quitarme las cosas que aprendí y las ropas que llevo puestas. Si te molesta mi presencia, a mí no me molesta la tuya. Acaso haya un saber en el que te saque ventaja: el arte de haber superado todo sentido del ridículo. Y sí, pareces haber contagiado el escándalo que te ocasiono a alguno de tus compañeros y compañeras. ¿Tanto interés le despierta a esa señorona la trama desgastada de mis viejas bermudas? Me entran ganas de reír. Yo sólo quería admirar la arquitectura de la fachada del palacio, con sus influencias inglesas y francesas, su evidente estilo ecléctico, su escalinata de doble tramo, sus tejados a dos aguas… Ya, ya me marcho. Podéis respirar tranquilos, que la mosca ya deja de posarse en la azucarada carne de vuestra sandía.

Me asomé al parapeto de los acantilados y me complací en la vista de la isla del Mouro, con la torre de su faro rondada por innúmeras aves chillonas, que recuerda a la silueta de la prisión de If, en la que el conde de Montecristo dilapidara los años de su juventud en contra de su voluntad (creo que algo tenemos en común, Edmundo Dantés).

Ya no estaba el arco de piedra del islote de la Horadada, cerca de la isla de los Ratones, a medio camino hacia la playa del Puntal; hará unos cuatro años acabó vencido por la erosión del oleaje. Según una vieja leyenda, las cabezas de San Emeterio y San Celedonio, santos mártires de la cristiandad y actualmente patrones de la villa de Santander, fueron arrojadas al fondo de una barca de piedra en el río Ebro, a la altura de la ciudad romana de Calagurris (la actual Calahorra). La barca alcanzó el Mediterráneo y prosiguió su curso hasta el Estrecho de Gibraltar. Las recias corrientes del Atlántico la arrastraron hacia el Cantábrico y dicen que el arco rocoso del mencionado islote lo causó la colisión con tan singular embarcación. Hermosas leyendas las de las costas cántabras.

Después miré hacia la playa de Biquinis, y no pude reprimir una sonrisa picarona al recordar cómo ese bello arenal recibiera este nombre: según mis informes, las estudiantes extranjeras que acudían a los cursos de la Magdalena introdujeron en Santander la prenda de baño que tantas miradas lascivas ha acaparado en toda su historia; y la introdujeron en unos tiempos de mojigatería y conservadurismo en España, en los que bastaba desviarse la raya de un lápiz para avivar los fuegos del escándalo.

Una apacible ladera de hierba, pinos y matorrales diversos me condujo a los límites de la campa de la Magdalena. En una amplia explanada hay distribuidas numerosas atracciones para niños, a tiro de piedra del elegante edificio de las caballerizas reales. Empinado tejado de mansardas, muros que parecen revocados de mantequilla, sólidos armazones de madera…

Me adentré un poco más por los rincones solitarios de la colina, y, sin esperármelo, llegué junto al monumento a Félix Rodríguez de la Fuente. Casi escondido entre los pinos. Piedras carbonatadas, rostro hierático y un lobo en su proximidad, cual moderno Francisco de Asís en las florestas de Gubbio. ¿Quién se acuerda todavía de Félix, el amigo de los animales? Una canción aún resuena en mi cerebro, después de casi treinta años. Félix sembró el amor a la Naturaleza entre los televidentes de los años 70, e incluso supo llegar al corazón de los niños. Decían algunos que era de carácter adusto y gruñón, pero todo el mundo conoció su pasión y su laboriosidad en el trabajo. Muchos realizadores cinematográficos aún se admiran de cómo su cámara, con los precarios medios de la época, podía captar la intimidad de los animales en su hábitat natural. Y yo recuerdo que Félix consiguió desmitificar la fama de dañino y sanguinario del lobo ibérico; gracias a él, algunos ejemplares de este cuadrúpedo aún habitan nuestros bosques. El 14 marzo de 1980 (curiosamente el día de su quincuagésimo segundo cumpleaños) sufrió un aparatoso accidente de avioneta en los territorios de Alaska, durante la filmación de un documental acerca de los perros esquimales. Murió como un santo que amaba la Naturaleza hasta la más alta expresión. Dejó esposa y tres niñas pequeñas. Medio país vertió lágrimas por su ausencia, especialmente los niños. Enrique y Ana, el más famoso dúo infantil del momento, le dedicaron una canción inolvidable (“Amigo Félix”), la misma que ahora yo tarareaba para mis adentros… Yo fui de los miles que aprovecharon tus lecciones, amigo Félix. Si hubieras vivido (o ahora que no estás aquí) te hubiera parecido insignificante mi presencia, al igual que mis pensamientos en este hermoso rincón de la península de la Magdalena. Siempre me he preciado de tener buena memoria, pero no consigo recordar si yo vertí lágrimas por ti. No obstante, sí que recuerdo haber entonado tu canción hasta la extenuación. Y te fuiste, como se fueron Enrique y Ana y la ingenuidad de mis más verdes años. El viento arrastró las hojas marrones hasta donde no pudimos verlas. El tiempo borró sonrisas amadas y corrió raudo entre pasillos en sombra. ¿Notas mi mano posada en la piedra de tu monumento? La misma mano que se hartara de tocar otras piedras y madera y metal y, sobre todo, papel impreso; la mano que acariciara pocos cabellos con mechas de luz veraniega, como pintadas por el sol a la aguada (cabellos de muchacha en flor); y era la mano que pertenecía al rostro que se cobijaba entre las hojas de los aligustres… Tú conseguiste ser profeta en tu propia tierra… Tu ausencia ha tenido más vigor que mi propia vida.

Mis pensamientos iban como en una nube. El cielo de la tarde estaba repleto de milagros. Casi no me di cuenta de que ya había abandonado el recinto de la Magdalena. Pisé la acera donde hacía algunos años me encontrara a un paisano que me dio la espalda, del cual sé que su rostro es igual que su espalda. Recuerdo que el viento no respetaba su peinado, que se desflecaba en mechas tan pobres como su propia alma, afectada de ceguera espiritual. Eso es todo lo que necesito saber de la gente que se va dando aires encumbrados en mi tierra. Al que no es profeta en su tierra, le queda sacudirse el polvo de donde no es bien recibido (Lc 9, 5). Y yo siempre he huido del polvo, aunque polvo soy y al polvo volveré (Gn 3, 19).

