miércoles, 23 de septiembre de 2009

Los caminos de la oración (X): La finca de Mataleñas



Haré brotar ríos en las cumbres peladas y fuentes en medio de los valles,
transformaré el desierto en estanque, la tierra árida en manantiales de agua.
Pondré en el desierto cedros, acacias, mirtos y olivares;
plantaré en la estepa abetos, y también cipreses y olmos,
para que vean y sepan, para que reflexionen y aprendan,
que lo ha hecho la mano del Señor, que lo ha creado el Santo de Israel (Is 41, 17-20)..
¡Qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz! (Is 52, 7).
Yo soy el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 6).

La tarde hermosa del viernes 24 de julio de 2009. El sol brillando en un cielo puro y zarco. Aquella media hora junto al gran pino de Monterrey. Sentado en la distancia, saboreando la vida como si de una golosina ajena se tratara. Aquí, en el parque de Mataleñas, donde los niños juegan descalzos y el amor enterró su áurea corona. Oí tu voz ausente escondiéndose entre los suspiros estivales de la rosaleda. Me hubiera gustado quitarme media vida y haber participado en la ginkana a la que jugaban aquellas niñas entre pérgolas y columnas adornadas por campanillas trepadoras. Haber nacido de nuevo y buscar conchas en los acantilados; acaso haber nadado hasta las embarcaciones de los ricachones, haber tenido otro cuerpo y otro carácter y haber exhibido mi dentadura en la blancura de la opulencia. Pero hasta el rechazo me persigue en los sueños; ninguna embarcación me hubiera acogido, y mi destino hubiera sido continuar nadando, hasta más allá de la azulada neblina del cabo de Ajo.

Gran pino de Monterrey: llega la hora de zafarme de tu aureola de paz y seguir ese sendero que bordea la costa. ¡Cuánta gente que va y que viene, con toallas en bandolera y ojos de espejos de sol y mar! Fui caminando, dejando una cerca de piedra a mano derecha y hollando sombras de cipreses, tilos y olmos. Enseguida me presenté en la pequeña playa de los Molinucos. ¿Qué vi o qué sentí? Una joven salida de alguno de mis sueños, deslizándose por el suave desnivel de arena y hundiéndose paulatinamente en las rabiosas caracolas de espuma del ancón, como lo hubiera hecho la Venus de Botticelli.

Bajé y subí escalones. Enfilando la senda peatonal, flanqueé aguzados rompientes y un extenso y fragante campo de golf. El albatros apareció suspendido en el aire, y el rezo me buscó y me condujo a tu recuerdo, amigo Ángel. Anciano marinero del poema de Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), ¿por qué tú, atrapado en los hielos del Polo Sur, mataste al albatros, la cruz del cielo, el ave bendita de Dios, cuya muerte provocada acarrea maldición? Yo te vi, albatros, suspendido a escasos metros de mí. Apoyado en el parapeto, observé cómo te ibas alejando, llevándote contigo mis oraciones y alguna que otra esperanza. El camino, que es verdad y vida, había de continuar.

Una extensión de malezas y tupidos cañaverales separaba del sendero la vista del Cabo Menor. Afronté una breve subida, que me permitió mirar por encima de la cerca del campo de golf, dándome cuenta de cuál era mi auténtico lado en la vida. Si la navegación deportiva y el golf son deportes de ricachones, no creo que nunca me vea implicado en los mismos… La cuesta terminaba, y a su remate me aguardaba un hermoso mirador que me ofreció las primeras vistas del faro de Cabo Mayor, y, hacia la izquierda, interceptado por blancas aristas de acantilado, la resplandeciente escotadura de la playa de Mataleñas. El sendero, partiendo del mirador, continuaba hacia este último lugar. La vegetación prestaba tintes idílicos a la ruta; flotaban desde los huecos de la cerca rosales de escaramujo, y densos ramajes atrapaban en su bóveda los chispazos del sol de la tarde. Inoportuno momento para que me entraran ganas de aliviar esfínteres. Ya no había tantos transeúntes como en los primeros tramos del camino, pero me dominaba el temor a ser sorprendido obedeciendo los requerimientos de mi vejiga. Decidí aguantar lo que pudiera e ir aproximando mis pasos a la playa de Mataleñas. El agua destellaba con reflejos de zafiro, y los bañistas semejaban desde aquella distancia burbujas vivientes que se enroscaban en las evoluciones de las olas. Ya acertaba a distinguir las escaleras que conducían al arenal, pero no me vi con ganas de encaminarme allá. Desde donde me encontraba, en la cresta del cantil, se me ofrecía una vista incomparable, y lamenté no haberme traído la cámara fotográfica, no obstante lo cual hice algunas instantáneas con el móvil.