A mí me daba miedo ver cómo te encaramabas al quitamiedos de la hondonada de los leones marinos. Tu mente recordaba, al tiempo que te desgañitabas llamando a la amiga de veranos pasados. “¡Estrella, Estrella!”. Nadie te dijo que se llamara de algún modo, pero con tu imaginación subiste a lo más alto del cielo para buscarle un nombre. Estoy por asegurar que la leona marina se ponía contenta como unas castañuelas cuando te detectaba al borde de la hondonada, y sus bramidos hacían temblar las raíces de los más robustos árboles. Alargaba su cuello oleaginoso buscando atrapar tu mirada. Y yo sujetaba tu cintura, pues no quería que te vinieras abajo, aunque fuera por la alegría del reencuentro con tu amiga de los mares australes. “¡Estrella, Estrella!”. Creo adivinar por qué la leona recibía con alborozo tus invocaciones. Acaso adivinaba que el tiempo pasaría, que llegaría un momento en que yo ya no podría sostenerte de la cintura y que el mundo cambiaría más allá de nuestra propia comprensión. Pero mientras haya corazón, aún puede quedarle una tregua a la felicidad. “¡Estrella, Estrella!”. Aún pueden nacerle otras corolas al tallo de la misma flor. “¡Estrella, Estrella!”. Y sí: estrella alejada del firmamento, aquí mi vida, mi recuerdo y mi sentimiento aún me traen la sombra de tu anhelo.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

sábado, 3 de octubre de 2009

Los caminos de la oración (XI): El capricho de Comillas


Cúrame, Señor, y quedaré curado; sálvame, y quedaré a salvo, porque tú eres mi gloria (Jr 17, 14).
Cuando yo cambie su suerte, se volverá a decir en Judá y sus ciudades: "El Señor te bendiga, lugar de salvación, monte santo" (Jr 31, 23).


Miércoles, 29 de julio de 2009.

Decepción. Tal fue lo primero que se me vino a la mente tras mi paso por el Museo de Altamira, en las proximidades de Santillana del Mar. Tanto lo han querido pontificar, que considero un fraude el estrecho parecido que se le atribuye con la caverna que, hacia el verano de 1879, don Marcelino Sanz de Sautuola (1831-1888) descubriera en compañía de su pequeña hija María. Una cueva de cartón piedra, que en modo alguno recrea el ambiente característico de la famosa pinacoteca prehistórica. Es razonable que si el desmesurado volumen de visitas daña los frescos de esta prodigiosa Capilla Sixtina subterránea, sea restringido el acceso al público; pero su réplica artificial no representa ningún consuelo para el que espera remontarse al pasado más remoto de la humanidad. A lo que parece, la escritora norteamericana Jean M. Auel (autora de la serie de libros intitulada “Los hijos de la tierra”) ha encontrado en Altamira abundante inspiración para la que será su siguiente novela sobre los tiempos prehistóricos; en la tienda de recuerdos del museo es posible hacerse con todas sus novelas en torno a Ayla, la audaz muchacha Cro-magnon: El clan del oso cavernario, El valle de los caballos, Los cazadores de Mamuts, Las llanuras del tránsito y Los refugios de Piedra.

Con tan amargo regusto, me fui a cumplir la mañana en mi querido Zoológico de Santillana del Mar. Quiero reproducir un escrito mío de hace dos años, donde relato a un amigo mis impresiones sobre la visita que hoy repetía:

No iba la cosa de broma: hoy he asomado la ceja por Santillana del Mar, la villa de las tres mentiras (ni es santa ni es llana ni está a orillas de la mar), según dicen.

He empezado visitando su renombrado zoológico. En el parque cuaternario me ha llamado la atención el caballo de Przewalski (Equus przewalski), el antepasado viviente de nuestros modernos caballos. Me han enternecido sobremanera las crías de orangután de Sumatra (Pongo pygmaeus abelii): Victoria (23 meses) y su hermanita Juliana (9 meses). Están siendo criadas por medios humanos, pues sus padres no son capaces de desempeñar tal labor. Lo cierto y verdad es que las dos crías se han convertido en el símbolo del zoo de Santillana, que precisamente este año (2007) celebra su 30 aniversario. También son impresionantes el acuario, el terrario, los mamíferos, el jardín de las mariposas y la gran profusión de aves que se aprecia por todas partes. Lo que no recomiendo para nada es el restaurante: me han servido, a precio de oro, una paella que las he probado mejores en los vuelos comerciales. Juegan con la ventaja de que saben que no vas a abandonar el zoo para irte a comer a otro sitio.

Sí, señor Terry, hay muchas piedras en las calles medievales de Santillana. Todo sigue igual que la primera vez que estuve allí.

Me he llegado a la Plaza Mayor (también llamada de Ramón Pelayo), y me he sentado en un banco de piedra junto al Parador Nacional "Gil Blas".

Alain René-Lesage, así se llamaba el autor de "Gil Blas de Santillana", novela picaresca escrita en lengua francesa y vertida a nuestra lengua vernácula por el padre Isla, para restituir, según sus propias palabras, un robo que se le había hecho a la literatura española.

Hay en la plaza la estatua de un bisonte, donde los guiris y los nacionales se hacen todas las fotos.

Yo me he quedado extasiado contemplando una casa de fachada de factura medieval, cuyas balconadas bullían de geranios y otras bellas flores. Recuerdo que hace años veía a un cura de cabellos blancos, sotana impoluta y boina ladeada regando estas plantas... Para que luego identifiquen la boina con atavío de palurdos. No hay más que pensar en José Pla, el escritor del Ampurdán: no se quitaba la boina ni para ir a dormir. Tolstoi también escribió su "Anna Karenina" con atuendo de mujik (campesino ruso) en su finca familiar de Yasnaia Poliana. No siempre el hábito hace al monje.

Interesante ensoñación en la Plaza Mayor de Santillana.

Mañana toca más playa, que el tiempo va acompañando.


Desde la fecha de este escrito, se han sucedido algunos cambios: Victoria y Juliana han abandonado sus casitas de juguete, y ya conviven con sus padres; la calidad de la paella del zoo ha mejorado apreciablemente, y la literatura que yo produzco se ha imbuido de la impronta de la vida, merced a elevado número de acontecimientos tristes y alegres. La vida ha empezado a doblarme el espinazo.

En esta ocasión no hice parada en Santillana del Mar; me encaminé derechamente al lugar donde tenía pensado invertir las dulces horas de la tarde… La incomparable villa de Comillas.

Llevaba delante una furgoneta que iba pisando huevos, como suele decirse, y que me obligaba a pisar el pedal del freno a cada dos por tres. Espesas murallas de verdor ocultaban los márgenes de la carretera. El sol arrojaba limaduras de oro sobre las ramas más altas, lo que terminaba esparciendo por la calzada un hermoso entramado de lunares de luz y sombra. Los poblados de la ruta se iban sucediendo, y yo no conseguía adelantar a la dichosa furgoneta.

Ya iba con los dientes apretados por la rabia, cuando arribamos al pueblo de Cobreces. Entonces agradecí la marcha despaciosa que me veía obligado a seguir. Ante mis ojos se irguieron los blancos pináculos de la fachada neogótica de la Abadía Cisterciense de Santa María de Viaceli, famosa por sus quesos artesanos, sus dulces de elaboración casera y sus licores de delicados sabores frutales.

Aunque la visión del edificio apenas si duró cinco segundos, reavivó mis inquietudes espirituales. Me imaginé alojado allí, lejos del mundanal ruido, sin por ello tomar parte en las actividades de la comunidad. ¿Qué imagen me dibujan ahora las curvas de la carretera? Aparezco solitario junto al murmullo de la fuente de un claustro también solitario y empapado por un tibio sol de otoño. Dios mío, me veo tomando notas en los cuadernos inéditos que te he escrito desde el tiempo de mi adolescencia, en los que están recogidas las oraciones que no aparecerán en ningún catecismo. En ciertos instantes noto que la desesperación se adueña de mí por la certeza de tanta soledad; pero enseguida cede ante la idílica caricia del entorno. Sigo escribiendo en mi cuaderno, y las letras se tornan dibujos. Aparecen distintas poses de un hombre herido, cuya alma es vencida por la incapacidad de su cuerpo. Viene la paloma que voló sobre los mares a depositar en sus labios un pétalo de flor de albérchigo, y cuando lo hace no parece sino que lo está besando. Dios mío, ahora sus ojos se abren y sus miembros se articulan. Se alza de su lecho de sufrimiento y afronta la vida que se auguraba perdida. Verdes enredaderas esconden los muros del claustro donde escribo mi cuaderno. La fuente murmura un nombre con voz cristalina: “Ángel, Ángel”.

En mi mente se apretaba un tropel de sueños confusos, tal vez porque debido a la digestión de la comida una modorra irresistible trataba de usurpar el control de mis sentidos. Y eso constituía una circunstancia temeraria llevando las manos al volante. Afortunadamente, enseguida me presenté en el anchuroso aparcamiento de Comillas. Pude estacionar mi vehículo en un rincón asentado a la sombra de unos árboles frondosos. Bajé las ventanillas, y un agradable frescor cundió por todo el habitáculo. Recliné el asiento, emitiendo un hondo bostezo. Me rendí al peso de mis párpados, y el atenuado susurro de la mar me abocó a un sueño dulcísimo.

Al cabo de una media hora, me sentí como nuevo y ansioso de visitar de nuevo la hermosa villa de Comillas. El trazado de las calles y lo austero de las edificaciones pregonaban un acusado aire de medioevo. Paredes de piedra sillar, en las que el tiempo ha uniformado su color. Como quien camina por un prado de suave césped, me planté en el soleado recinto de la Plaza de la Constitución. Las balconadas corridas aparecían repletas de macetas con flores; los gorriones silbaban en lo alto de los aleros. La torre prismática de la Iglesia de San Cristóbal parecía enredar su pináculo piramidal con un manojo de rayos solares. Los adoquines de piedra emanaban un impalpable halo de calor, y al pisarlos me era posible notar una repercusión que se diría despertaba ecos de tiempos antiguos.

Me detuve en una de las terrazas de la vecina Plaza del Corro. Pedí un refresco de cola. Abundaban los turistas ingleses, y, en menor cuantía, los franceses; entraban en las tiendas de recuerdos y en las heladerías; retrataban con sus cámaras fotográficas todas las vistas que atraían su atención; desplegaban enormes mapas y leían gruesas guías de viaje; traían consigo un viento de vida. Al resguardo de las sombrillas, escuché las campanadas del reloj de la iglesia marcando las cuatro de la tarde.

Comillas tiene muchos rincones dignos de visitarse, sobre todo en la llamada “Ruta Modernista”. Podría estar dos días enteros allí, y aun así me quedarían por exprimir aspectos del patrimonio artístico de Comillas. Me hice con un folleto ilustrativo en la Oficina de Información y Turismo, eché una mirada poética a la Fuente de los Tres Caños (cuya estructura semeja la de un candelabro barroco) y me encaminé a la ladera en la que se ubica el monumento más representativo del modernismo comillano: el Capricho de Gaudí.

El Capricho, pequeño edificio multicolor, trasunto de castillo salido de nubes de fantasía. Parece como si en los muros le brotaran flores de girasol y de lo alto de su torre afiligranada fueran a surgir las largas y doradas trenzas de una princesa de los cuentos de antaño. El Capricho se pliega entre biombos de sombra y vegetación. El verdor de la torre desafía la presuntuosidad de la cercana palmera. Hay influencias hispanoárabes en el trazado de las ventanas y en el acertado uso de mosaicos. El edificio ahora cumple oficio de restaurante. En un rincón casi oculto, fundida en apacible rocalla y bajo el perfume de cercanos macizos de hortensias, se encuentra la estatua sedente de don Antonio Gaudí (1852-1926), el hombre que llevó por la tierra la antorcha del Modernismo. Su mirada apunta al cielo, su campo de trabajo, su lugar de ensueño. Me dan ganas de compartir su asiento, y dejar que mi cuerpo y mi alma se confundan entre los filamentos de magia que se desprenden de este lugar.

Aparece un hombre joven empujando una silla de ruedas, sobre la que se halla acomodada una mujer también joven. Sugiere un amor profundo el simple gesto de empujar la silla de ruedas en esta cuesta sembrada de cascajo; las rosas alargan sus tallos al encuentro de ese resplandor amoroso. La inválida tiene diseñada en el rostro una expresión de triste serenidad. La amargura parece dominar sus ojos, pero no tarda en ceder al sereno encanto de su vida rodeada de amor. Dejamos a un lado la Capilla Panteón, y abordamos enseguida la vista de la inmensa mole del Palacio de Sobrellano. Más caprichos del legendario Marqués de Comillas. Una edificación de corte neogótico, resuelta con algunas influencias modernistas.

El hombre y la inválida siguen caminando hasta el paño de una muralla cercana, buscando la perspectiva del cerro de la Cardosa, donde se enclava la renombrada Universidad Pontificia de Comillas. Desde la distancia brillan los andamios, pues su grandioso edificio rectangular se halla en obras de restauración. Las torres de su iglesia se difuminan con la soleada calina de poniente. Desde hace más de treinta años no se imparten clases en ese lugar; la prestigiosa institución fue trasladada a la capital de España.