Tras un rato de especial fascinación contemplativa, tomé la decisión de volver al parque de Mataleñas. Las ganas de orinar adquirían una vehemencia dramática. Busqué un recodo oculto, que a la vez me brindara amplio campo de visión en los dos sentidos para detectar la presencia de intrusos, y, como el que perpetra un crimen, me bajé la cremallera y le di una buena regada a la cerca. El alivio que aquello trajo aparejado, me permitió gozar de la paz y de las delicias del paisaje. Otra vez en el mirador me di un buen atracón de brisa perfumada de mar y entibiada por los rayos del sol. ¡Qué agradable hubiera sido tener ratos que perder en tan mágico entorno, ajeno a las preocupaciones de la vida!

Una rosa del color de la sangre alargaba su tallo a pocos centímetros de mis labios. Presa de un dulce encantamiento, le di un beso, tan en flor por no marchitar sus pétalos, que apenas si me fue dado sentir su contacto. Muchos poetas han amado la rosa y le han cantado encendidos madrigales. ¿Dónde cabe el amor a una simple flor? ¿Acaso por lo que simboliza, por los recuerdos que es capaz de remover? Dejé mi espalda apoyada en la cerca, cerré mis ojos y atravesé reinos de nubes en busca de imágenes que se fueron de mi vida como hojarasca que la tierra incorpora a su seno.

Tras el rapto de ocasional melancolía, proseguí mi paseo animado por el propósito de seguir viviendo lo más intensamente que me fuera posible. Alcancé de nuevo la proximidad del cañaveral, y me vi forzado a detenerme; la imagen que cayó bajo mi mirada pertenecía a una pareja que parecían novios, pues iban cogidos de la mano, levemente confundidos por el mecimiento de las cañas. Afinando la visión, pude apercibirme de que se trataba de dos chicas. ¿Amor? No era verosímil que si se amaban, el cielo brillara más sombrío o la tierra ardiera por lo vehemente de un atavismo pecaminoso. Indudablemente, a los ojos de ellas también les sería ofrecido el buen augurio que representa la aparición de la cruz del albatros recortándose contra la neblina del horizonte. Habrá labios que vayan pronunciando la condena, pero yo no tomaré puntería para arrojar ni la primera ni la última piedra a esas dos chicas, que aquella tarde se abrían camino entre cañas y malezas para que la panorámica del Cabo Menor sirviera de marco a su simple y complicada historia de amor. Tras la sorpresa inicial y un lapso de tiempo en que mi pulgar jugueteaba con el ángulo de mi boca, deseché los pasajes bíblicos que mi pensamiento traía a colación para dictar sentencia. No era yo ni juez ni legislador. Las malezas me ocultaron la vista de las chicas. Seguí por el camino con la cabeza gacha. Mi alma arremetía contra su envoltorio. Amor, ¿quién desentrañará tus múltiples significados?


Regresé a la rosaleda, y tomé el camino que me llevaría a lo alto de la colina. El viento transportaba hasta allá un rebaño de nubes blancas, inofensivas. Familias santanderinas hacían picnic bajo los árboles y en los rincones donde daba la sombra. Los niños revoloteaban jubilosos por el recinto de los columpios y toboganes, mullido por la suave arena de playa. Mi camino estaba sembrado de guijarros, pero al término me aguardaba un nuevo muro y una abertura a un reino donde el verano establecía el más apacible de sus sitiales.