El hombre y la mujer se detienen junto a un antiguo cañón de artillería, y quedan absortos en muda contemplación. Inmóviles como la estatua de Gaudí. La herida que busca sanación. El recuerdo de algún tiempo feliz. Quiero aprender del silencio de ellos y que mis palabras se hagan intérpretes de un sentimiento tan grande como la lucha por la vida… Acuden de nuevo a mi imaginación las horas de un Madrid lejano. Una habitación con penumbra de otoño y la soledad de una persiana a medio alzar. Los bordes de las nubes aparecían subrayados por una débil claridad. Los tejados de Uralita azuleaban con el peso de los años pasados. La vida, aunque sobrada entonces, se iba yendo tan rápida como el mismo atardecer. Varios rectángulos de ventanas iluminadas se diseminaban en la penumbra vesperal… ¿Cuándo me sanarás, Dios mío? ¿Cuándo dejarás de esconder tus mensajes en las estrellas? Desciendo por las revueltas de la muralla, y la pobre inválida me dice adiós con una mirada como la que mis ojos transparentaban en las horas de aquel Madrid lejano.

Deshice mis pasos hasta el aparcamiento, y enfilé el Camino de la Santa Lucía. Me aguardaba el mirador pegado a la ermita del mismo nombre. Ermita blanca y recoleta como la de un pueblecito mexicano. Mis ojos aprehendieron de súbito toda la línea de costa: la media luna de la playa, los faros distantes, el cabeceo de las embarcaciones en el muelle pesquero, la cinta de agua que constituye la desembocadura del Arroyo de Gandarias… En la playa reinaba una jovial alharaca. Hermoso balcón de la Ermita de Santa Lucía; desde este mismo mirador, el poeta santanderino Gerardo Diego (1896-1987) debió escribirle estos versos a Jesús Cancio (1885-1961), comillano de nacimiento y apodado “el poeta del mar”:




De Cancio, ¿viene cantil?
¿Tu apellido llamó al mar
para que en él se estrellara?
¿Viene de Cancio canción?
Eres por derecho propio
el bautizado del mar
y su poeta nativo.
Los demás le contemplamos,
le amamos, le acariciamos.
Pero él sólo a ti te entiende,
sólo contigo dialoga.



¿Y cuál es el diálogo? ¿El mismo que yo establezco contigo, amado Dios? Dejemos que la tarde se desvanezca en arreboles púrpuras, llevándose otro pedazo de mi vida. Siento tu fuerza elevándome sobre el mar; siento que, gracias a ti, mi soledad dejó de ser daño profundo. ¡Qué alegría, qué alivio!: la soledad ya no duele… Ahora se diría un auténtico capricho.

Escuchad este esbozo de cuento, que no es sino un fragmento de mi propia vida: Hace muchos, muchos años, cuando el tronco del aligustre que conocemos no abultaba lo que uno de vuestros brazos, había un lugar que no conocéis y que tenía una humilde piscina. Podría parecer poco, pero para mí simbolizaba mares y lagos de aguas profundas y cascadas turbulentas. Había hojas de árboles y sombras frescas. Cerca de mi asiento solían acomodarse tres niñas y un niño. El niño volaba libre como los gorriones, pero las niñas siempre estaban juntitas. Algunas niñas tienen la sana costumbre de tener una hermana mayor, y éstas que digo también la tenían. Traían el azul de la piscina impreso en sus pupilas. La hermana mayor las cuidaba, y la mediana rondaba mi cercanía, porque algo de mi silencio le llamaba la atención. Pudiera decirse que la hermana mayor desconfiaba de mí, y por prudencia hizo que nuestra distancia fuera insalvable… La vida me alejó de su presencia, tuve que correr las cortinas de mi ventana y resignarme a la cruel certeza de que nunca más podría volver a verlas. Hubo mucho en qué pensar durante todos esos años. El fracaso cayó como una lápida sobre mis espaldas. Nacieron sombras y brumas en los rincones. Pero un día no muy lejano, se abrió un hueco azul entre las nubes, y la hermana mediana (que conoció también la belleza de este mirador de Santa Lucía, aquí en Comillas) me llamó desde el pasado; al poco vino la hermana mayor a ofrecerme la sonrisa que por aquel entonces me negara. ¿Tal vez por eso las hojas del aligustre que conocemos vertieron lágrimas de gozo? Parte de mi vida son, y las quiero como entonces las quería. Y sí, podéis creerlo, por esos rincones en sombra, que fueron el refugio y el solaz de mi juventud, nacieron flores tan hermosas como las sonrisas que ya dejaron de ser esperadas…

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (X): La finca de Mataleñas



Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles,
transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua.
Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares;
plantaré en la estepa abetos, y también cipreses y olmos,
para que vean y sepan, para que reflexionen y aprendan,
que lo ha hecho la mano del Señor, que lo ha creado el Santo de Israel (Is 41, 17-20)..
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz! (Is 52, 7).
Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

La tarde hermosa del viernes 24 de julio de 2009. El sol brillando en un cielo puro y zarco. Aquella media hora junto al gran pino de Monterrey. Sentado en la distancia, saboreando la vida como si de una golosina ajena se tratara. Aquí, en el parque de Mataleñas, donde los niños juegan descalzos y el amor enterró su áurea corona. Oí tu voz ausente escondiéndose entre los suspiros estivales de la rosaleda. Me hubiera gustado quitarme media vida y haber participado en la ginkana a la que jugaban aquellas niñas entre pérgolas y columnas adornadas por campanillas trepadoras. Haber nacido de nuevo y buscar conchas en los acantilados; acaso haber nadado hasta las embarcaciones de los ricachones, haber tenido otro cuerpo y otro carácter y haber exhibido mi dentadura en la blancura de la opulencia. Pero hasta el rechazo me persigue en los sueños; ninguna embarcación me hubiera acogido, y mi destino hubiera sido continuar nadando, hasta más allá de la azulada neblina del cabo de Ajo.

Gran pino de Monterrey: llega la hora de zafarme de tu aureola de paz y seguir ese sendero que bordea la costa. ¡Cuánta gente que va y que viene, con toallas en bandolera y ojos de espejos de sol y mar! Fui caminando, dejando una cerca de piedra a mano derecha y hollando sombras de cipreses, tilos y olmos. Enseguida me presenté en la pequeña playa de los Molinucos. ¿Qué vi o qué sentí? Una joven salida de alguno de mis sueños, deslizándose por el suave desnivel de arena y hundiéndose paulatinamente en las rabiosas caracolas de espuma del ancón, como lo hubiera hecho la Venus de Botticelli.

Bajé y subí escalones. Enfilando la senda peatonal, flanqueé aguzados rompientes y un extenso y fragante campo de golf. El albatros apareció suspendido en el aire, y el rezo me buscó y me condujo a tu recuerdo, amigo Ángel. Anciano marinero del poema de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), ¿por qué tú, atrapado en los hielos del Polo Sur, mataste al albatros, la cruz del cielo, el ave bendita de Dios, cuya muerte provocada acarrea maldición? Yo te vi, albatros, suspendido a escasos metros de mí. Apoyado en el parapeto, observé cómo te ibas alejando, llevándote contigo mis oraciones y alguna que otra esperanza. El camino, que es verdad y vida, había de continuar.

Una extensión de malezas y tupidos cañaverales separaba del sendero la vista del Cabo Menor. Afronté una breve subida, que me permitió mirar por encima de la cerca del campo de golf, dándome cuenta de cuál era mi auténtico lado en la vida. Si la navegación deportiva y el golf son deportes de ricachones, no creo que nunca me vea implicado en los mismos… La cuesta terminaba, y a su remate me aguardaba un hermoso mirador que me ofreció las primeras vistas del faro de Cabo Mayor, y, hacia la izquierda, interceptado por blancas aristas de acantilado, la resplandeciente escotadura de la playa de Mataleñas. El sendero, partiendo del mirador, continuaba hacia este último lugar. La vegetación prestaba tintes idílicos a la ruta; flotaban desde los huecos de la cerca rosales de escaramujo, y densos ramajes atrapaban en su bóveda los chispazos del sol de la tarde. Inoportuno momento para que me entraran ganas de aliviar esfínteres. Ya no había tantos transeúntes como en los primeros tramos del camino, pero me dominaba el temor a ser sorprendido obedeciendo los requerimientos de mi vejiga. Decidí aguantar lo que pudiera e ir aproximando mis pasos a la playa de Mataleñas. El agua destellaba con reflejos de zafiro, y los bañistas semejaban desde aquella distancia burbujas vivientes que se enroscaban en las evoluciones de las olas. Ya acertaba a distinguir las escaleras que conducían al arenal, pero no me vi con ganas de encaminarme allá. Desde donde me encontraba, en la cresta del cantil, se me ofrecía una vista incomparable, y lamenté no haberme traído la cámara fotográfica, no obstante lo cual hice algunas instantáneas con el móvil.

Tras un rato de especial fascinación contemplativa, tomé la decisión de volver al parque de Mataleñas. Las ganas de orinar adquirían una vehemencia dramática. Busqué un recodo oculto, que a la vez me brindara amplio campo de visión en los dos sentidos para detectar la presencia de intrusos, y, como el que perpetra un crimen, me bajé la cremallera y le di una buena regada a la cerca. El alivio que aquello trajo aparejado, me permitió gozar de la paz y de las delicias del paisaje. Otra vez en el mirador me di un buen atracón de brisa perfumada de mar y entibiada por los rayos del sol. ¡Qué agradable hubiera sido tener ratos que perder en tan mágico entorno, ajeno a las preocupaciones de la vida!

Una rosa del color de la sangre alargaba su tallo a pocos centímetros de mis labios. Presa de un dulce encantamiento, le di un beso, tan en flor por no marchitar sus pétalos, que apenas si me fue dado sentir su contacto. Muchos poetas han amado la rosa y le han cantado encendidos madrigales. ¿Dónde cabe el amor a una simple flor? ¿Acaso por lo que simboliza, por los recuerdos que es capaz de remover? Dejé mi espalda apoyada en la cerca, cerré mis ojos y atravesé reinos de nubes en busca de imágenes que se fueron de mi vida como hojarasca que la tierra incorpora a su seno.

Tras el rapto de ocasional melancolía, proseguí mi paseo animado por el propósito de seguir viviendo lo más intensamente que me fuera posible. Alcancé de nuevo la proximidad del cañaveral, y me vi forzado a detenerme; la imagen que cayó bajo mi mirada pertenecía a una pareja que parecían novios, pues iban cogidos de la mano, levemente confundidos por el mecimiento de las cañas. Afinando la visión, pude apercibirme de que se trataba de dos chicas. ¿Amor? No era verosímil que si se amaban, el cielo brillara más sombrío o la tierra ardiera por lo vehemente de un atavismo pecaminoso. Indudablemente, a los ojos de ellas también les sería ofrecido el buen augurio que representa la aparición de la cruz del albatros recortándose contra la neblina del horizonte. Habrá labios que vayan pronunciando la condena, pero yo no tomaré puntería para arrojar ni la primera ni la última piedra a esas dos chicas, que aquella tarde se abrían camino entre cañas y malezas para que la panorámica del Cabo Menor sirviera de marco a su simple y complicada historia de amor. Tras la sorpresa inicial y un lapso de tiempo en que mi pulgar jugueteaba con el ángulo de mi boca, deseché los pasajes bíblicos que mi pensamiento traía a colación para dictar sentencia. No era yo ni juez ni legislador. Las malezas me ocultaron la vista de las chicas. Seguí por el camino con la cabeza gacha. Mi alma arremetía contra su envoltorio. Amor, ¿quién desentrañará tus múltiples significados?


Regresé a la rosaleda, y tomé el camino que me llevaría a lo alto de la colina. El viento transportaba hasta allá un rebaño de nubes blancas, inofensivas. Familias santanderinas hacían picnic bajo los árboles y en los rincones donde daba la sombra. Los niños revoloteaban jubilosos por el recinto de los columpios y toboganes, mullido por la suave arena de playa. Mi camino estaba sembrado de guijarros, pero al término me aguardaba un nuevo muro y una abertura a un reino donde el verano establecía el más apacible de sus sitiales.

“¡’Busfris’! ¿Trajeron aquí a ‘Busfris’?”, me preguntasteis tironeándome de los codos. Hacía algunos años empecé a llamar “Busfris” al cisne negro que vimos en el estanque de los Jardines de Pereda. El tiempo había pasado, y ahora estábamos en el parque de Mataleñas. Teníamos a la vista el extenso y tortuoso estanque, plagado de isletas de madera y sombreado por nubes de pureza y esbeltos sauces. Ciertamente, en el extremo más ancho, pudimos observar una pareja de cisnes negros, rodeados por una corte de cercetas, zampullines, patos azules, moñudas serretas y ánades reales. “¡’Busfris’, ‘Busfris’!”, le llamabais a grito pelado, con vuestras manos enlazadas en los barrotes horizontales de la barandilla. La brisa deshizo las nubes y el sol despertó los tonos verdes en la superficie del estanque. Cayeron en el agua las primeras miguitas de pan duro, y la avifauna, azuzada por el apetito, surcó el estanque con la prestancia de un escuadrón sesgando el cielo. “Busfris” también venía. Yo no tenía la completa seguridad de que fuera el “Busfris” que habíamos conocido años atrás en los Jardines de Pereda, pero, cuando lo tuvimos cerca, vuestras risas y vuestra alegría fueron tan elocuentes como en aquellos veranos ya pasados. Oro de sol y verde de lago, ¡qué hermoso telón de fondo para el recuerdo de vuestra cándida felicidad!