“¡’Busfris’! ¿Trajeron aquí a ‘Busfris’?”, me preguntasteis tironeándome de los codos. Hacía algunos años empecé a llamar “Busfris” al cisne negro que vimos en el estanque de los Jardines de Pereda. El tiempo había pasado, y ahora estábamos en el parque de Mataleñas. Teníamos a la vista el extenso y tortuoso estanque, plagado de isletas de madera y sombreado por nubes de pureza y esbeltos sauces. Ciertamente, en el extremo más ancho, pudimos observar una pareja de cisnes negros, rodeados por una corte de cercetas, zampullines, patos azules, moñudas serretas y ánades reales. “¡’Busfris’, ‘Busfris’!”, le llamabais a grito pelado, con vuestras manos enlazadas en los barrotes horizontales de la barandilla. La brisa deshizo las nubes y el sol despertó los tonos verdes en la superficie del estanque. Cayeron en el agua las primeras miguitas de pan duro, y la avifauna, azuzada por el apetito, surcó el estanque con la prestancia de un escuadrón sesgando el cielo. “Busfris” también venía. Yo no tenía la completa seguridad de que fuera el “Busfris” que habíamos conocido años atrás en los Jardines de Pereda, pero, cuando lo tuvimos cerca, vuestras risas y vuestra alegría fueron tan elocuentes como en aquellos veranos ya pasados. Oro de sol y verde de lago, ¡qué hermoso telón de fondo para el recuerdo de vuestra cándida felicidad!

CONTINUARÁ...

El jardinero de las nubes.


5 comentarios:

Anónimo dijo...

Azul

Bellisimo relato, como siempre me quedo emocionada por tan bellas palabras.

Espero el proximo ...

Un abrazo muy fuerte

judith dijo...

De nuevo visitandote. Siempre es un placer leerte, y conocer a través de tus escritos tu bello país. Sigo creyendo que el paisaje marino es maravilloso, y hay que disfrutarlo, y vivir experiencias maravillosas en el. un abrazo. judith

Nubbbe dijo...

Hola de nuevo...

Primero que nada...Gracias por la bienvenida... bonito detalle..
Me gusta leer..y es un placer pasar por aqui...

Por cierto, muy buena la entrevista de "Gente Aldeana"...me gustó mucho..

Sobre el post, es lindo poder recorrer paisajes que nunca has visitado, simplemente leyendo palabras... y conseguir estar ahi, sin estar. Me gusta el Norte... aunque no he tenido la fortuna de visitarlo mucho... parece tan bonito como imagine...

Tambien me gusta sentarme a la sombra de un gran arbol...y apoyada en su tronco, descansar la mirada en el infinito y dedicarme a volar con la imaginacion. Soñar...
Y pierde cuidado, en los sueños no hay rechazo... somos tan afortunados como deseemos... libres...

Solo una pregunta... el ultimo parrafo.. con distinto color y letra... "Busfris"... explicame,si quieres, ¿es parte de algun relato anterior? He observado que siempre terminas tus posts con un parrafo asi..

Bueno, me gustó "la finca de Mataleñas"... me gusta recorrer senderos y sentarme a observar el azul del mar...y solo pensar...Por un momentito, lo hice... merci..

Un Saludo,
Nubbbe.

El jardinero de las nubes dijo...

Gracias a tod@s.

Amiga nubbe, las partes finales son nebulosas porque nebulosa es mi propia vida y esas partes representan los latidos más profundos de mi corazón. Pueden parecer que no tienen sentido, pero son todo el sentido de mi vida.

Un abrazo y gracias de corazón.

Mario dijo...

Esta muy bueno tener la posibilidad de recorrer diversos sitios de manera de poder llegar a nuevos lugares cuando tengo la oportunidad. Es por eso que constantemente estoy buscando obtener promociones en pasajes para poder viajar mucho