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


lunes, 14 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (IX): Noche de feria


Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito, estad alegres. Que todo el mundo os conozca por vuestra bondad. El Señor está cerca. Que nada os angustie; al contrario, en cualquier situación presentad vuestros deseos a Dios orando, suplicando y dando gracias. Y la paz de Dios, que supera cualquier razonamiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos por medio de Cristo Jesús (Flp 4, 4-7).
Estad siempre alegres (1 Tes 5, 16).

¿Y por qué no? Si ves que el mundo que te rodea se divierte, ¿por qué tú no podrías hacerlo? La vida ha de ser algo más que un universo de palabras y una huida utópica de las maldades de las gentes… Cuando era joven me escondía tanto porque era mucha la maldad que me parecía descubrir en mis cercanías. No abría las puertas hasta que mi corazón no intuía la paz al otro lado. Registraba el firmamento invocando esperanzas y tratando de visualizar esbozos de una vida plena de sosiego y mansedumbre. Y sentía deseos de saberme integrado, aceptado y valorado en un mundo de personas que en aquellos entonces llenaba toda mi imaginación. Creo que se trataba del llamado “síndrome del público imaginario”, tan propio de las mentes adolescentes. Me ilusionaba sentir que algún día despertaría simpatías en las gentes que conocía y que a la postre me veían como un ser inacabado, incompleto, un andamio de un edificio no levantado y, ya de antemano, lleno de vicios arquitectónicos. Los tiempos en los que llovían sobre mí consejos sobre cómo debería ser y cómo debería actuar. Dediqué ímprobos esfuerzos de juventud por hacerme con semejante rasero, pero ni pude domeñar mi cuerpo ni mucho menos mi espíritu. Así, bajo el estigma de semejante fracaso, empezó la huida y el distanciamiento. La soledad. Al comienzo fue bastante duro y hasta doloroso; denigraba de mí mismo y me reprochaba de continuo todo lo que me parecía producto de mi propia culpa. La soledad se hizo más espesa. El firmamento de mis esperanzas acabó desmoronándose, ocasionando otro dolor que se añadió a los múltiples que por entonces padecía. La soledad se constituyó en bálsamo que mitiga el dolor causado por la especie humana. Toqué fondo, y, en la frontera de la locura, el único camino que se me abría apuntaba hacia arriba. La soledad me proporcionó el cariño no encontrado (ni tan siquiera buscado) y me dio a probar de sus dulcísimos frutos. Pronto mi propia imagen se me antojó amable y apacible, cesaron los reproches propios y mi personalidad (mi personalidad natural y no la imagen robótica que el mundo se empeñó en endilgarme) cristalizó de un modo suave, como templada por una grata brisa de estío. La soledad se hizo mi madre, y, como una madre devota, me arrulló y borró las lágrimas de mis ojos… Me dio a conocer una extraña forma de sentirse alegre.

No detallaré la vueltas de peonza que tuve que dar la tarde-noche del domingo 26 de julio de 2009 para buscar aparcamiento, pero lo cierto es que al final pude hallarlo en el perímetro de la rotonda que confina la calle del Alcalde Vega Lamera. La música pachanguera se elevaba en el tibio aire vespertino. De todas partes afluían gentes de diversa laya: padres de familia con barriga y calvicie tempraneras; adolescentes con miradas de botellón, holgadas blusas con estampados de heavy-metal y deportivas armadas de amortiguadores casi de automóvil; personas mayores muy miradas con eso del vestir, sin dejar botón suelto; en suma, gente para todos los gustos. En los restaurantes que costean la explanada del estadio del Racing, no cabía un alfiler. Una explosión de luces y sonidos parecía concitar la común jovialidad; hasta yo mismo di en sentirme alegre y agradecido por el momento que estaba viviendo.

Mala cosa no encontrar mesa en los restaurantes, pues aquella anochecida las tripas me imprecaban por el hambre. Ante la decepción, me dejé arrastrar por la riada de gente hasta las mismas entrañas del ferial. Unas mujeres africanas hacían peinados en cordoncillos a todos los osados de espesa cubierta capilar. En los improvisados bazares vendían fantasías y demás cachivaches. Varias comunidades autónomas tenían abiertos tenderetes para degustar sus especialidades culinarias; encontré a faltar la presencia de la delegación castellano-manchega. El cielo estaba despejado, y se presentaba una benigna noche de estrellas. Tiovivos, coches de choque, acrobacias de entrenamiento de astronauta, rifas de charlatanes de feria, puestos de perritos calientes y hamburguesas de aspecto tentador. Yo, con la gazuza que llevaba, notaba que se me salían de madre los jugos de la boca. Pues nada: me pillé un refresco de cola y un enorme recipiente con “salchipapas”, esto es, una deliciosa mezcolanza de patatas fritas y pedazos de salchichas, bien mezclados en una salsa de tomate que picaba a rabiar.

La música (rumba que va, rumba que viene) retumbaba en mi cerebro. Las luces de la feria, agrupadas en violentos haces, golpeaban el fondo de mis ojos. Me entraron ganas de desmelenarme y entregarme a una orgía de bailes y locuras. ¿El propósito de acudir a una feria o verbena no es pasárselo lo mejor posible? Pues ¿por qué no desatar las cadenas del subconsciente, por qué no hablar con quien se tercie e incluso no reprimir los afloramientos de sensualidad? Mas no: hasta en la hora del esparcimiento se ha de guardar la compostura, a menos que la embriaguez se imponga por sus fueros. ¿En qué consiste realmente la diversión? Yo la asocio con la comodidad de ser uno mismo, y, como quiera que no me siento cómodo en olor de multitud, el real de una feria no se me antoja el lugar más a propósito para divertirme. No obstante, no dejaba de albergar el propósito de intentarlo.

Pasé junto a la Casa del Terror, en cuyas galerías superiores un Freddy Krueger de pega hacía histriónicos visajes al público, enarbolando su guante de cuchillas; más arriba, un zombi recién salido de la tumba aterrorizaba a los pasajeros de las vagonetas que recorrían los rincones de la atracción. Desde mi puesto de abajo, le hice al zombi un saludo con el brazo, y fue gracioso ver cómo me respondía con sus gafos dedos cubiertos de telarañas.

Se veían niños por todas partes, formando colas en los carruseles, las atracciones acuáticas y los simpáticos ponis. Algodón de azúcar, helados y martillos y chupetes de caramelo. Fortuitamente, mi mente viajó al pasado, a los momentos de lejanas fiestas patronales en Aldea del Rey. Yo también fui niño, y como tal aspiré a la posesión de un martillo de caramelo. Una vez que lo tuve, el placer gorgoriteó por mis papilas gustativas. La golosina me duró mucho tiempo, y recuerdo que la liquidé una tarde gris de noviembre; entonces di por acabado del todo el verano y me sumí sin ofrecer resistencia en la atonía otoñal… En esta feria del norte, tan lejana de las comarcas manchegas, salía nuevamente a relucir el pensamiento de Aldea del Rey. Y de este modo, inevitablemente, apareció también tu recuerdo, amigo Ángel. Habría otra feria a la que acudirías con tu mujer y tus hijos, ya restablecido de tus heridas. Podrías asistir a la “Pólvora”, así como se conocen en nuestro pueblo las exhibiciones de fuegos artificiales. Hasta podrías ver el palio de la Virgen del Valle, de la cual eres tan devoto. Luego, ya por la cola de septiembre, te verían ir a la procesión del Salvador del Mundo, en el vecino pueblo de Calzada de Calatrava. Y después de todas estas festividades, en una tranquila y otoñal tarde de domingo, acaso te acercaras a la orilla del pantano del río Fresnedas para que tus hijos se deleitaran con la vista de las extensiones de agua… Que Dios concediera realidad a tales pensamientos.

Inmediatamente, me planté en el recinto de las atracciones de vértigo: la noria, la montaña rusa, la turbina, el Booster… ¡Uf! Esta última atracción me erizaba el vello sólo con observar sus alocadas revoluciones a unas alturas que están vedadas a mi atrevimiento. El Booster es un eje metálico de más de ochenta metros de longitud, que gira en el plano vertical y que lleva adosados unos asientos basculantes que incrementan en grado sumo la sensación de peligro. Ni por pienso se me ocurriría subirme a esa temible atracción, a menos que tuviera pensado suicidarme, pues no creo que mi corazón saliese incólume de semejante remeneo. Mis ojos se sintieron, sin embargo, atraídos por la noria; se me hacía una atracción más apacible. Sería una bonita forma de dar por concluida la noche de feria. Y la contemplación del paisaje de ese cuadrante de Santander y del espacio marino circundante, con el realce de las luces de la recién inaugurada noche, alimentaron considerablemente mi apetencia.

Mis pies estaban temerosos, pero mi alma me condujo a la plataforma de la noria.

No pude abrir los ojos durante todo el recorrido. La adrenalina reventaba por mis costuras. La noria subía y bajaba con una rapidez que yo creía que corría pareja con la del Booster. Y para postre, el habitáculo basculaba de un modo preocupante. Noté que un sudor frío bañaba mis sienes y la línea de mi espina dorsal. Tenía los labios entreabiertos en una mueca de espanto, así me lo hiciste notar. Tan acerba era la mordedura del pánico, que reclamé en mi mano el contacto de la tuya. Después de un rato que se me representó larguísimo, la noria se detuvo, y, en su cúspide, nuestro habitáculo oscilaba con el solo impulso de la inercia y el viento salado. Descomprimí mis párpados brevemente, y atrapé un esbozo de mar nocturno y de luces brillando entre espesas arboledas. Luego se reanudó el descenso vertiginoso… Tu mano me devolvía la vida y aún me la devuelve, hoy igual que ayer.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.

martes, 1 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (VIII): En San Vicente, en San Vicente...


Viendo Jesús que lo rodeaba una multitud de gente, mandó que lo llevaran a la otra orilla. Se le acercó un maestro de la ley y le dijo:
-Maestro, te seguiré adondequiera que vayas.
Jesús le dijo:
-Las zorras tienen madrigueras y los pájaros del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza (Mt 8, 18-20).


Había mucho que visitar, aquella tarde plácida del 23 de julio de 2009, pero me quedé a mitad de camino, en un mirador desde el cual se avistaba el más largo de los puentes de San Vicente de la Barquera. Me senté en un banco que parecía suspendido sobre los tejados de la hermosa villa. Todo el casco urbano descendía a mis ojos como las gradas de un anfiteatro. Había tejas de barro cocido y jardines casi olvidados, donde la hiedra y los rosales veraniegos tejían tramas inextricables. El empedrado de la calle del Padre Antonio estaba barnizado por una reciente llovizna. Dos telescopios turísticos me flanqueaban en mi reposado retiro. Me encontraba cansado por las emociones que me generara la visita a la cueva de “El Soplao”. El mundo se había detenido para mí, en tanto que el crepúsculo se condensaba en un cielo veteado de gris. Un banco sobre los tejados de San Vicente, el olor de la lluvia marina, la claridad de una lámpara surgiendo entre los visillos de una ventana decrépita, las mojadas banderas del inmediato Castillo del Rey (sin viento que las hiciera flamear), la multitud de lenguas que mis oídos reconocían como ajenas a la mía, las olas apagadas de la distante playa, las barcas incrustadas en la silente ría de San Vicente, el reverberar de una campana en la iglesia de Nuestra Señora de los Ángeles… Mi mente estaba muda, y más que eso: amordazada.

Un perro ladraba en una azotea que quedaba justo bajo mis pies. Perro negro de orejas gachas, cuyo genoma debía predisponerle a la caza. Ladrada sin malicia, como queriendo alertar mi atención. Me puse de pie sobre el bajo parapeto, y posé en él una mirada indolente. Sus ojos despedían ternura; no era un perro agresivo. ¿Quién te ha confinado en esa azotea solitaria? ¿Quién ha permitido que las hojas de las macetas te salpiquen el hociquillo de gotas de lluvia diferida? Es evidente que me pides socorro, a mí, que ocasionalmente me encuentro en las alturas… Te lo voy a contar.

Llegué y aparqué en el puerto, cerca del edificio de la cofradía de pescadores. Casas humildes me rodeaban. Crucé el Puente de Piedra, que salva la ría pintada de tonos de mercurio. Había algunos veraneantes y me miraban. Así ha sido la vida: siempre acumulando miradas de la gente pero pocas palabras. Enfilé por los soportales de la avenida del Generalísimo. Los restaurantes aparecían vacíos y desolados en aquella hora silenciosa de la tarde. Aromas que en otro momento fueran apetitosos, ahora comenzaban a tornarse mefíticos. De repente, de uno de aquellos establecimientos salió una chica con mandil, portando una caja con botellas de cerveza vacías. Nos miramos; su juventud se confrontó con el tiempo que yo ya llevaba vivido. Ella tenía gafas y sin duda debía estudiar durante el invierno. Sus cabellos flotaban sobre sus hombros como espigas de centeno maduro. En esta ocasión también ocurría: una mirada ausente de palabras y luego la distancia, los segundos, los minutos, las horas, los días, las semanas, los meses y los años… Así es como la vida se va agotando; así es como el corazón late sin sentir. La muchacha se metió por el hueco de la puerta de una pensión anexa al restaurante. Cuando llegué a esa altura, sólo vi escaleras y no la vi a ella. Seguí caminando, dejando al lado comercios y sombras grises de la tarde. Comenzaban los empinados escalones de una calle medieval, y me di la media vuelta. No encontré de nuevo a la chica de las gafas. Salí del refugio de los soportales y me sorprendió mi propia soledad y melancolía, bajo la apariencia de un orvallo fresco como el mar Cantábrico. Subí por el empedrado de la calle del Padre Antonio, no quise entrar al Castillo del Rey y paré en este rincón donde nuestras miradas se enfrentan ahora.

Me dejé caer de nuevo sobre el banco. Me tapé los ojos con la mano, y experimenté el silencio de mi propia alma. ¿Así se reza? Expresé el deseo camuflado de sentir que Ángel habría progresado hoy un poquito más. La gente lo mirará y le hablará; seguro que Dios hará que le quepa esa fortuna. Para mí el rezo ya había dejado de ser una cadena de palabras. Ahora el rezo era saberme acompañado por algo que escapaba a mis ojos… Algo que corría por mi propio torrente sanguíneo.

Me causaba una especie de vértigo la sensación de que el silencio interno se fuera adueñando de mí. Ante esto, mis piernas reclamaron movimiento y me arrastraron calle Alta arriba. Deslicé mi mirada por el marco de una ventana vistosamente iluminada. La biblioteca municipal. Olía a libros nuevos y a polvo sumido en el rocío marino. Airosos volúmenes se alzaban en los pulcros mostradores y bellas pinturas de temática marina decoraban los espacios entre estanterías. No había lectores; sólo pude ver a la bibliotecaria. Una muchacha de temprana veintena, que por las trazas hacía una sustitución de verano; quizá una maestra recién titulada, sin inmediatas posibilidades de inserción laboral. Colocaba rimeros de libros y no era consciente de mi mirada de lluvia al otro lado de la ventana. Podría haberle llamado la atención, acaso haber charlado con ella; podría haberlo intentado. ¿Tal vez haber hecho uso de la vanidad para impresionarla, dando pruebas indiscutibles de haberme leído gran parte de los libros que allí tenía?… Sin embargo, tantas lecturas se constituyen en la consecuencia de tanta soledad, y se me hacía abrumadora la perspectiva de arriesgarme a dar explicaciones de mi inusual dedicación a la lectura. Los tiempos debían cambiar, y las piernas seguir su camino. Adiós, silenciosa bibliotecaria, que aún puedes permitirte creer que tu labor entre libros es sólo un trabajo y no la vida entera.

En un santiamén me aupé a la cima de la colina. La oscuridad del cielo goteaba, y tuve que encasquetarme mi gorro de lluvia. Me hallaba en un auténtico recinto medieval. La iglesia de Santa María de los Ángeles levantaba briosa sus bastiones en medio de esas tintas de tarde invernal. Los lienzos de la antigua muralla parecían tiznarse con el chapuzón pluvial, el cual reavivaba los escondidos aromas de las piedras sillares. Los turistas se metían dentro de la iglesia pagando el euro de entrada; yo no les acompañé, no porque hubiera que pagar, sino porque mi alma está del lado de la lluvia por convencida devoción. Desde un terrado contemplé la panorámica de la ría, que al rodear la villa se divide en dos brazos: los ríos “Escudo” y “Gandarillas”. Miré en derredor, y me apercibí que la lluvia me había dejado sin hombros en los que reclinar mi cabeza. Una sorda carcajada se escapó de mis labios: aunque me encontrara rodeado por un ejército de personas, mi temperamento me impediría encontrar hombros para apoyar mi cabeza. Proyecté mi mirada a lo lejos. Era hermosa la apariencia de los coches alumbrados cruzando el puente de “La Maza”, que en su longitud de casi medio kilómetro es sustentado por veintiocho ojos nada menos. El atardecer era una evidencia. Las embarcaciones de recreo ya habían regresado a puerto. El faro de la lejanía pronto comenzaría a repartir sus destellos sobre la emplomada superficie del mar. Yo me encontraba cansado.

La lluvia recrudecía mientras emprendía la bajada por la calle Alta. Hermosa casa-cuartel de la Guardia Civil. Adiós, amiga bibliotecaria. El local de la ONG “Manos Unidas”, sus ventanales chorreantes. Con semejante nublado, no podía arriesgarme a cruzar el Puente de Piedra. Decidí esperar a que escampara bajo los soportales de la avenida del Generalísimo.

Las mesas de los restaurantes ya exhibían hermosos manteles a cuadros. Un camarero colocaba con esmero servilletas y cubiertos. Los faroles creaban un entorno acogedor para la hora de la cena. El aire transportaba una deliciosa fragancia a mejillones al vapor. Volví a ver a la muchacha del mandil. Estaba tras la barra de uno de aquellos establecimientos de restauración. Seccionaba limones con un afilado cuchillo. La miré todo lo que pude, hasta que levantó la cabeza y me miró a su vez. ¿Quise creer que me sonreía? Seguí adelante mi camino hasta la estrecha entrada de un estanco parcamente iluminado. Desde allí examiné el aspecto del cielo. Ya había parado de llover. El color del atardecer viraba hacia los característicos matices cerúleos de las noches nubladas.

Sentí que mis hombros flaqueaban. Me apoyé contra un pilar pulido por el roce de tantas manos. Contemplé la enfermedad de mis brazos. ¿Era conveniente esconder al mundo la vista de este dolor? ¿Dónde estás, lo que quiera que seas: nido o madriguera? Si llueve, la gente no sale; entonces podrás tú salir. Si te rodea la niebla, nadie te verá. Que tus lagrimales no destilen las gotas que el cielo ya se basta a derramar… Cerré los ojos, apretando los párpados. Valentía y no compasión. La vida ya era para ti una prueba de valor, y si habías de vivir sin nido ni madriguera, ¡adelante, inventor de caminos! Levanta los hombros y no escondas tu dolor; deja que sean otros los que se horroricen y se escondan de tu dolor.

La autovía hasta Santander estaba mojada y manchada de reflejos melancólicos, lo mismo que mi alma.

Desde el adarve del Castillo del Rey me viste sentado en el banco del mirador, y te asaltó la idea de hacerme una fotografía contemplando un horizonte que se adentraba más allá de lo visible. “¿Por qué tenías los hombros caídos? ¿Llorabas acaso?”, me preguntaste con posterioridad. “El cielo es el único que llora”, te respondí sin mucho convencimiento. Luego me pediste que os tirara una foto en un bazar de abajo, junto a la figura de una hermosa vaca a tamaño casi natural. “¿Por qué huyes de la cámara?”, me insististe todavía. Entonces lo pensé, y lo dije, olvidando mis propios pensamientos: “Da igual de quién huya. Soy yo quien no quiero huir de vuestro lado”.

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.